jueves, 3 de noviembre de 2011

El Centepost: el final (Y)

"No digas nada, vete de aquí".


Un día de diciembre del 2007 el fruto de varias introspecciones insomnes se hizo realidad y emprendí en la blogósfera el atormentado camino de Conciencia en Offside. Lo hice con el propósito de que los textos que de vez en cuando me dignaba a escribir dejasen de apolillarse en los archivos de la computadora de mi familia, aquella máquina gigante que reposaba en el tercer piso de una casa que ya no existe. Hice público el acontecimiento mandando la dirección a todos mis contactos del Messenger, ese hoy obsoleto campo de batalla, y recibí con simpatía las respuestas de varios de ellos, llenas de felicitaciones y pedidos de que siga escribiendo. Eso hice. Aunque mi ejercicio de postear con religiosidad cada cierto tiempo fue inversamente proporcional a la frecuencia de aquellos halagos iniciales que marcaron un debut y despedida. Pero el blog siguió. Y siguió para beneplácito de mis verdaderos lectores: los incondicionales (amigos íntimos y familiares) y los que se fueron sumando sin necesidad del Messenger.

Casi cuatro años después, ya alejado de aquella casa de mi familia, me encuentro escribiendo el post número 100 de la vieja conciencia, esa que me atormentará para siempre pero a la que prometo alejarla algún día de la embustera trampa del offside. En el camino el objetivo de “desapolillar” mis textos fue cumplido, llegando a posicionarme entre mi entorno, no como un escritor, pero sí como alguien que escribe. El blog me permitió ganar la batalla por un puesto en el trabajo que hoy me acoge, dejándome la certeza de que su existencia es la viñeta más importante de mi currículum. Y por el blog pude tentar algunos “freelos” que pararon mi escueta olla.

Pero lo más significativo de la existencia de Conciencia en Offside radica en el hecho de que dándole vida me he convencido de mi estatus de escribidor. He aceptado la condena del que se siente incompleto sin la página en blanco al acecho. Y he decidido vivir como tal, con las penumbras e incertidumbres, con los halagos que no incrementan bolsillos, con el agudo guiño de la indiferencia, con esa maldita devoción por la tristeza que jamás le dará cobijo a la palabra satisfacción. De todo aquello se desprende la razón del por qué escribo, que bien podría ser el motor de mi sobrevivencia en un mundo que cada vez le deja menos espacio a los de mi calaña.

Yo escribo porque es la manera más sólida que he encontrado para comunicarme. La timidez, esa huella indeleble, me ha ganado casi todas las batallas, salvo las que sucumben con el punto final de un texto, que son mis favoritas. Ahí la timidez, esa diosa posesiva que me domina desde que tengo uso de razón, no puede conmigo. Escribiendo adopto personalidades que no afloran con mi voz. Transmito sentimientos impensados para mis gestos. Me muestro con la seguridad que mi postura no tolera ni dos minutos. Escribiendo, sobre todo, puedo sacar a flote un ser humano que me agrada, hecho que no ocurre ni con mi voz, ni con mis gestos, ni con mi postura.

Conciencia en Offside conserva todo lo que escribí en casi cuatro años. Se han quedado en el cajón algunos cuentos que no llegaron a buen puerto y, quiero creer, aún guardo en mi cerebro lo mejor de mi narrativa. Mi blog resume toda una etapa en la que empecé como el hijo mayor que se resistía a dejar su estatus de eterno estudiante en una familia que podía perdonarle sus estupideces. Y lo termino hoy, con el post número 100, siendo un orgulloso padre de una niña que perdona mis errores, y que es la única persona que ha sido capaz de desligarme de mis inmadureces, trasladándome a los dominios de esta sociedad impía. En el trayecto he visto cómo algunas cosas se han desmoronado. Los lujos, la comodidad, el relajo, el amor, mis sueños indecisos. Pero se han afianzado otras: el nuevo amor, las amistades verdaderas y el poder de la sangre, de la familia, el único vínculo eterno que dibuja mis sueños definitivos en la silueta de mi hija Inés.

Nada es para siempre y considero que Conciencia en Offside, en un reconocimiento a la perseverancia y a la desfachatez, ha caminado lo suficiente. Ahora me toca trascender buscando otros medios que aún desconozco, tratando de seguir por el sendero que insinué con cada post, volviendo realidad las promesas tácitas; y en esa índole, el blog se estaba convirtiendo en una barrera. Bauticé así a mi página porque mi conciencia me decía que algo debía hacer con la escritura, que no debía escribir para fantasmas y que debía presentarme ante el mundo como alguien que necesitaba decir cosas, comunicar, susurrar, gritar cosas. El offside llegó porque siempre supe que tener un blog era tan sólo el punto de partida, que aquello no significaba ningún tipo de mérito ni de premio. Y que en lenguaje futbolístico, con mi blog yo andaría aún fuera de juego. Pero ya me cansé del juez de línea...

Les agradezco a todas las personas que algún día le hicieron clic a esta página que se caracterizó por ese fondo negro tan enemigo de la vista. A los que alguna vez, pese a eso, gozaron con la lectura. A los que les pude robar una sonrisa, una carcajada, una lágrima, pues como diría uno de mis mejores amigos, si eso ocurre, escribir “será un premio más valioso que el dinero”. A los que anclaban en Conciencia y se decepcionaban con mis épocas de sequía. A los que no aguantaban y me reclamaban el abandono. Al que me leía en silencio. A la que me leía en silencio. Al que me dejó algún comentario. A los comentarios desconocidos. Al que me recomendó entre sus allegados. A la que me “marketeó” alguna vez. Al que se volvió mi seguidor. A la que me dejó de leer. A la que me leyó con amor. Al que me leía los viernes. A los que me leían desde lejos. A los que se merecieron una dedicatoria. A los que me agradecieron una dedicatoria. A los que partieron en este período y tuvieron un post de despedida. A los que vieron en mi blog un termómetro de mi estado de ánimo, que son los que más saben. Y al muchacho que se apoderó de mí estos años para darle eternidad a las frases que se amontonaban en mis pensamientos, y me llevó a aceptar por fin que me quiero y que me respeto. Y que me admiro. Nos volveremos a ver.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Caligrafía (Y)

Anduve de viaje hace unas semanas, y escribí estos textitos en mi cuaderno. Descubrí que no soy nada sin la computadora. Mi letra es exageradamente fea.






