"Puedo (quiero) resumir un poco, porque todo lo que toco se rompe".
Admiro a la gente con fe. A los que encuentran algo rescatable en medio de la tormenta más fiera. A los que profesan las frases “no hay mal que por bien no venga” o “todo pasa por algo”. Asumo que es el consuelo inmediato cuando se observa a un semejante caer en desgracia, y muy pocas veces el emisor se cree el mensaje. Pero al que de verdad se lo cree, lo admiro. Nunca antes había estado tan familiarizado con esa premisa. Mi vida hasta hace unos meses era un juego apacible, sin sobresaltos importantes. Lo he repetido hasta el cansancio pero el destino no me da tiempo de procesarlo, así que lo volveré a decir: contrapesando y descontando lo mágico de conocer a mi hijita, una racha negativa se ha posado sobre mi aura. Desde el lado emocional y afectivo hasta en la inspiración; y en el colmo de la intromisión, se ha colado en lo material. Ayer mientras salía de la casa de unos tíos me di con la sorpresa de que me habían robado la computadora del carro, que es como dejar sin corazón a un ser humano. Fue rapidísimo. En cuestión de minutos los choros habían realizado la tarea. Al salir a la calle los descubrimos con las manos en la masa, pugnando por seguir desmantelándome. No tuve miedo ni cuando hicieron el amague de mostrar una pistola. Estuve impávido largo rato, como preguntándole al guardián de mi cerebro hasta cuándo podría soportar tanto bajón. Ido y derrotado, observé lo que ocurría a mi alrededor. Un guachimán “distraído”, ineficientes policías, alarmante comprobación de pérdidas, distintas reacciones de mis familiares. Recordé que hace algunos años, con otro auto, me había sucedido lo mismo, y que desde esa fatídica noche, de vez en cuando interrumpía mis sueños con la misma pesadilla: llegar a mi carro y encontrarlo sin la computadora. Recordé también que cuando empezaron a caer como granizo las malas noticias a mi vida llegué a pensar que “lo último que falta es que me roben el carro”. No lo podía creer. Quería teletransportarme a mi cama y dormir un día entero. Reconstruir un ataque como el acontecido a mi Honda Civic no cuesta menos de mil dólares, y a razón de mis actuales gastos y mi presupuesto, el carro permanecerá así hasta diciembre… pero del 2011. Pero al fin y al cabo estamos hablando de algo material. Lo triste, y lo que me llevó a desahogarme frente a gente que me quiere pero que no me veía llorar desde hace mucho, fue la presencia desafiante del mal karma. Como si estuviese pagando por un pecado que desconozco. Pensé en el mail que me había mandado hace algunos días un viejo amigo que no veo hace más de un año, y conocedor de mi situación actual, me adjuntaba un poema que decía: “Pasarán estos días como pasan/ todos los días malos de la vida./ Amainarán los vientos que te arrasan/ se estancará la sangre de tu herida./ El alma errante volverá a su nido/ lo que ayer se perdió será encontrado/ el sol será sin mancha concebido/ y saldrá nuevamente en tu costado./ Y dirás frente al mar: ‘¿Cómo he podido/ anegado sin brújula y perdido/ llegar a puerto con velas rotas?’/ Y una voz te dirá: ¿Qué, no lo sabes?/ el mismo viento que rompió tus naves/ es el que hace volar a las gaviotas”. Lo paradójico es que, lo juro, estaba tomando muy bien los pesares. Los venía sobrellevando. Luchando contra tercos demonios, me disponía poco a poco a adentrarme a mi nuevo mundo alejando la pena y el rencor, con ganas de salir en búsqueda de desconocidos estímulos. Me había dicho “hasta acá llegó todo, ahora a subirla”, pero este nuevo golpe me deja una duda disfrazada de certeza: “¿Hasta acá? Las huevas”. Cualquier otro golpe puede aparecer, así que es mejor guardar la calma, dedicarme a resistir los fuertes vientos y esperar, agazapado y sin pedir mucho a cambio, que regresen las gaviotas a mi cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario