miércoles, 25 de marzo de 2009

Polos opuestos logros similares (Y)

A partir de este texto tengo un nuevo contador de visitas que me ha permitido, entre otras cosas, notar que a Conciencia en Offside le dan un click en lugares como Arequipa y Cajamarca, y su poco trabajado diseño traspasa fronteras en Estados Unidos y España, donde tengo parientes, y hasta en México y Argentina. Este primer texto se lo dedico al personaje que me proporcionó el contador, mi querido primo Paquito Barriga. Futuro escritor y desde ya, maestro de la originalidad. Total, sé que para él el verdadero goleador soy yo.
Paolo Guerrero y Jéfferson Farfán son rivales hasta de compañeros. Los dos mejores delanteros que ha dado el Perú en los últimos años tienen una vida juntos, pero separados. Desde sus primeros enfrentamientos, ambos como estandartes de la categoría 84 en las divisiones inferiores, han colocado en el mismo pedestal los propósitos del equipo y los personales. Guerrero en Alianza y Farfán en Municipal, competían por salir campeones y, sobre todo, por ser goleadores del torneo. Cuando Jéfferson aterrizó en Matute la lucha por el título quedaba de lado. La categoría 84 de Alianza Lima lo tenía asegurado con ambos delanteros, y sólo había espacio en el resto para luchar por ser segundo. La cosa era quién metía más goles.

Los susurros del pasillo en el fútbol, esas noticias sin confirmar pero que por repetitivas se traducen en verdades, afirmaban datos como “la mamá de Farfán le ha dicho que no le pase la pelota a Guerrero”; o “Alianza ganó la final con dos goles de Jéfferson, y Paolo no festejó”. Fuera de la cancha parecían amigos, pero era obvio que dentro del campo tenían objetivos distintos. Jéfferson era el alumno obediente mimado por el profesor, que firmaba a ojos cerrados un mezquino contrato con tal de debutar en la Primera de Alianza con 16 años. Paolo era el rebelde que exigía un mejor trato, y de firmas, nada. Era capaz de pelearse con el entrenador y los dirigentes, dejar una concentración, y amparado en la ley y en los consejos de un maquiavélico (el empresario Carlos Delgado), firmaba por el poderosísimo Bayern Munich de Alemania ante la sorpresa de todos. Jéfferson soñaba con hacer goles para el Comando Sur. Paolo se sentía capaz de convencer a Gerd Muller, histórico atacante teutón, que también él era un goleador de raza.

Jéfferson siguió lo establecido. Debutó en Alianza a temprana edad, y luego de una larga etapa en la que no le hacía goles ni al arco iris, agarró la madurez necesaria para pasearse en el torneo local, regalándole al club de sus amores dos títulos. Luego fue vendido como correspondía al PSV de Holanda, dejando en las arcas del club un buen billete. Paolo tomó otro camino. Eligió lo más difícil, y luego de romper todos los récords en el fútbol amateur, llegó al primer equipo del Bayern Munich para hacerse conocido mundialmente. Hizo lo que muy pocos jugadores en el mundo podrían hacer. Aguantó ser un peruano (tercermundista incluso para el fútbol) en la fría e implacable Europa y a puro tesón, se convirtió en un goleador globalizado. El resultado hoy refleja sus personalidades: a Farfán le cuesta calzarse el traje de figura en el Schalke 04, y Guerrero exige públicamente titularidad en Hamburgo porque se siente mejor que Olic y Petric.
Tanto Farfán como Guerrero tenían un futuro escrito desde que devoraban rivales en los torneos infantiles. Era fácil adivinar que serían futbolistas destacados. Lo difícil era saber hasta qué punto serían beneficiosos para el Perú. No eran Bebeto y Romario ni tampoco Batistuta y Caniggia. Tal vez jamás superarían a Cubillas y a Sotil, pero no sonaba descabellado pensar en una dupla como la de Salas y Zamorano, capaces de clasificar a un país de mediano calibre como Chile a un Mundial. A Farfán y a Guerrero les enseñaron a ser grandes jugadores, pero jamás les entró el bichito para ser compañeros. Y hoy, con 25 años a cuestas y con la coyuntura de la selección (Farfán castigado por Chemo y Guerrero suspendido por la Conmebol) es difícil imaginar un futuro provechoso con sonrisas compartidas de ambos delanteros con la camiseta del Perú.

