Un texto cargado de bilis. Un paréntesis a lo habitual. A veces las anécdotas negativas mueren recién acompañadas del teclado.
Hace algunos años, más o menos a mediados del 2003, un amigo con el que compartía mis horas universitarias (que tenían muchísimo más de ocio que de estudio) me incitó a buscar trabajo. Ya es el momento, me dijo, conozco un lugar en el que te dan chamba de hecho y no tienes que hacer mucho. Estudiábamos periodismo y llevábamos largo rato entendiendo que para poder destacar en esa rama en este país había que empezar literalmente desde el subsuelo, con largas jornadas de trabajo en lugares en los que no te remuneraban ni con un sencillo para el pasaje. Entonces lo único que atiné a preguntarle fue si el laburo era con paga. Claro que sí, me dijo con la genuina autosuficiencia que conserva hasta hoy cuando tratamos de aprovechar nuestras largas y pajeras conversaciones, ideando futuros y variopintos negocios.
Fue así que llegamos a postular al BCP, el banco con más clientela del Perú (este es un dato avalado por mi mera observación). Nos fuimos bien al terno y sin abandonar nuestras esencias: él no me lo decía pero ya se veía próximamente escalando puestos hasta aterrizar en la gerencia del banco, y yo le rezaba a todos los santos para que el taxista que nos transportaba se pierda o sufra algún percance que nos prive de llegar a la hora pactada, y así terminar en algún café de mala muerte de la avenida Brasil para meternos nuestros por entonces clásicos desayunos. Al fin y al cabo la vida para mí a los 21 años era eso: faltar a las clases para perder el tiempo junto a mi amigo con dos sánguches mixtos cada uno. El tema del trabajo y la independencia no me quitaban el sueño por el momento.
En efecto, mis oraciones casi se disfrazan de realidad, y el tráfico de la mañana sumado a un conductor despistado nos hicieron llegar con las justas al lugar, tanto que estuve a punto de convencer a mi amigo de abandonar la faena. Pero entramos. Y nos enfrentamos a nuestra primera batalla con el temible mundo laboral. Lo primero que llamó mi atención fue el grueso grupo de postulantes a los puestos vacantes. Mierda, me dije, cuánto huevón quiere ser cajero de banco. El hecho es que nos separaron en dos grupos, en uno estuve yo y en el otro mi amigo. Primero rendimos una eterna prueba psicológica y si mal no recuerdo también un sencillísimo examen para medir tu nivel numérico y verbal. Y después pasamos a una entrevista grupal en la que aprovechaban para conocer un poco sobre uno mientras analizaban tus facultades para enfrentarte a los clientes. Luego de cerca de tres horas en ese martirio, en mi grupo dieron los nombres de los primeros eliminados. Creo que el mío fue el tercero o el cuarto. Morí rapidito.
Qué vergüenza, me dije. Y encima tengo que esperar a que acabe este huevón. Salí con la autoestima por los suelos en búsqueda de un kioskito para comprarme una bolsita de chifles para menguar el agujero que tenía en el estómago y con lo primero que me encuentro en la calle fue con el cacharrazo de mi amigo. Habla, me dijo, ¿te escogieron? No, le dije a secas. A mí tampoco, sentenció desatando las carcajadas que han caracterizado todos estos años nuestra amistad.
No recuerdo si acabamos en algún huarique o si optamos por ir a la universidad a levantarnos la moral con las desgracias de algún compañero. Lo cierto es que hicimos un pacto para no volver a postular a ese tipo de trabajos. Decidimos, sin dejar de observar nuestro ego por los suelos, que lo nuestro iba más con el ingenio poco comprendido de la redacción, y que eso de andar en terno era para los cojudos.