I
Arribar al aeropuerto; dejar el equipaje; esperar hora y media para ingresar a la puerta de embarque porque has llegado tempranísimo; recorrer con una mezcla de tranquilidad y vértigo todo lo recorrible; el vértigo te lleva a pensar en lo de siempre: los huevos (o la verdadera necesidad) que deben de tener los burriers, pues de sólo pensar en la posibilidad de cargar con medio troncho en los bolsillos te cagas (literalmente) de miedo; en la zona de embarque jugar a adivinar el destino de los que te rodean, inventándoles excéntricas historias, llegando a la conclusión de que estaría bueno que te asignen una compañía agradable en el asiento del costado; subir al avión, no sin antes sacar desde el fondo de tu ser ese espíritu religioso que ignoras en el día a día; comprobar que de todas las compañías posibles, la tuya es la peor: brazos anchos que te quitan espacio, dudoso higiene y vejiga inquieta, permiso; llegar al destino; hallar tu maleta mientras te dices que esta vez no tomarás uno de los taxis que se encuentra al acecho en el aeropuerto; por flojera y cansancio (has caminado mucho para salir del aeropuerto con un par de maletas en las que guardas exagerado equipaje), no regateas el precio al taxista de turno, apenas inferior al de la última vez; encontrar la forma de embarcarte a tu destino final, a cinco horas de distancia; soportar un camino que si tiene una recta, dura dos segundos; sentirte asorochado, cansado y malhumorado; encontrar a tu contacto; instalarte en un hotel; hacer zapping hasta descubrir en qué canal está Fox Sports, memorizar el número y que te sirva de punto de anclaje en esa actividad absurda (y adictiva) de apretar botones sin ver nada y viendo todo; tomar una ducha que mengüe tu cansancio y tu hediondez; notar que el agua caliente no funciona; llamar a recepción; esperar cinco minutos con el agua corriendo; cambiarte; salir; empezar a trabajar.

II
He pedido una crema de tomate como entrada. La última vez que ingerí una fue también en Cusco. No recuerdo en qué local pero con seguridad no fue en este, que debe ser de lo peorcito en esta ciudad gastronómicamente cada vez más amiga del turismo. Necesito gastar 15 soles y aquí el menú, que incluye si lo deseas una lasagna, cuesta así. La última vez mi crema llevaba queso parmesano en abundancia, derritiéndose con arte en el sombrero del plato hondo. No me han traído queso esta vez, y me digo a mí mismo que se lo pediré al mozo, un muchacho muy delgado con rasgos andinos que por cuestiones que atribuyo a la nacionalidad del propietario del local (a quien imagino panzón y renegón) se dirige hacia mí con acento argentino. Tarda mucho el mozo. Soy el único comensal del restaurante, así que intuyo que no volverá hasta que haya acabado con mi deliciosa, aunque carente de queso, crema de tomate. No me equivoco, y desde lejos lo escucho hablar (con su acento original) con el cocinero, y de vez en cuando se oyen carcajadas. No recuerdo en cuál de mis viajes a Cusco fue la última vez que consumí la crema de tomate. Tengo dos posibilidades en la cabeza, y la más nítida me traslada a un amigo que no veo hace tiempo. Sólo sé con certeza que fue aquí, y que pese a que me maravilló el plato, no lo volví a probar, se quedó náufrago en el escueto mar de mis antojos. Sé que la próxima vez que lo pida será también en Cusco. Y que como aquella vez de mis recuerdos y como hoy, no le dejaré propina al mozo. Así me venga atiborrada de queso.

III
Yo no podría vivir en la sierra.

IV
He viajado mucho por el Perú últimamente. Es una de las bondades de mi trabajo. Un acto que me genera ansiedad y molestias pero que siempre desemboca en placer. Lo hago sin compañía, como hoy que le doy una pausa a mi caminata y me ubico en las escaleras de la Catedral del Cusco. Siempre me he llevado bien conmigo mismo. Estar solo no me mortifica, todo lo contrario. Me doy cuenta, mientras observo de reojo a la gente pasar por la cosmopolita Plaza cusqueña, que estos viajes solitarios son la única posibilidad de confrontarme que poseo actualmente, el único espacio en el que puedo hacer una pausa y meditar en qué va mi vida. Lima se ha vuelto un vértigo para mí. Y tengo motivos suficientes para someterme a eso. Ahora pienso en el pasado. Mis ojos captan la panorámica de un ambiente multicolor y el aire frío y seco hace que me sienta tan extranjero como el par de gringos que me acaban de regalar una sonrisa. Debo sonreír yo también. Entonces recuerdo a la Lima sin el vértigo y retornan el letargo aplastante, el desinterés por los días soleados, la depresión graficada en un cuarto oscuro y pequeño desde donde decidí una noche empezar a morir. Y de pronto, vuelve el vértigo. Y aparece un gustito asolapado por el pudor que me indica que el vértigo es triunfo. Y me digo a mí mismo que si algo debí hacer mientras deambulaba por mi ex Lima fue alejarme. Viajar como lo estoy haciendo ahora hubiese significado un respiro más que necesario. Eran épocas en las que estar conmigo mismo no fue tan grato. Y de haber aterrizado tal vez en Cusco, como hoy, ese hombrecillo abatido y yo nos hubiésemos reconciliado. Quizás así estaríamos más preparados para afrontar el vértigo actual, y ya no necesitaríamos marcharnos lejos para recordar que coexistimos, y que somos lo más importante, y que pese a las tempestades y a la presencia sigilosa de ese cuarto oscuro, nos soportamos.