Para que una dupla de atacantes funcione es necesaria la sumisión de uno. Bebeto sabía que Romario era el goleador, y el Cani tenía clarísimo que sin Batistuta sería difícil ganar. Salas era capaz de tirarse al piso para quitar un balón con tal de que Zamorano no sude más de lo necesario. Después había espacio para ambos. Caniggia fue el artífice del último gran partido de la selección argentina en un Mundial, cuando le hizo los dos goles a Nigeria. Salas hizo cuatro goles en Francia 98 y su capitán, Zamorano, no anotó ni de rebote. Bebeto fue clave en Estados Unidos 94 contra Holanda y sobre todo con su gol ante los locales en octavos de final. Aquel gol inclinó la balanza para Brasil en un partido muy luchado, y llegó tras un buen pase de Romario. La grandeza de Bebeto estuvo en el festejo: se olvidó del individualismo y corrió tras Romario. Ahí ante las cámaras y con un portugués españolizado, le pudimos leer los labios: “Eres un genio”, le decía a su compañero de ataque.

Ni Farfán ni Guerrero estaban dispuestos a ceder individualismos. Ambos eran demasiado buenos. Y a ambos les molestaba particularmente el éxito del otro. Futbolísticamente Farfán es más completo, pero Paolo es más goleador. Tal vez la sumisión le tocaba a Jéfferson. Él correr, él marcar, él tirar el centro. Total, un gol iba a hacer. Lo curioso es que Paolo tiene el sacrificio tatuado en la piel, y si se la dejas en bandeja, no perdona. Si Jéfferson hubiese jugado para Paolo las contadas veces que los pudimos ver vestidos de blanquirojo, Guerrero sería el goleador que todos anhelamos ver, y se daría abasto para pelearse contra los rivales cada vez que le den una patada a Farfán.

El destino los volvió a enfrentar en la cancha, como cuando rivales en los clásicos de la 84 entre Alianza y Municipal. Ya no en los campos con poco césped del parque zonal Huaynapacac ni en las canchas sin tribunas de la Videna. Esta vez en un lejanísimo y lujoso estadio germano. Hamburgo y Schalke 04 se enfrentaron por la Bundesliga y el resultado fue Paolo 2 Jéfferson 1. Ambos anotaron, que es lo normal en dos delanteros de primera índole en el torneo alemán. Pero estoy seguro de que el triunfo tuvo un sabor más dulce para Guerrero. Y que para Farfán, incluso luego de tanta crítica por su sequía de goles, la derrota ante el Hamburgo fue la más dolorosa de todas.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Everybody loves Kina (Y)

A Kina, que sea feliz toda la vida.
Debe ser dificilísimo enfrentarse a Jaime Bayly en el set de su programa “El Francotirador”. Detrás de esas gafas inocuas y un peinado alejado de todas las épocas que la humanidad recuerde, se esconden cual dardos embusteros las interrogantes que definirán el futuro próximo de todos sus invitados. Hace algunas semanas, destrozó al “Puma” Carranza. En veinte minutos, con una dosis de sarcasmo no captada por el ex futbolista y frases sin escrúpulos en las que el entrevistador no dudó en catalogarlo, por decir lo menos, como ignorante, debe haber generado en todos los hinchas de Universitario que tuvieron como ídolo al “Puma” durante veinte años una desazón disfrazada de vergüenza ajena. El último domingo pudo haber ocurrido algo similar con Kina Malpartida, nuestra reciente campeona mundial de boxeo, pero acaso ese logro, tan ajeno a nuestro país, compadeció al fin a Bayly, y pese a que la tuvo contra la cuerda varios rounds, al momento del knock out bajó la guarda. Kina Malpartida perdió por decisión de los jueces.