Esta anécdota hubiese permanecido en algún escondite de mi memoria de no ser por lo que me ocurrió hace un par de semanas, algo que me llevó a pensar en el poder abusivo de los bancos y en la manera en la que el destino me alejó de sumarme a sus dominios. El día jueves 28 de octubre se corrió el rumor por mi oficina de que habían pagado el sueldo. Por una cuestión de rutina y para ver por fin de nuevo mi cuenta con saldo a favor entré a la banca virtual del BCP, y me di con la sorpresa de que el monto que figuraba en mi poder era superior al que debería tener. ¿Ya pagaron la grati? Para nada, me dijeron. En la pantalla figuraba que habían hecho un depósito de 2800 soles el martes 26, y que ese mismo martes, habían retirado del cajero 1420 soles.
Obviamente yo desconocía de dónde diablos habían caído esos 2800 soles, y más aún, me preocupaba el hecho de que habían utilizado mi tarjeta, mi clave y mi DNI para retirar un dinero del cajero. Inmediatamente fui al banco a reclamar, y ahí empezó una larga racha de situaciones que me sacaron de mis casillas. La primera señorita que me atendió me bloqueó la tarjeta y al instante me dio una nueva. Me dijo sutilmente sobre el dinero extra (unos 1380 soles) que “quedaba en mi conciencia” si lo tomaba o no. Lógicamente yo ya andaba saltando en un pie pensando en cómo iría a gastar ese monto, en que pagaría mis deudas y hasta me sobraría para comprarle algo útil y bonito a mi hijita y el par de zapatillas de fútbol que se me hacen urgentes. Pero la señorita me dijo “eso sí, has tu reclamo, pero hazlo por el hecho de que han retirado dinero sin tu consentimiento, no reclames por la plata extra”.
Le hice caso. Hablé desde los teléfonos que hay en el ingreso del BCP de Pardo. Me atendió una voz de hombre joven y poco servicial, indicándome que en 24 o 48 horas resolverían el caso, y que me llegaría a mi correo la respuesta. Yo colgué con más ganas de retirar el dinero extra que de sacarme las dudas, pero acto seguido, tenía bloqueada también mi nueva tarjeta. Quise acercarme a ventanilla para hacer la operación de retiro desde ahí pero me ganó el tiempo, debía regresar al trabajo y sin almorzar.
Ese jueves mi jornada laboral acabó casi a la par de la clausura de las oficinas del banco, y no tuve más remedio que esperar al día siguiente, fin de mes, fecha de pago y de cobranzas y de transacciones en todo el país. Me hice un espacio entre las nueve y diez de la mañana y llegué al banco a solicitar que me desbloqueen mi tarjeta, pero otra señorita, la tercera protagonista de esta historia, me dijo, parca y pedante, como si me estuviese haciendo un favor o como si yo fuese un cliente moroso, que no había sistema, y “no se sabe hasta qué hora”.
Ya andaba preocupado. Se avecinaba un fin de semana largo y no tenía más que centavos en la billetera. Acceder a mi cuenta era algo sumamente urgente. Tuve que comerme el día laboral con la cabeza en otro sitio, contando los minutos y rezando para que no aparezca algo de último momento que me retenga en la oficina más de la cuenta. A las cinco en punto, felizmente, salí como un rayo hacia el banco. Tenía hasta las seis para de una puta vez acabar con este trámite. Por la cantidad de gente aglomerada en el BCP me atendieron en Plataforma a las seis en punto. La cuarta protagonista de este tormento me retuvo mientras hablaba cojudeces por teléfono, y al comentarle mi situación, siendo las seis y tres minutos, me dijo que era imposible, que mi caso estaba siendo analizado por la sección Fraude del banco, y que ellos sólo atendían hasta las seis.
Le insistí, le dije que esto era ya un abuso, que debía realizar una serie de pagos y que me estaban perjudicando en demasía. Me comunicó por teléfono con la quinta despreciable de esta hecatombe. Se mostró atenta y predispuesta a resolver mi caso. Pero fue una trampa. Sólo actuó con velocidad y eficiencia para consultarme si yo conocía de dónde provenía una transacción a mi cuenta de 2800 soles. Error de principiante o de hombre desesperado, le dije que no. Ya, me dijo, en estos momentos la señorita que lo está atendiendo le va a entregar un papel que usted debe firmar permitiendo que el banco retire esa cantidad de su cuenta. Pero ya han retirado la mitad sin mi consentimiento, y desde un cajero, le contesté. Ah sí, me dijo algo nerviosa, entonces el banco va a retirar la diferencia. Sólo atiné a preguntarle si se vería perjudicado mi salario, y me dijo que no. Y después de solicitarle que por favor se me permita hacer uso de mi dinero, le pregunté por qué diablos había ocurrido todo este embrollo.