V
Tengo hambre. Estoy en Abancay. Acabo de llegar luego de un viaje interminable. Son casi las cinco de la tarde y tengo en el estómago un mísero paquete de galletas que me entregaron en el avión que me trasladó al Cusco, para luego subirme a una combi y a un taxi para llegar a mi destino. Abancay está lleno de pollerías y de chifas, como todo el Perú. Pero yo quiero una pizza. En mi último viaje, en Sicuani, una ciudad cusqueña, encontré una pizzería extraordinaria en donde almorcé y cené los tres días que permanecí ahí. Llegué a la conclusión de que el hecho de que exista una buena pizzería levanta las bondades de una ciudad de manera automática y eterna. Sicuani y su frío y su melancolía y sus noches solitarias serán para mí siempre una pizza artesanal con la música de fondo de un disco en portugués repitiéndose y repitiéndose. Me han comentado que hay una buena pizzería aquí en Abancay. Se llama “Adriana”, y según una señora que conocí en el camino, ahí preparan “la mejor pizza del mundo”. La señora también me dijo que Abancay era precioso, y a juzgar por lo que veo, aquello de la pizza bien puede ser una vil mentira. Llego hacia “Adriana”. El restaurante está cerrado. Nunca sabré si la pizza que hacen ahí es la mejor del mundo (ahorita mi estómago sólo me dice que la mejor está en Sicuani). Comeré medio pollo a la brasa. Y Abancay pasará por la película de mi vida viajera sin pena ni gloria.

VI
Quisiera que estuvieras aquí.

VII
Una vez lloré de frío. Fue en Espinar, una ciudad en el Cusco más autóctono a la que llegué para cubrir un evento de deporte de aventura. Dentro de las actividades estaba programada una fiesta al aire libre entre los cerros de una zona denominada “Tres cañones”, que fungiría luego como “cancha” para los deportes extremos. Andaba con un abrigo suficiente como para contrarrestar la garúa en Lima, pero en la noche de Espinar me estaba congelando. No cesaba de moverme en búsqueda de calor. Extrañé la presencia de una mujer. Estaba dispuesto a abrazar a cualquiera. Llegó un punto en que la desesperación se apoderó de mí, y por primera vez sentí empatía por esa gente que literalmente se muere de frío. Era un viaje numeroso. Había varios periodistas y un grueso grupo de turistas extranjeros, pero yo me sentí más solo que nunca. Hasta que divisé a lo lejos una fogata. Llegué a un paso del desmayo y santo remedio. Poco a poco el fuego fue calmando mi cuerpo. En este viaje he ido hacia una zona alta en Ayacucho a entrevistar a unos beneficiarios de la ONG en la que trabajo. El frío que deben soportar por las noches es verdaderamente inhumano. Llegué de día y en un momento el clima empezó a tornarse gélido. ¿Qué pasa?, me dijeron, ¿tienes frío? No, les respondí. Y me juré jamás volver a llorar de frío.

VIII
Una vez más, pasaré la noche en el Cusco. La última vez me dediqué a deambular por la ciudad hasta cansarme y terminé en un local a punta de chilcanos, música electrónica y conversaciones con un barman. Hoy me he cruzado con un par de amigos con los que he quedado en encontrarme luego, por lo que mi noche no será tan solitaria. Igual, sé que la acabaré con ganas de más. Subiré a un avión mañana y Cusco habrá sido nuevamente un bonito paréntesis de mi jornada laboral. Hasta que vuelva inmerso en un viaje de placer, será siempre mi paréntesis favorito.

IX
En el romance pactado por la escritura, el cuaderno es el escenario propicio; pero la tinta la novia que siempre amenaza con dejarte.

X
En Lima, qué bien.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Tus pasos: mi orgullo (Y)

Muchacha "Pequeños pies" no corras más; tu tiempo es hoy"



Hace un par de semanas la siempre difícil liturgia de dejar a Inés en su casa tuvo un matiz de triunfo. Me abrió su mamá, y antes de entregarla a sus brazos, la coloqué en el piso en posición erguida y le solté las manos. Inés recorrió los cuatro pasos que nos distanciaban y llegó a la meta, disfrazada de un abrazo y gritos de emoción. La escena me sirvió para cerciorarme de lo que había sospechado minutos antes: yo le había enseñado a caminar a mi hija.

O bueno, conmigo había dado por fin los primeros pasos en autonomía. Inés desde hacía varios meses andaba a ritmo veloz cuando se sentía protegida por las manos de cualquiera. Pero en un período que tuvo altas y bajas, no se decidía a soltarse. Empezó con mucha viada dejando en el resto la esperanza de que sería una de esas niñas de las que se dice “aprendió antes del año a caminar”. Pero en un impulso que tuvo mucho que ver con el miedo o el pueril sentido del peligro, había decidido quedarse quieta, retrocediendo en lo aprendido, dejando sus dotes de superdotada como un paréntesis en su aún breve historia.

Pero esa noche de hace un par de semanas, mientras estaba en mi casa, aquel departamento resbaladizo encallado en la barranquina calle Junín que de vez en cuando le sirve a Inés para dormir con su padre y para poner de vuelta y media absolutamente todos los objetos que estén a su alcance, había caminado.