Hasta hace unas semanas Malpartida era una peruana más de la incontable lista de emigrantes que dejan el país en búsqueda de un futuro mejor. Trabajando en silencio, sin que se sepa mucho de su existencia, logró calzar en sus guantes la furia de todo compatriota alejado del Perú, y la tradujo en sendos golpes ante su yanqui rival, que con arrogancia y discriminación, escenificó a todo el poder opresor. Kina dio el puñete soñado, ese que anhelan a diario los que limpian baños, los que atienden pedidos de hamburguesa, los que estacionan autos ante jefes con un tono de voz tan ajeno al de sus orígenes.

En el set del canal 2 pudimos conocer por fin, luego de lo hermoso que significó su triunfo, y de lo lamentable que fue la polémica en cuanto a su doble nacionalidad y los laureles deportivos, a la Kina humana. Despojada del ring y de esos guantes intimidantes, Kinita se mostró como una mujer, sin llegar a la exageración, enigmática. Con desvaríos mal aconsejados (como cuando dijo que le gustaba el sexo al momento de hablar de su relación con “los vicios”) y risitas nerviosas tan propias de actriz que gana el Óscar por interpretar a un personaje aturdido. También con el libreto aprendido del deportista estándar, ese que ante cada pregunta difícil recurre a lo fuerte de su entrenamiento y de su disciplina. Y con sorprendentes salidas airosas cuando parecía caer en un hoyo parecido a la lona, terminando con sutil inteligencia las frases que en un inicio aparentaban un disparate.

¿Qué se puede esperar del fruto de la relación de una guapísima modelo con un hombre adicto a la adrenalina? Nada normal, eso está clarísimo. Kina tiene un hermano surfer, el gran Álvaro Malpartida, que sobre las olas es Messi, y eso en el Perú es menester de poquísimos. Y ella es distinta a todo lo que podemos generalizar como mujer. Es exitosa en un terruño donde las mujeres son más exitosas que los hombres, pero con la atenuante de serlo en el único espacio en el que las mujeres no han inspeccionado. Con Kina los machistas están fritos. Gracias a ella en el Perú las mujeres nos superan hasta en el box.

Felizmente Bayly no la quiso tumbar. Aunque por momentos daban ganas de meterse en la pantalla y ayudarla con algunas respuestas. Y en otros instantes, no faltó el deseo de traspasar el televisor para escenificar los golpes de Kina en el rostro de “El Francotirador”, por el mero placer de callar sus impertinencias alejando las gafas de su rostro y despojándolo de su inestético flequillo. Al final del round Kina fue más peruana que nunca: perdió pero con la frente en alto. Y eso en este país de derrotas, se reconoce más que a los triunfos.

A Kina la quiero. Más aún después de “conocerla” frente a Bayly. Me genera ternura. Es como esos chicos malos del salón que en el fondo esconden un corazón de oro, pero no lo muestran por carencias del pasado o dificultades psicológicas. A Kina la quiero porque de casualidad, el día de su triunfo, leí un pequeño recorte en un periódico deportivo que anunciaba la pelea, y en silencio le ofrecí todas mis vibras positivas (esas que aparecen pocas veces). Cómo sería si ganase, pensé. A Kina la quiero porque representa a Punta Hermosa, balneario hermano de mi San Bartolo que aún conserva tercamente a sus hinchas, que no sucumbimos ante los lujos y el glamour de Asia. A Kina la quiero porque siempre habla bien de su hermano y de sus padres. A Kina la quiero porque cuando llegó al país dijo ser una “peruana al rojo vivo”, y aterrizó en el Jorge Chávez sin las poses “super star” de nuestros futbolistas. A Kina la quiero porque pese a escenificar la antítesis de todo lo que me gusta en una mujer, me la llevaría conmigo para mirarla y mirarla.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Jaque de Rey a Rey

A Román, pese a todo.
El fútbol de vez en cuando asoma con tormentas. Noticias que escarapelan las convicciones y obligan a mirar el pasado con una dosis de amnesia. La de ayer ha sido una bomba para todo fanático. Juan Román Riquelme y Diego Armando Maradona, figura y director técnico de la selección argentina respectivamente, han manifestado públicamente sus desacuerdos, y la conclusión es tajante: Román no va más en el equipo albiceleste.