Ahí su voz empezó a tambalear, ya no hablaba con la misma fluidez con la que me había exhortado a firmar la bendita autorización. Me dijo que desconocía de dónde provenía el fraude, pero que sí se sabía con certeza que el dinero que se me había depositado correspondía a “otro cliente”. Agotado, decidí dejar de indagar para casi implorarle que me resuelva el desbloqueo de mi tarjeta. Siguió tambaleando y me dijo que era imposible, que incluso por ser feriado el lunes, no atenderían hasta el martes, fecha en la que el banco retiraría mi “no dinero” para que recién vuelva la normalidad a nuestra “relación”. Luego de que le alcé la voz y me desparramé con un trágico discurso sobre pagos y deudas y moras, me hiperjuró que al día siguiente, el sábado, podría retirar el 100% de mi sueldo en cualquier ventanilla.
Me retiré a mi casa derrotado y con ganas de matar a medio mundo. Demás está decir que el sábado, en lugar de aprovechar la mañana para descansar, estuve a primera hora en la sucursal del BCP de mi distrito, Barranco, para que la sexta protagonista, esta vez más amable pero no menos ineficiente, me reconfirme que sería imposible hacer uso de mi sueldo hasta el martes. Juro que sentí ganas de llorar. Felizmente conseguí alguien que me preste un dinero para poder sobrevivir todo el fin de semana largo. Claro, sin posibilidad de ningún lujo y vetando mis ganas de salir en búsqueda de la noche al menos en el puto Halloween.
Me puse a pensar en la importancia de los bancos en la vida de las personas. En cómo dependemos inevitablemente no sólo de sus horarios y de sus impuestos y de sus habilidades para la cobranza, sino también de sus errores. Y con la sed de venganza que me embargó, me sentí una hormiga en medio de la jungla. No hay nada por hacer, sentencié.
Al final he llegado a la conclusión de que el fraude no fue hecho por un “clonador” o un ratero monse. ¿Con qué motivo me depositaría un dinero para retirar sólo la mitad? El “choro”, el vivazo, proviene del mismo banco. Un trabajador ambicioso encontró un dinero extra, perdido por algún otro colega suyo en un acto de imbecibilidad, y lo colocó en la primera cuenta que encontró (me niego a aceptar que haya escogido la mía adrede), para luego, conocedor de códigos y contraseñas, hacer el retiro caleta. No me sorprendería que la misma señorita nerviosona que me mintió por teléfono obligándome a salir de mi cama por la mañana del sábado mientras ella dormía sin ningún tipo de remordimiento, esté involucrada en la faena. Sea cual sea el caso, la “aventura” que han tenido conmigo es muy grave, y habla muy mal de un banco ¿prestigioso? como el BCP.
En cuestión de 48 horas estuve en el cielo por la dicha de haber sido bendecido con un dinero extra y en el infierno de los trámites absurdos y la poca predisposición de ayuda. Lo jodido de los bancos es la habilidad de sus trabajadores de “pelotearte” de mano en mano, de teléfono en teléfono, de ventanilla en ventanilla con la clara misión de no comprometerse contigo. Uy, te entiendo, te dice uno, pero no te puedo ayudar, te comunico con otro. Y ese otro, lo mismo. Qué sarta de ineficientes.
No fue difícil, entonces, remontarme a la anécdota del inicio de este relato. No fue difícil acordarme de mi amigo y de lo mal que nos sentimos, en público y sobre todo en privado, por no haber sido escogidos para trabajar en el BCP. Ahora le puedo decir que nos chotearon por que vieron mucha honestidad en nuestros rostros y actitudes, y que si no estamos hasta ahorita vestidos de terno y corbata en las vacías y embusteras oficinas de los bancos es porque nuestra esencia, incomprendida y relajada, no tiene nada que contarle a la ineficiencia.
Fue así que llegamos a postular al BCP, el banco con más clientela del Perú (este es un dato avalado por mi mera observación). Nos fuimos bien al terno y sin abandonar nuestras esencias: él no me lo decía pero ya se veía próximamente escalando puestos hasta aterrizar en la gerencia del banco, y yo le rezaba a todos los santos para que el taxista que nos transportaba se pierda o sufra algún percance que nos prive de llegar a la hora pactada, y así terminar en algún café de mala muerte de la avenida Brasil para meternos nuestros por entonces clásicos desayunos. Al fin y al cabo la vida para mí a los 21 años era eso: faltar a las clases para perder el tiempo junto a mi amigo con dos sánguches mixtos cada uno. El tema del trabajo y la independencia no me quitaban el sueño por el momento.
En efecto, mis oraciones casi se disfrazan de realidad, y el tráfico de la mañana sumado a un conductor despistado nos hicieron llegar con las justas al lugar, tanto que estuve a punto de convencer a mi amigo de abandonar la faena. Pero entramos. Y nos enfrentamos a nuestra primera batalla con el temible mundo laboral. Lo primero que llamó mi atención fue el grueso grupo de postulantes a los puestos vacantes. Mierda, me dije, cuánto huevón quiere ser cajero de banco. El hecho es que nos separaron en dos grupos, en uno estuve yo y en el otro mi amigo. Primero rendimos una eterna prueba psicológica y si mal no recuerdo también un sencillísimo examen para medir tu nivel numérico y verbal. Y después pasamos a una entrevista grupal en la que aprovechaban para conocer un poco sobre uno mientras analizaban tus facultades para enfrentarte a los clientes. Luego de cerca de tres horas en ese martirio, en mi grupo dieron los nombres de los primeros eliminados. Creo que el mío fue el tercero o el cuarto. Morí rapidito.
Qué vergüenza, me dije. Y encima tengo que esperar a que acabe este huevón. Salí con la autoestima por los suelos en búsqueda de un kioskito para comprarme una bolsita de chifles para menguar el agujero que tenía en el estómago y con lo primero que me encuentro en la calle fue con el cacharrazo de mi amigo. Habla, me dijo, ¿te escogieron? No, le dije a secas. A mí tampoco, sentenció desatando las carcajadas que han caracterizado todos estos años nuestra amistad.
No recuerdo si acabamos en algún huarique o si optamos por ir a la universidad a levantarnos la moral con las desgracias de algún compañero. Lo cierto es que hicimos un pacto para no volver a postular a ese tipo de trabajos. Decidimos, sin dejar de observar nuestro ego por los suelos, que lo nuestro iba más con el ingenio poco comprendido de la redacción, y que eso de andar en terno era para los cojudos.
Esta anécdota hubiese permanecido en algún escondite de mi memoria de no ser por lo que me ocurrió hace un par de semanas, algo que me llevó a pensar en el poder abusivo de los bancos y en la manera en la que el destino me alejó de sumarme a sus dominios. El día jueves 28 de octubre se corrió el rumor por mi oficina de que habían pagado el sueldo. Por una cuestión de rutina y para ver por fin de nuevo mi cuenta con saldo a favor entré a la banca virtual del BCP, y me di con la sorpresa de que el monto que figuraba en mi poder era superior al que debería tener. ¿Ya pagaron la grati? Para nada, me dijeron. En la pantalla figuraba que habían hecho un depósito de 2800 soles el martes 26, y que ese mismo martes, habían retirado del cajero 1420 soles.
Obviamente yo desconocía de dónde diablos habían caído esos 2800 soles, y más aún, me preocupaba el hecho de que habían utilizado mi tarjeta, mi clave y mi DNI para retirar un dinero del cajero. Inmediatamente fui al banco a reclamar, y ahí empezó una larga racha de situaciones que me sacaron de mis casillas. La primera señorita que me atendió me bloqueó la tarjeta y al instante me dio una nueva. Me dijo sutilmente sobre el dinero extra (unos 1380 soles) que “quedaba en mi conciencia” si lo tomaba o no. Lógicamente yo ya andaba saltando en un pie pensando en cómo iría a gastar ese monto, en que pagaría mis deudas y hasta me sobraría para comprarle algo útil y bonito a mi hijita y el par de zapatillas de fútbol que se me hacen urgentes. Pero la señorita me dijo “eso sí, has tu reclamo, pero hazlo por el hecho de que han retirado dinero sin tu consentimiento, no reclames por la plata extra”.
Le hice caso. Hablé desde los teléfonos que hay en el ingreso del BCP de Pardo. Me atendió una voz de hombre joven y poco servicial, indicándome que en 24 o 48 horas resolverían el caso, y que me llegaría a mi correo la respuesta. Yo colgué con más ganas de retirar el dinero extra que de sacarme las dudas, pero acto seguido, tenía bloqueada también mi nueva tarjeta. Quise acercarme a ventanilla para hacer la operación de retiro desde ahí pero me ganó el tiempo, debía regresar al trabajo y sin almorzar.
Ese jueves mi jornada laboral acabó casi a la par de la clausura de las oficinas del banco, y no tuve más remedio que esperar al día siguiente, fin de mes, fecha de pago y de cobranzas y de transacciones en todo el país. Me hice un espacio entre las nueve y diez de la mañana y llegué al banco a solicitar que me desbloqueen mi tarjeta, pero otra señorita, la tercera protagonista de esta historia, me dijo, parca y pedante, como si me estuviese haciendo un favor o como si yo fuese un cliente moroso, que no había sistema, y “no se sabe hasta qué hora”.
Ya andaba preocupado. Se avecinaba un fin de semana largo y no tenía más que centavos en la billetera. Acceder a mi cuenta era algo sumamente urgente. Tuve que comerme el día laboral con la cabeza en otro sitio, contando los minutos y rezando para que no aparezca algo de último momento que me retenga en la oficina más de la cuenta. A las cinco en punto, felizmente, salí como un rayo hacia el banco. Tenía hasta las seis para de una puta vez acabar con este trámite. Por la cantidad de gente aglomerada en el BCP me atendieron en Plataforma a las seis en punto. La cuarta protagonista de este tormento me retuvo mientras hablaba cojudeces por teléfono, y al comentarle mi situación, siendo las seis y tres minutos, me dijo que era imposible, que mi caso estaba siendo analizado por la sección Fraude del banco, y que ellos sólo atendían hasta las seis.
Le insistí, le dije que esto era ya un abuso, que debía realizar una serie de pagos y que me estaban perjudicando en demasía. Me comunicó por teléfono con la quinta despreciable de esta hecatombe. Se mostró atenta y predispuesta a resolver mi caso. Pero fue una trampa. Sólo actuó con velocidad y eficiencia para consultarme si yo conocía de dónde provenía una transacción a mi cuenta de 2800 soles. Error de principiante o de hombre desesperado, le dije que no. Ya, me dijo, en estos momentos la señorita que lo está atendiendo le va a entregar un papel que usted debe firmar permitiendo que el banco retire esa cantidad de su cuenta. Pero ya han retirado la mitad sin mi consentimiento, y desde un cajero, le contesté. Ah sí, me dijo algo nerviosa, entonces el banco va a retirar la diferencia. Sólo atiné a preguntarle si se vería perjudicado mi salario, y me dijo que no. Y después de solicitarle que por favor se me permita hacer uso de mi dinero, le pregunté por qué diablos había ocurrido todo este embrollo.