A partir de ese momento Inés ha dejado de ser una bebé. Ahora es una niña de 15 meses que se desenvuelve por diversas zonas sin requerir apoyo. Ahora es una persona que puede decidir hacia qué punto desplazarse, hacia qué brazos anclar; en qué espacio jugar, en qué espacio descansar.

Mi vida también ha cambiado desde que Inés camina. Fuera de gozar de la dosis de quietud que anhelaba mientras me hacía añicos la espalda por servirle de andador, ahora debo estar mucho más alerta, pues en cualquier momento se puede caer, en cualquier momento se puede dar un mal golpe, en cualquier momento me puede sorprender husmeando por los enchufes o metiéndose sin que lo note cualquier objeto a la boca. La responsabilidad ha aumentado ahora que es más libre. Es la ley del padre.

Pronto va a llegar el día en que me anuncie con su vocecita ronca que se irá a la tienda a comprar, y aunque me retuerza de miedo, tendré que dejarla salir. Por el momento es un ser encantadoramente pequeño que entiende absolutamente todo, incluso la manera en la que puede enfadarme y cómo lograr que sucumba a sus órdenes. También la forma en que me derrite de amor, con esos gestos y muecas que cada día comunican más. Por el momento es un ser que camina libre pero sabiendo que aún tiene a alguien que la protegerá hasta del viento, sabiendo que todavía forma parte de mi cuerpo.

No se manda a decir “papá”, pero cuando le preguntan por mí, me lanza sus ojos profundos y le dice a su receptor: “ahí-taaaa”. Ya aprenderá a hablar, y como en toda gran historia, muchos querrán sumarse al reparto y adjudicarse méritos del tipo “yo le enseñé eso” o “conmigo fue la primera vez que hizo lo otro”. Por eso me adelanto al mundo y digo que fue conmigo que aprendió a caminar. Que yo fui su primer testigo en esa difícil prueba con su destino. Y que al hacerlo, aún con mis tropiezos y mi desordenada manera de educarla, aún con mi inmadurez y mi aprehensión a la irresponsabilidad, me regaló ese sentimiento que es más sincero cuando es potestad de los padres, y que me lleva a afirmar que me siento orgulloso de mi hija.

lunes, 25 de julio de 2011

Amor exagerado (Y)

"Hoy es hoy; ayer fue hoy ayer".



Mi amigo Haruki Murakami, haciéndole compañía a mi pánico en un vuelo Lima – Cusco, me contó que en algún período de la antigua Grecia se tenía la creencia de que los seres humanos podían ser de tres maneras: hombre-hombre, hombre-mujer o mujer-mujer; y que los dioses, en un inexplicable arranque de furia (a los dioses no se les puede reclamar nada, me dijo) los habían cortado de un sablazo por el medio, condenando desde entonces a todos a buscar a su otra mitad alrededor del mundo. Murakami utilizó la anécdota para hacerle entender a uno de sus personajes que su actitud de estar en constante paz con él mismo no le sería eterna, y a mí me hizo pensar en Vida.

Es que desde hace unos seis meses se me hace inevitable evocarla, tanto en momentos profundos como en los banales, tanto en las noches que me regala su indispensable compañía como en los días que la siento lejana, y me convenzo una vez más de mi posición de enamorado, y le agradezco la posibilidad de impregnarle a mi vida la V mayúscula.

El mensaje de Murakami iba a la imposibilidad del ser humano de afrontar su existencia en soledad, y mientras me decía a mí mismo que en este mundo hay de todo y para todos, le daba gran parte de la razón. Yo anduve soltero algo más de cuatro meses (poco tiempo teniendo en cuenta mis antecedentes) y jamás me tembló el labio para decir que lo que yo buscaba en el fondo del desenfreno y los gritos de libertad era dejar de serlo. Pero el hecho de que haya ocurrido tan pronto se debió en un 100% a la (re)aparición de Vida en mi vida. Si no era ella no era otra, de eso estoy seguro. Con ella todo fluye, con ella todo es más sencillo, más promisorio.

Vida a veces me mira con sus ojos de caramelo y sus pupilas me dicen que todavía no se convence del amor que le profeso. Lo hace como si no se sintiese merecedora de una relación reposada, ajena a lo que le fue enseñando el destino y sin espacios para la actitud que había decidido adoptar para el futuro tras largas jornadas de introspecciones. Al minuto la convenzo y la reconquisto, y me retribuye el afecto de una forma desconocida para mi alma, como si fuese yo el verdadero salvador y no ella la que por fortuna fue capaz de encontrar mis pedazos regados en alguna calle de Barranco y de reconstruir una mejor versión de mi persona.

Vida tiene el escudo más terco que el mío, pero de corazón somos muy parecidos. Por eso nuestras reservadas cursilerías encajan perfecto, aunque las mías son recibidas con pequeñas dosis de ficción. No me cree cuando le digo que los sentimientos que me llevaron a acercármele una noche con aromas a nuevo año datan del pasado, y mucho menos cuando le juro que fue ella la primera mujer que me condenó al insomnio, en épocas en las que el actual milenio recién amenazaba con posicionarse en la mente de la gente.

Yo recuerdo perfecto la noche que no pude dormir pensando en ella. Vida era una amiga muy cercana de mi hermana en el ocaso de la infancia, cuando los besos, los romances y los problemas se resolvían (o se anhelaban) en cuchicheos de madrugada y cartitas adornadas con stickers y huachaferías. Y había pasado casi todo el verano en mi casa de San Bartolo. Era linda y entretenida, era tierna y “mosquísima”, combinaciones que poco a poco me llevaron a pensar en ella más allá de los panes con mantequilla que compartíamos en las sobremesas de mi familia.