Maradona, lo digo siempre, y ha quedado clarísimo en algún artículo del Blog, es el estandarte de todo lo que significa el fútbol para mí. El ídolo máximo. Al que le perdono hasta su “amistad” con Chávez. Pero si hay algún jugador del que me he “enamorado” de verdad a lo largo de mis casi veinte años como futbolero, ese es Riquelme. A Román lo sigo desde que debutó con Boca, allá por el año 97, y fue primera página de “El Gráfico” con un titular contundente. Boca venía de una sequía de títulos y alegrías imperdonable, y se desbordaba en exageradas contrataciones que nada habían resuelto. Las letras tamaño veinte de aquella editorial decía: “Boca gastó veinte palos verdes… pero safó con el pibe Riquelme”.

A partir de ese momento Riquelme me conquistó. Era (es, en realidad) apasionante verlo jugar. La manera de acariciar la pelota, de lanzar con elegancia hasta el pase más sencillo. De pegarle al arco con una potencia y dirección únicas. De aparecer con goles de tiro libre en minutos 93 de partidos cerrados. Lo seguí en Boca, en esa maravillosa primera etapa que lo consagró como rey de América. Me ilusioné con su llegada al Barcelona, y luego del desenlace negativo, cuestioné al entorno y no a su talento. De su época en el Villarreal conservo la última camiseta que compré oficial (me la trajeron unos primos de Europa), y con eso creo que digo todo. Riquelme tenía todo para encandilar mis gustos. Y encima, Maradona lo amaba.

Ayer por la noche Román ha afirmado “no tener los mismos código del entrenador de la selección”. En ningún momento, ni por respeto, ha mencionado el nombre de Maradona. Ha dicho que se ha enterado de las cosas del combinado argentino por los medios, que nunca recibió una llamada del técnico. Y que no tiene los mismos códigos que él. Códigos. Esa determinante palabra que aparece de vez en cuando en el planeta fútbol y que viene acompañada siempre de tempestades.

Román ha sido siempre un jugador difícil. Se le acusa de “pecho frío”, de díscolo y hasta déspota. Pero siempre ha contestado con fútbol. Se peleó a muerte con Pellegrini, su técnico en el Villarreal, y mientras entrenaba a un costado del plantel ejecutando tiros libres, era “bancado” por el Coco Basile que lo citaba a la selección y la rompía. Mostraba desacuerdos con los dirigentes del mismo “submarino amarillo” y se las ingeniaba para que Boca apueste por su préstamo. Ya en la cancha, lo sacaba campeón de América. Cuando no le gustó algún compañero, “rompió” el vestuario, como en aquella trifulca con el paraguayo Cáceres y Caranta en Boca previa a un “Superclásico” con River. Partido que ganarían los “Xeneises” con gran actuación de Román.

Pero hoy se ha metido con un peso pesado. Quizás con el hombre con el que no se debe pelear nadie involucrado en el fútbol. Menos un argentino. Ahora estará en sus pies (que por lo que ha mostrado este año, andan flojitos) demostrar que tiene la razón. Que Diego extrañará en ese equipo vertiginoso que quiere implantar, la pausa única de Román. Que para que la camiseta número 10, hasta hace poco propiedad suya, no pese, se la tendrá que volver a calzar Maradona, porque nadie más en el plantel podrá cargarla.

Es muy difícil manifestar una posición. Estamos hablando de dos íconos del fútbol en mi vida. Puedo decir que ambos se han equivocado. Que han faltado incluso a los mismos códigos que tanto reclama Román. Diego por declarar a la prensa antes de comunicarse con Riquelme, y este por hacer exactamente lo mismo. Y encima con la atenuante de haberlo hecho con arrogancia, como si se tratase de Bielsa o Pellegrini. Como si al frente no tuviera al que para él, hasta hace unas semanas, era el mejor jugador de la historia del fútbol.

¿Se arreglará el problema? Lo dudo mucho. Estamos hablando de dos “intocables”, y en Argentina cada vez que han chocado dos “pesos pesados”, el intermediario ha sido Maradona. Futbolísticamente tal vez el beneficiado será el equipo. Hoy en día ninguna selección de primera índole está en la capacidad de aguantar el ritmo de Riquelme. Y el Román actual, a diferencia del de hace apenas unos meses, tampoco está para afrontar esa responsabilidad. Argentina, pues, apelará a un equipo sin enganche.

Atrás quedarán los días felices. Los goles de Román en la Bombonera dedicados al Diego. Los mutuos elogios, la frase de Riquelme luego de regalarle la camiseta número 10 de la selección a Maradona afirmando: “es tuya, jamás te la has quitado”. O el maravilloso gesto del Diego en su partido de despedida, allá por el 2001. En ese entonces Bielsa, entrenador de la selección argentina, se empecinaba en no convocar a Riquelme. Maradona luego de anotar un gol de penal en el partido que significaba “Su” fiesta, se despojó de la camiseta albiceleste que llevaba en la piel, y mostró ante el mundo entero una de Boca Juniors con el nombre de Román. Con esa incluso, dio su magnífico discurso, aquel que coronó con la mítica frase “la pelota no se mancha”.

Ambos son astros. A ambos los voy a querer siempre. Pero así como en el fútbol, en la vida hay “códigos”. A los padres se les perdona todo, y uno no le debe faltar el respeto jamás a Dios. Y en el fútbol Dios se escribe con 10. Román querido, mis ojos dolidos, a partir de hoy, te mirarán distinto.

viernes, 6 de marzo de 2009

Quisiera ser cinéfilo (Y)

A Pende, para que todos los días sean viernes.
Deben ser los escasos kilometrajes que reservo para mis sueños, o la insolvencia de estímulos en épocas claves, pero jamás se me pasó por la mente la posibilidad de ser cineasta. Ni siquiera cuando descubrí que poseía cierto talento para escribir, anhelé ser, por ejemplo, guionista. Nada. Ni productor ni director. Ni siquiera el man del script. Ni en mis más optimistas fantasías apareció la palabra cine en el rodaje de mi futuro. Ni como extra. Cosa curiosa, porque el cine (y todo lo que envuelve) es uno de mis pasatiempos predilectos. No hay mayor sensación de placer que tener tiempo y monedas para poder adquirir una entrada, acomodarse estratégicamente en la sala oscura, y hasta prescindiendo de la canchita, esperar una película.

Me encanta ir al cine. Es un ritual apasionante, como la vida misma, con sus idas y vueltas. Con sus subidas y sus bajadas. Ir al cine significa desligarte de la realidad por dos horas y media, y eso es siempre maravilloso; pero también incluye rezar porque la película elegida colme las expectativas, y sobre todo, implorar porque no te toque un desgraciado en la fila de atrás que te patee el asiento sin mesura, o lo que es peor, un infeliz que se la pase hablando por teléfono o haciendo sabe Dios qué comentarios al de su costado sin guardar el mínimo pudor ante el resto. El cine es mágico porque no depende de uno mismo que la experiencia sea provechosa, pero siempre queremos volver, esperar una revancha. Como en el fútbol. Como con tu equipo favorito.

Los últimos días de mi ocio han estado colmados de cine. Quizás por la llegada del Óscar, y un tanto por el polémico triunfo de “La teta asustada”. También porque pude gozar de “Slumdog Millionaire” (en español, “Quiero ser millonario”), la cinta que arrasó en los premios de la Academia, y quedé más que satisfecho al salir de la sala. No soy un “Cinéfilo”. Sería iluso catalogarme en ese sitial. He despreciado películas muy aplaudidas por “los que saben” como “El arca rusa”, por ejemplo, que a mi entender fue un bodrio. Y mi repertorio de películas, con énfasis en esas imprescindibles del pasado, es, por decir lo menos, mezquino.

Saber de cine es como saber de fútbol. Podemos nombrar algunos equipos “caletas”, detallar de memoria la trayectoria de un determinado jugador; pero el verdadero conocedor del deporte rey destaca desde el momento en que suelta un comentario sobre lo que debería hacer un entrenador y adivina. Es el que más o menos a los 75 u 80 minutos del partido sabe si lo que resta es para relajarse o para sufrir. Ser cinéfilo no es mencionar sacando pecho en una conversación que Sean Penn ganó también el Óscar con “Río místico”, o recomendar embriagado por la coyuntura (como yo) “El lector” porque Kate Winslet cumple un papel genial. Cinéfilo es el que sabe de movimientos de cámara, de planos estilo general, medio o hasta plano detalle, esos tips que me ofrecieron en diversos cursos de la universidad que mi memoria decidió emanciparlos junto a un papelito con letras tamaño cinco para el famoso “plaje”. Cinéfilo es el que por ahí sorprende recomendándote una película de título lúdico o vacío (gracias a los traductores por estos lares) como “Los fantasmas nunca olvidan”. Cinéfilo es el que no necesita de una carencia en la inspiración ni de ver un capítulo de Seinfeld relacionado al cine para escribir sobre el séptimo arte por primera vez en su Blog.
El cine y yo

Debo tener más de veinte años acudiendo al cine. No sé por qué mis primeros recuerdos datan de “La noche de las narices frías” en un olvidado y seguro hoy demolido cine de la capital acompañado de mi padre. Le pregunté por ello hace poco y me dijo que no recordaba ni un pedazo del trailer de esa anécdota. Debo haberlo soñado, esa fue mi conclusión, pero por algo será. Mi niñez tiene al cine como protagonista furtivo, de esos que aparecen poco pero que resuelven la trama de la película, porque ir al cine significaba festejo, y salir de la rutina es maravilloso hasta cuando se tienen ocho o nueve años. Iba con mis padres a veces (pocas veces en verdad) y recuerdo “Las Tortuninjas” en una sala de Lince, o “Daniel el travieso”, el debut “cinemero” de mi hermano menor, en el cine “Metro” del Centro de Lima. Iba con mis primos y recuerdo “Mi pobre angelito 2” en el ex Alcázar, o “El rey León” en el Centro Comercial Arenales. Iba con un amigo de mi promoción que hoy es cineasta (cómo es la vida) a ver “Jurassic Parck”, y hasta hoy que nos encontramos esporádicamente hacemos mención a esa anécdota. Iba con mi colegio, en la actividad que más añoro de ese espacio barranquino, siempre los viernes en las últimas horas de la semana. Qué placer. Recuerdo hoy, no sé por qué, “El jorobado de Notre Dame” o “Todos somos estrellas” (película peruana, por siaca), y mis mañas nunca provechosas de sentarme cerca a la chica que me gustaba.

Cuando fui creciendo recuerdo claramente dos episodios con la gente de mi promoción del colegio, ya como una actividad alejada de la currícula. El primero, para ver “Rescatando al soldado Ryan” en el cine Pacífico. No encontramos entradas para el horario de las ocho de la noche y tuvimos que esperar hasta las 10 y 45. Éramos siete u ocho hombres del salón haciendo hora por Miraflores. Al final nos depositamos en el parque apoyados en nuestras mochilas, porque no habíamos ido a casa en ningún momento. Al entrar a la sala y veinte minutos después de empezada la película, era graciosísimo ver a mis amigos sucumbiendo uno por uno ante los poderes del sueño. Escuchar un ronquido fue la hecatombe. Y la otra anécdota data de la genial “Loco por Mary”. Fuimos también seis o siete hombres del salón a ver la película. Estábamos en quinto de media y el bacilón era fumarnos un porraso de marihuana antes. En ese momento yo era el de menor experiencia en esas artes, y llegué a la sala como si me hubiese metido un ácido y para bajar su efecto, una dosis de hongos. No me dejó de latir el corazón y sentía que moría mientras mis compañeros se carcajeaban tanto por mi desventura como por las inolvidables escenas que nos mostraron esa noche fría de invierno Cameron Díaz y Ben Stiller. Escenas que reviví años después por la tele y que llegaron como nuevas a mi cerebro, pues de aquella vez del cine sólo recuerdo los distorsionados comentarios de mis amigos dirigidos a mí al acabar la película, y no sé por qué me late hasta hoy la frase “pasado de vueltas”.