Ahí su voz empezó a tambalear, ya no hablaba con la misma fluidez con la que me había exhortado a firmar la bendita autorización. Me dijo que desconocía de dónde provenía el fraude, pero que sí se sabía con certeza que el dinero que se me había depositado correspondía a “otro cliente”. Agotado, decidí dejar de indagar para casi implorarle que me resuelva el desbloqueo de mi tarjeta. Siguió tambaleando y me dijo que era imposible, que incluso por ser feriado el lunes, no atenderían hasta el martes, fecha en la que el banco retiraría mi “no dinero” para que recién vuelva la normalidad a nuestra “relación”. Luego de que le alcé la voz y me desparramé con un trágico discurso sobre pagos y deudas y moras, me hiperjuró que al día siguiente, el sábado, podría retirar el 100% de mi sueldo en cualquier ventanilla.
Me retiré a mi casa derrotado y con ganas de matar a medio mundo. Demás está decir que el sábado, en lugar de aprovechar la mañana para descansar, estuve a primera hora en la sucursal del BCP de mi distrito, Barranco, para que la sexta protagonista, esta vez más amable pero no menos ineficiente, me reconfirme que sería imposible hacer uso de mi sueldo hasta el martes. Juro que sentí ganas de llorar. Felizmente conseguí alguien que me preste un dinero para poder sobrevivir todo el fin de semana largo. Claro, sin posibilidad de ningún lujo y vetando mis ganas de salir en búsqueda de la noche al menos en el puto Halloween.
Me puse a pensar en la importancia de los bancos en la vida de las personas. En cómo dependemos inevitablemente no sólo de sus horarios y de sus impuestos y de sus habilidades para la cobranza, sino también de sus errores. Y con la sed de venganza que me embargó, me sentí una hormiga en medio de la jungla. No hay nada por hacer, sentencié.
Al final he llegado a la conclusión de que el fraude no fue hecho por un “clonador” o un ratero monse. ¿Con qué motivo me depositaría un dinero para retirar sólo la mitad? El “choro”, el vivazo, proviene del mismo banco. Un trabajador ambicioso encontró un dinero extra, perdido por algún otro colega suyo en un acto de imbecibilidad, y lo colocó en la primera cuenta que encontró (me niego a aceptar que haya escogido la mía adrede), para luego, conocedor de códigos y contraseñas, hacer el retiro caleta. No me sorprendería que la misma señorita nerviosona que me mintió por teléfono obligándome a salir de mi cama por la mañana del sábado mientras ella dormía sin ningún tipo de remordimiento, esté involucrada en la faena. Sea cual sea el caso, la “aventura” que han tenido conmigo es muy grave, y habla muy mal de un banco ¿prestigioso? como el BCP.
En cuestión de 48 horas estuve en el cielo por la dicha de haber sido bendecido con un dinero extra y en el infierno de los trámites absurdos y la poca predisposición de ayuda. Lo jodido de los bancos es la habilidad de sus trabajadores de “pelotearte” de mano en mano, de teléfono en teléfono, de ventanilla en ventanilla con la clara misión de no comprometerse contigo. Uy, te entiendo, te dice uno, pero no te puedo ayudar, te comunico con otro. Y ese otro, lo mismo. Qué sarta de ineficientes.
No fue difícil, entonces, remontarme a la anécdota del inicio de este relato. No fue difícil acordarme de mi amigo y de lo mal que nos sentimos, en público y sobre todo en privado, por no haber sido escogidos para trabajar en el BCP. Ahora le puedo decir que nos chotearon por que vieron mucha honestidad en nuestros rostros y actitudes, y que si no estamos hasta ahorita vestidos de terno y corbata en las vacías y embusteras oficinas de los bancos es porque nuestra esencia, incomprendida y relajada, no tiene nada que contarle a la ineficiencia.
Mi amigo y yo seguimos soñando con algún proyecto juntos. Nos reunimos a veces y (siempre) prometemos pronto novedades. Aún trabajamos en zapatillas y despreciamos a la burocracia, y nuestras reuniones “laborales” siguen desembocando en carcajadas y tragaderas. Lo triste es que a la hora de pagar, lo hacemos con tarjeta.
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