Pero recién un par de años después fue “legal” involucrarme con las amigas de mi hermana. En los tiempos de Vida pensar en eso era casi un delito. De hacerlo, o siquiera de intentarlo, la diferencia de edad (de 17 a 14) me depositaría en un indeseable estado entre el “roba cunas” y la pedofilia. Por eso me carcomía el cerebro y luchaba contra mí mismo por alejar los sentimientos que se generaban cuando la tenía cerca. Todo acabó con esa noche de insomnio. Al día siguiente la volví a ver. Volvió junto a mi familia a San Bartolo a seguir volando, y amparado en la obligada resignación, le dije adiós sin que se enterase jamás de mi saludo. Nunca comenté lo que me pasaba con nadie, y decidí empezar a quererla como se quiere a una prima, o a un familiar cercano. Pese a que para ella, que se hacía mujer sin que nos diéramos cuenta, siempre fui pan con mantequilla.

Los años pasaron, y al fin y al cabo yo también era un niño que empezaba a hacerse hombre, y me enamoré de otra quizás al día siguiente, y luego otra se enamoró de mí, y una distinta me volvió a quitar el sueño, y apareció por fin la que me dijo que sí. De Vida cada vez supe menos, pero con el ojo del cariño, estuve pendiente de sus movimientos lo más que pude, hasta que se convirtió en alguien que me podía cruzar por la calle y por esas cosas del destino, quizás ni saludar con las cejas. Su vida entró en una vorágine intensa, con la energía de una banda sonora sostenida por fuertes platillos de batería, y yo fui la voz cantante de un dueto que acostumbró al público a los grandes éxitos, pero que internamente fue pasando de moda.

Pero como diría uno de mis mejores amigos, “no vale la pena hablar de aquellos años pasados”. En todo caso, el único pasado que vale es el que nos incumbe sólo a los dos, con esas primeras aproximaciones en nuestros días de enero, cuando a Vida la luz de la desconfianza no le permitía dejarse abrazar del todo, y yo me empecinaba en enamorarla sin contar con que en el ínterin me estaba enamorando yo. Ahora el presente nos acoge cada vez más íntimos. Con muchas cosas aún por aprender, por supuesto, pero con el deseo de hacerlo juntos.

Estoy muy feliz con ella, exageradamente feliz. Con el tiempo Vida ha multiplicado los atributos que me llevaron a quererla hace años de años, y que son precisos para volverme loco: linda y entretenida, tierna y “mosquísima”; inocente y madura, libre y pese a eso, mía.

Es cierto que llevamos poco tiempo de novios, que aún son prematuras las sentencias, y que tanto ella como yo tenemos la histórica predisposición de entregarnos por completo a nuestras parejas, y eso es gasolina infalible para el motor de nuestra unión. También es verdad que conocemos aspectos duros e inevitables de los romances, como el fracaso, las peleas y la llegada de la rutina, esa diosa agridulce. Pero Vida me ofrece con su compañía el alejamiento del temor, el deseo de ponerme una vez más la camiseta y de salir a jugar el partido con la confianza de que lo haré (lo haremos) de la mejor manera.

Me gustan cada una de sus sonrisas, llevándose el premio las que aparecen cuando se enternece, arrugando su pequeña nariz. Me gustan sus carcajadas cuando festeja mis ocurrencias o encuentra por el camino algo gracioso, contagiándome de su jocosidad. Me gusta cuando me habla de cosas serias y se entusiasma con su monólogo veloz, y hace una pausa para tomar aire y sigue y sigue. Me gusta la humildad con la que me da la razón cuando la tengo y la sinceridad con la que pide perdón si es debido. Me gusta su gesto de viejita cuando está concentrada y la exagerada manera en que la chicha le dibuja las comisuras de los labios. Me gusta dormir con ella así sea en su camita chiquitita. Me gusta despertar con ella y que al despedirnos me diga que me va a extrañar.

Vida a veces sucumbe a los golpes de la vida en minúscula, y sus ojos de caramelo dejan de brillar. Yo me conmuevo y me frustro por no poder resolverle los problemas, por no poder devolverle la encantadora manera que tiene de ayudarme a sobrellevar los míos. Pero he aprendido que cada persona es distinta, que cada relación es distinta, que todo, inclusive (y sobre todo) el amor y la confianza, tienen sus propios procesos, y llegará el día en que le pueda retribuir esos “favores”. Ella está acostumbrada a ganar la batalla sola, a surcar con un ingenio digno de admiración las trabas que aparecen en su camino. Y por el momento mi presencia actúa como su principal motivación para sacar a flote todo su talento, y eso es suficiente. Por eso cuando la luz retorna a sus ojos yo sonrío. Y mi vida vuelve a empezar con mayúscula.

Ya nunca más seré pan con mantequilla para Vida. Ahora soy el hombre al que le pregunta dónde estuvo todo este tiempo, y en el que cada día confía más. Ella sigue siendo la niña hermosa de siempre, convertida en la mujer que contemplo de madrugada, en el pasaporte perfecto para reconciliarme con el mundo de las relaciones de pareja. Porque estoy seguro, los de mi calaña fueron los que más la sufrieron con el sablazo de los dioses mencionado por mi amigo Murakami, y a su lado me siento en paz.