Tiempo después, ya fuera de mi época colegial, un gran amigo mío me comentó entre líneas que en su intento por conquistar a la que por ese entonces era la chica de su vida, había quedado con un grupo mixto para ir al cine en mancha, y me proponía sumarme al barco. En esos tiempos se había apoderado de mi persona un genuino instinto antisocial, y me negué rotundamente. Eran cerca de las cinco de la tarde cuando tocaron el timbre de mi casa. Al abrir me recibió mi amigo con el batallón de gente convocada para la bendita salida. Juro que me iba a negar, estaba más que dispuesto, pero vi en sus ojos por vez primera que me necesitaba, que era capaz hasta de suplicar. El resultado fue un bodrio de cine italiano (si la memoria no me falla, creo que hasta era una película muda), y una oda general al difuerzo que nos obligó a dejar la sala a la mitad del film. Han pasado casi diez años y nuestra amistad se ha fortalecido. Ha habido de ambas partes otras miradas suplicantes, y nos hemos hecho viejos cada verano cerquita de ese grupo de niños y niñas con ganas de crecer.

El cine después formó parte fundamental en mi relación de pareja. Entre otras cosas, creo que la mutua afición cinemera ha sido básica para tanto tiempo de romance. No sé si nos hubiésemos soportado sin el cine, sin las películas. Tal vez ese tiempo destinado a las entradas, a las tarjetas para los descuentos, a la lectura de las críticas de cine, hubiese sido utilizado en absurdas peleas o en ganas de escapar. Quién sabe. El día que formalizamos nuestra unión, salíamos del cine. Ella me juraba que no iba a otra sala que no sea la del Alcázar, y por ese entonces de Caminos del Inca no me movía nadie. Gané yo la primera batalla y ese fue nuestro destino. ¿La película? Una cursi y melodramática con Ben Affleck y Gwyneth Paltrow. Como es lógico, ni más volvimos a Caminos del Inca, y perdí sin objeciones ante el Óvalo Gutiérrez y su Cineplanet. Al final, un poco por el precio y por la cercanía, nos hemos quedado, creo que para siempre, con Larcomar.

También soy capaz de ir al cine solo. Es una actividad que valoro muchísimo y que no la hago tanto como quisiera. No me da vergüenza aparecer en una sala repleta de parejas, familias o grupos de amigos. De hecho mis ratos de ocio en la Universidad de Lima muchas veces los he pasado en ese ex imperio de las salas comerciales que es el Cinemark del Jockey Plaza. La última que vi sin compañía en ese recinto fue “Paranoid Park”, y no me canso de recomendarla. Pero si me piden una anécdota en esa faceta solitaria me quedo con “Kill Bill 2”. Recuerdo que la vi en el último horario, cerca de las once de la noche en el Cineplanet de Primavera, y salí excitadísimo, con unas ganas enormes de comentarla. Creo que ha sido la única vez que he extrañado a alguien en el cine.

El cine y el fútbol, ojo a esta afirmación, van de la mano en el repertorio de mi vida. Jamás quise ser cineasta pero festejo su existencia tanto como la de los futbolistas. No soy ni uno ni lo otro, pero en cambio navego por “pichangas” tratando ser un crack y me basta con galardonarme siempre de ser el hombre que más sabe de fútbol en la reunión; y me dedico, por otro lado, a escribir de vez en cuando historias con el oscuro deseo de que quizás alguien las recoja y haga en mi honor una mala película.