Vida me dice a menudo que soy un exagerado, tanto por mis achaques de hipocondríaco empedernido que ha aprendido a manejar rapidísimo, como con mis reacciones, atiborradas de perdones, cada vez que mis torpezas me llevan a meterle un pisotón o a golpearla ligeramente al pasar. Es que cuando Vida se alejó de mi mundo, una indescifrable tarde entre finales de los noventas e inicios del dos mil, deseé con todas mis fuerzas que sea feliz, que no sufra más de la cuenta, que no aparezca nunca el bichito del dolor por su camino. Y ahora que depende de mí colaborar en aquello con amor, exageraré y exageraré.

jueves, 14 de julio de 2011

En reemplazo de las flores (Y)

"Parece que fue ayer cuando se fue al barrio que hay detrás de las estrellas"


Alguna vez, en uno de los pocos cursos que llevé en la universidad que en verdad me sirvieron para algo, me encomendaron elaborar una crónica sobre la locura. En búsqueda de un personaje acorde al tema recurrí a mi tío-abuelo Gerardo Vargas Herrera, más conocido como “El tío Pavo”, apelativo que obedecía a su piel colorada cuando joven, y no a su manera de ser, pues parte de lo que el Pavo no supo en su vida fue ser pavo, lorna o cojudo. Acudí a él porque era el único hombre que conocía que bien podía ser catalogado como loco. Y no me equivoqué. La crónica obtuvo buenas críticas de mi profesora de entonces, reconocida por destrozar las ilusiones de los incipientes redactores, y se enganchó tanto con el personaje que meses después me la pidió porque la quería utilizar en una recopilación de buenas historias de sus alumnos.

En aquel encuentro con el Pavo tuve dos certezas: la primera, que efectivamente estaba loco; y la segunda fue que jamás lo volvería a ver. Y así ocurrió. Aquella tarde del 2004, acomodado junto a mi padre, mi hermano y mi tío-abuelo en la mítica casa de la calle Amazonas en Magdalena, en donde pasé alucinado por la criollada, el amor y los curiosos objetos gran parte de mi infancia, me despedí del Pavo para siempre. Lo hice prometiéndole una nueva visita pronto y sintiendo lástima por un personaje marginal, complicado, amargado, encantador y solitario.

Me he enterado hace unos minutos de su muerte, acontecida hace siete días. Y ha sido tal como lo imaginé, un día se cansaría de la soledad y le diría adiós a este mundo, no estaríamos en su entierro pues desde el asilo en el que a duras penas sobreviviría no tendrían registro nuestro, y yo no derramaría ninguna lágrima.

La indiferencia que tuvimos con él nos va a pesar toda la vida. Al fin y al cabo fue un hombre que llevaba nuestra sangre, que alguna vez supo cuidar a mi padre y a sus hermanos (sus sobrinos), que paseaba por su barrio largas horas a mi hermana bautizándola orgulloso como “la reina de Magdalena”, que nos hizo carcajear con sus ocurrencias y sufrir con sus recaídas en el alcoholismo y la drogadicción. Pero parte de culpa de ese voluntario alejamiento la tuvo él. Sin querer, pues la suerte no le sonrió jamás, y no llegó entre otras cosas a casarse ni a tener hijos que velen con todas las de la ley por su bienestar; y queriendo, pues colaboró con decepciones en la faceta impuesta de seguirle los pasos hasta el punto de cansar a todos, y tuvo la osadía de hacerle la vida imposible a su hermana Alicia, mi abuela, y los Reaño tenemos la consigna de que el que se atreve a meterse siquiera un poquito con ella muere para nosotros.

El Pavo fue la oveja negra de mi familia, un ejemplo a no seguir. Lo invocaban conmigo cuando recién empezaba mi relación con el alcohol, y me decían: “cuidado, tú tienes en los genes ese vicio”. Y todas las últimas y esporádicas noticias que teníamos sobre él eran negativas: volvió a tomar, insultó a mi tío, ha hecho de la casa de Amazonas un muladar. Pero el cartel de “héroe” que toma un hombre al morirse es inevitable, incluso en él, que toda la vida nadó en el mar de la derrota. Hoy lo quiero evocar con felicidad, como el personaje que conservaba en el cuarto más desordenado que veré en el mundo cada uno de los regalos que le hacíamos por Navidad (el pendenciero guardaba hasta las envolturas, no sé si los vendería después pero jamás lo veíamos con las prendas, relojes o, mucho menos, perfumes que le obsequiábamos). El amigo que “hacía la juerga” con sus ocurrencias y cuya colaboración en la “chancha” para el trago fue siempre ir a comprarlo a la bodega. El chacotero que patentó en mi memoria frases como “salud por ellas… las botellas”, o “mujer que no jode es hombre”, o su famosa “si lo ves lo saludas”, utilizada al despedirse de cualquiera sin referirse a nadie en particular.

Mi viejo me cuenta que cuando murió su padre, esposo de la hermana del Pavo, este se lamentaba metiéndose cabezazos contra la pared diciendo “¡por qué no me morí yo conche su madre!”. Confieso que años de años yo me hice la misma pregunta, por qué se tuvo que morir mi abuelo cuando mi papá tenía 13 años, por qué crecí con su ausencia y con las huellas del dolor, y en su “reemplazo” me quedé con un personaje como mi tío-abuelo. La respuesta la obtuve la última vez que lo vi, en aquella visita “convenida” en búsqueda de material para mi crónica. Lo vi genuinamente feliz por nuestra presencia, en un ambiente tristemente conmovedor que incluía botellas de plástico llenas de agua regadas por la casa que le servían para calmar su sed sin trasladarse mucho, pues tenía la pierna destrozada. Al despedirme de él sentí que lo quería, que lo aceptaba tal como era, y con la conclusión de que no lo volvería a ver jamás, aprendí que el amor puede ser genuino y espontáneo, pero también se construye. Y ahí fallaste, Pavito.

Descansa en paz, querido Gerardo. Gracias por las mil anécdotas, en unos días las seguiré recordando y me seguirás arrancando emociones hasta que tu huella se extinga, como tu presencia fugaz pero imprescindible para mi camino. Perdón por la indiferencia, pero gracias por enseñarme con tu vida la antítesis de lo que quiero ser. Te debo la continuación de la crónica, que será el punto de partida para algo importante que anhelo escribir. Y disfruta eternamente. El cielo para mí es una continuación sin fin de lo que más nos gustó hacer en la tierra, así que dedícate a chupar con licencia de los mejores whiskies (aunque conociéndote escogerás el ron más barato), terquéale a Dios hasta las certezas más avaladas, pásale la voz golpeándolo fuerte con los dedos para que te escuche (tu marca registrada) y de cansancio, harás que te dé la razón. Y a cambio de las flores ausentes de tu entierro, acepta como regalo mis palabras, para que las conserves, con envoltura y todo, por los siglos de los siglos. ¡Ah!, y “si lo ves lo saludas”.

miércoles, 6 de julio de 2011

El valor del "Mago" (Y)

Todos los peruanos (también) somos DTs



Una frase cada vez más sustentada en el fútbol dice más o menos que “la mayor virtud de un entrenador no es hacer jugar bien a los buenos, sino hacer que los no tan buenos, rindan”. Eso es evidente sobre todo a nivel de selecciones, donde la tarea del DT escapa al día a día, y se resume en pocas horas de trabajo, algunas charlas técnicas, muchísimos videos y una constante (y obsesiva) observación del universo de jugadores que tiene para elegir. En un país como el nuestro, que el universo se resume a seis o siete elementos, ¿alguno tenía a Cruzado, Balbín, Advíncula, Yotún o Guevara cuando elegíamos nuestro once para seguir en esa vieja faena de ilusión-decepción?

La llegada de Markarían a la Videna nos ha devuelto (por fin) a un entrenador. Hartos de los incompetentes como Del Solar; los improvisados como Ternero, Cardama o Navarro; los “verseros” como Uribe y Maturana; hemos hallado en don Sergio la mixtura entre Autuori y Oblitas, es decir, entre el estratega reconocido y el motivador paternalista que todos los peruanos (de toda índole) parecemos necesitar.

No es un loco Markarían, y algo debe haber rescatado aún sin aterrizar en el Jorge Chávez mientras observaba a la Selección naufragar en un océano que nos trasladó con absoluta justicia al último lugar de Sudamérica. Porque ha decidido sobrellevar a nuestras estrellas (y sus poses) sin excederles la responsabilidad; ha rescatado jugadores que estaban para el retiro (como Cruzado) y le ha dado espacio a otros cuya carrera oscilaba entre la mediocridad y el olvido (como Guevara y Carlitos Lobatón). Venir a dirigir al Perú después de Chemo le suscitaba dos alternativas al “Mago”: o la certeza de saber que peor no se podía trabajar, o la posibilidad de confiar en que el objetivo se podía cumplir. Ha elegido lo segundo. Y el objetivo, no hay que engañarse, no es clasificar al Mundial. El objetivo es competir.

Una de las frases más discutidas del “Mago” los últimos meses ha sido aquella de que “la Copa América es sólo un proceso para lo más importante, que son las Eliminatorias”. A los fanáticos (que amparados en sus buenos antecedentes y en el aura que transmite, confiamos a ciegas en nuestro DT) nos han dejado sus palabras un sabor agridulce. Nosotros, ilusos, queremos rendir como Brasil que pese a haber empatado con Venezuela ha mostrado el clarísimo mensaje de que si no sucede nada atípico, será el campeón; o le tiramos a nuestra bicolor la responsabilidad que tienen Uruguay, Paraguay o Chile de trascender. La Copa América debe ser el inicio del re-posicionamiento de Perú en Sudamérica. Nada más. Debe ser el punto de partida para formar un equipo que genere el mismo respeto de los otros ocho que competirán por cinco cupos para Brasil 2014. Estamos hartos de despedirnos de la competencia en la fecha cuatro…

Y a mi entender, en esa línea, lo de ayer ha sido fantástico. No hay que olvidarnos quién fue nuestro rival, que en el mismo sendero que busca Perú con Markarián, ha obtenido en Tabárez el equilibrio para poder rendir de acuerdo a lo que dicen su pasado y su presente; porque hace poco luchaban con el cuchillo entre los dientes y su indiscutible garra por alcanzar los repechajes, y ahora tienen un equipo bien afinadito capaz de superar a cualquier selección del mundo (por algo son los cuartos del Mundial, y tienen a Forlán y a Suárez). Y Perú se le plantó con lo que tenía a su alcance: un once comprometido pero limitado, sin dos hombres importantes como Pizarro y Vargas (Juan Manuel está lesionado, es evidente) y sin nuestro elemento clave, que es Farfán.

Del partido y del resultado (o de los resultados que pudieron haber) podemos decir que dependimos en un 90% de Paolo Guerrero. Porque tuvo el segundo en una jugada cuando el partido agonizaba que a mi entender resolvió como debía, y si no hubiera estado en la cancha estaríamos hablando sin ningún tipo de dudas de una derrota. Qué capacidad para jugar, para aguantar la pelota, para pararla con una clase de otros tiempos, para tocarla siempre al pie, para tirar un lujo, para meterle la patada que todos soñamos con meterle al pesado de Lugano, para definir en el uno a cero como lo habría hecho un brasilero de los buenos. Si fuese más constante (y las lesiones no se hubiesen entrometido en su aceptable carrera) seguiría en el Bayern, o estaría en un equipo dentro del top 10 de Europa. Pero lo que nadie le discute es su amor por la blanquirroja. Ese temple que fuera del dinero y la fama que pueda poseer, lo lleva en la sangre, por provenir de una familia que adornó la sala de su primera vivienda con una foto de la Selección con él como “mascota”.


Ha sido un buen arranque, querido Perú. Se ha plasmado el trabajo. Se ha sentido la presencia del entrenador. Sabemos que faltan seis océanos para soñar con llegar al Mundial, y que aún falta mucho para salir siquiera del hoyo en el que nos metió Del Solar. Pero hemos dado el primer paso. A mantener la humildad y no engañarnos con aquello de que los mexicanos son chibolos, o que a Chile le vamos a ganar. A seguir dándole minutos a esos hombres “no tan buenos” que tenemos para que puedan rendir noventa minutos de manera aceptable (y no cometan estupideces como regalar la pelota a los 46’ para que nos vacunen de contragolpe); y a dejar a “los buenos” (a dejar a Paolo) que hagan lo que saben y tienen que hacer. Por ahora la ilusión está. No sé si tendremos Copa América, pero más allá de la fecha cuatro, Eliminatorias vamos a tener. Aún no tenemos equipo, pero tenemos DT.

miércoles, 22 de junio de 2011

Réquiem por el "Churre"

A mis primos Barriga, los aliancistas de mi generación.



Sólo me ha bastado verlo en un par de jugadas para tener la certeza de que Paulo Hernán Hinostroza será mejor que su padre, el recordado “Churre”. A decir verdad, y con el perdón de los más románticos aliancistas, la meta no es muy alta. El “Churre” fue un empeñoso mediocampista que representó a punta de altibajos a una generación que cargó con varios años de frustraciones, y que se valió de otros más para poder salir de la maldición. Con un fútbol que oscilaba entre la intrascendencia más desesperante y la genialidad, entre disparos inofensivos y golazos como el cuarto en el inolvidable 6 a 3 a la U, Hinostroza se inmiscuyó casi sin pedirnos permiso en el imaginario de los aliancistas de mi generación, que cada fin de año anhelábamos un refuerzo capaz de reemplazarlo (que no llegó nunca) y que recordamos con amor sus lágrimas el día que festejamos en Matute el haber acabado con la sequía de 18 años sin vueltas olímpicas.

Paulo Hernán tiene del padre sólo el apellido, porque hasta su rostro se asemeja más al de su tío Jhon. No tiene el andar impresentable del “Churre” (aquellos pasitos cortos que merecían robarle la chapa al Pato Quinteros) ni se le ocurre tirar una bicicleta en el medio campo para el deleite del aficionado poco conocedor. Tampoco simula una tragedia cuando a un rival se le pasa la mano (o el pie) en su afán por detenerlo. Paulo Hernán, a un paso de sacar DNI, tiene la concha del mejor Reimond Manco, la inteligencia para trasladarse por el medio sector del Ciurlizza de inicios de la década pasada, y la genialidad, graficada en ese hermoso taco que desembocó en el tercer gol de anoche contra Flamengo, que es patrimonio aliancista, le duela a quien le duela.

El hijo del “Churre” es la más grata sorpresa de este equipo de jóvenes muchachos dirigidos por nuestro querido Pepe Soto. No es el mejor, pues Hurtado ya es un jugador para la Selección adulta y Bazán es un crack, pero pese a su corta envergadura y su juventud, Paulo Hernán resulta el equilibrio entre una defensa lejos de ser sólida y el vértigo que le impregnan los de arriba cuando se enchufan.

La Copa Libertadores sub 20 nos ha regalado a los aliancistas un equipo acorde a lo que anhelamos siempre: con chicos de la casa sin las poses de los adultos, que destilan travesura y humildad, que juegan lindo a la pelota y que convierten las noches de La Victoria en una fiesta, demostrando, cuándo no, que somos la hinchada más fiel del país. Esto es fútbol y como todo clásico, el del jueves por la semifinal es de pronóstico reservado, pero queda la conclusión de que buenos jugadores tenemos, y de sobra. Y de no ser por el inefable que soportamos de Presidente, que con seguridad los vende a toditos pasado mañana, tendríamos la base para ilusionarnos con un gratísimo futuro.

El “Churre” Hinostroza no fue convocado jamás a la Selección en sus casi veinte años como futbolista profesional, en tiempos flojísimos de nuestro fútbol, y nunca tuvo las armas para hacer de eso una queja sustentada por la masa. Para hacer más trágica su existencia le trasladó el hechizo a su hermano Jhon, que a duras penas ha alcanzado, a los 30 años y luego de varias campañas sobresalientes en el Descentralizado, un micro ciclo de Markarían. Paulo Hernán le ha sumado a su prometedor talento un detalle importante para los cabalísticos: no usa la 15 que calzó su viejo. Lleva la 17 con la que debutó en Alianza su tío Jhon. Yo lo interpreto como una manera de despojarse de la maldición y a la vez de conmemorar sus raíces.

Ojalá siga creciendo Paulo Hernán. Que le agregue músculos a su talento y que conserve esos lujos que nos aceleran el corazón. Que debute en Alianza y luego de un par de temporadas completas, pasee su fútbol en el extranjero, a diferencia de su viejo que hizo su vida en el club siendo capitán años de años. Y que mantenga el andar que ha insinuado a partir de que pisó la pelota por primera vez frente a nosotros, diciéndonos que desde ya es más jugador que el padre. Qué mejor homenaje de un hijo. La jugada más valiosa del “Churre” ha nacido una década después de su retiro de las canchas, y llega con un aviso hacia La Videna: que le vayan guardando sitio al apellido Hinostroza en la Selección. Ahí si quieres, Paulo Hernán, pide la 15.