viernes, 29 de febrero de 2008

Campamento (F)


El sol está a punto de despedirse y la marea se le va de las manos al río. Pronto, el cielo lucirá un traje oscurísimo y con suerte, aparecerán las estrellas para iluminar el ambiente. Felizmente hemos acabado el trabajo temprano. Pienso que con éxito. Escogimos el pedazo de suelo con menos baches para instalarnos sin alejarnos mucho de la camioneta, que pese a estar enferma, se las ingenió para trasladarnos sin pesares. La felicité segundos antes de que el pequeño me bajase de la maletera. Es una bonita familia. Cuidadosa. No la patees muy fuerte, dijo el papá. Le agradecí la preocupación no sin antes corregirlo en silencio: soy un balón, no una pelota.

Somos un equipo y todos hemos hecho lo nuestro. Nos merecemos un descanso. Ha llegado la noche y el niño ya no puede jugar. Siempre es lo mismo. Se olvidará de mí y no me recordará hasta la mañana siguiente. Eso me permite ensimismarme en la tarea que más disfruto mientras trabajo: espectar todo lo que ocurre cuando nuestros dueños interactúan con los más grandes y salen a la luz las aventuras, los líos, los romances. No es que sea chismoso, pero la verdad ya no estoy en edad de dormir temprano como los juguetes, y no me queda otra que observar.

Todo transcurre como siempre hasta el momento. La guitarra, vanidosa, sabiendo de su estatus como requisito para que la noche se alargue, no mira a nadie. Ella sólo se permite socializar con los dueños. El cooler, siempre malicioso, a la espera de que el niño se duerma para dar rienda suelta a sus secuaces, la cerveza y el ron, que por ser primos hermanos, y pese a estar siempre juntos, no se tratan con deseo. Aguardan por del cigarro, que tiene con la cerveza una química especial, casi como un eterno amor adolescente. El ron es amigo del cigarro, y lo acepta como compañero de la cerveza a cambio de que, en un rato, este le permita escaparse entre los más intrépidos aires con un cigarro femenino, de tabaco verde y aroma a carcajada. De ahí en más, el sleeping, al que lo confunden como a mí, pues no es bolsa de dormir, sabe que no se puede dar el lujo de buscar pareja, porque su labor está asociada al sueño de los dueños, y es el único que no descansa hasta que se lo ordenen. Además, la carpa es como su madre, y la leña siempre se muestra indiferente, como descontenta.

La carpa y la leña son las encargadas de expulsar los vientos helados de la noche. Los dueños las engríen y nosotros les tenemos respeto. Sabemos que dependemos de ellas y estamos atentos a satisfacer cualquiera de sus caprichos. La leña se ha dado el lujo muchas veces de pedir a alguno de nosotros como sacrificio cuando no está con ánimos para prender, y la carpa, si no está de humor, deja a la intemperie a quien se le antoje. Yo que lo observo todo, tengo un plus. Se que no me pasará nada pues conozco la razón por la que estas dos señoras aún no se revelan a los dueños y siguen trabajando pese al frío de la noche que las maltrata peor que al resto. Cuando el amanecer respira cerca de la oscuridad y no hay dudas de que todos duermen, la carpa y la leña acortan las distancias, y con cenizas de pasión retenida, dan luz a un encuentro prohibido. Entonces, perdiendo todo pudor, y sin que les importe mi insomnio redondo, hacen el amor.

jueves, 21 de febrero de 2008

Un hinchaje infiel (Y)

A Jhonier y Lionel, dos zurdos por los que aún no puedo gritar un gol.



Ser hincha de un equipo de fútbol de un país ajeno siempre me ha parecido una huachafería. El fanatismo que genera un equipo es un sentimiento sólo (re)conocido y entendido por las personas que aman el fútbol. No es, como se piensa, algo fácil de hallar. Escoger un equipo como tu favorito es escoger también su historia, su cultura. Es amar su camiseta, que sus colores sean tus colores. Es reconocer el aroma de su estadio, es abrazarte con tu vecino de butaca para gritar un gol. Eso (lamentablemente) no puede ocurrir si elegimos al Milan o al Real Madrid. Los tiempos han cambiado y hoy en día, si se quiere, tenemos acceso a todos los partidos de los mejores clubes del mundo. Pero de ahí a manifestar un hinchaje hay un paso que me parece demasiado forzado.

El fútbol internacional, en mi opinión, está hecho para disfrutar. No para sufrir ni para gritar goles con pasión. Confieso ser un hincha tránsfuga en ese rubro. Mi querencia va y viene. Y dura poco tiempo. Entonces mi trayectoria como amante del deporte rey dirá que alguna vez fui hincha de River Plate (cuando Enzo Francéscoli era “el Príncipe” y había un chileno maldito que las metía todas); o que el Real Madrid (en la gloriosa época de mediados del noventa con Redondo, Seedorf, Suker, Raúl, Mijatovic, Roberto Carlos, Hierro, etc.) fue mi equipo preferido. Pero también fui hincha del Barcelona en esa misma década (con Rivaldo, para qué más), y de Boca Juniors (Maradona y Solano ayudaron). A veces el fanatismo me viene infundado por un solo jugador, y fui hincha del Inter cuando Ronaldo metía goles (me olvidé un poco de los “negroazurros” cuando el dientón se fracturó todo) y después, cuando llegó al Milan, pasé a ser Rossonero.


Hoy en día mi equipo es el Barcelona. Me sumo a la gran mayoría y no me da vergüenza. Cómo no admirar al Barza. Tiene todo. Es un equipo simpático, carismático. Su camiseta es hermosa (aún con el UNICEF). Y tiene en sus filas a cuatro artistas de la pelota. Henry ha sido mi modelo de delantero desde que debutó. Eto’o es una fiera, y hace que me de pena que Camerún no clasifique al Mundial. Ronaldinho es un mago. Le perdono todo. Y Messi me alegra la vida.

Algunas obligaciones y ciertas castraciones que se gana uno cuando tiene pareja, no me permiten seguir la cantidad de partidos que mi sedienta pasión futbolera requiere. Pero cuando juega el Barza, no hay forma. Invento excusas. Miento. Incumplo. Pero estoy pegado a la televisión. Y disfruto de un equipo que hace del fútbol una obra maestra. El Barcelona toca el balón a ras del pie. No tira pelotazos. Juega para la afición. Y encima, como en toda belleza terrenal, donde no existe la perfección y hay espacio para la crítica, puede empatar un partido pese a merecer el triunfo. O puede dominar a un rival 40 minutos sin hacer un gol, y en un descuido, tener el resultado en contra. Eso enciende mi pasión y la expectativa. Y pienso, “cuándo despertará Ronaldinho, cuándo la clavará en un ángulo Eto’o, cuándo Henry nos hará recordar sus tiempos en el Arsenal, cuándo Messi pondrá la calma que sus mayores no pueden otorgar”. Y siempre (o casi siempre) el Barza me arranca un grito de gol.

Tener a cuatro monstruos en un equipo no garantiza títulos. Un ejemplo clarísimo y reciente es el Madrid de los “Galácticos”. Pero sí da espectáculo. El Barza podría salir campeón únicamente con Messi. Pero teniendo a los otros tres, el equipo adquiere tonalidades de ópera. Y el resto se contagia. Entonces Valdés responde cuando hay que hacerlo; Puyol y Milito se “comen” a los rivales; Deco y Xavi son máquinas infalibles de pases; Rafa Márquez tira un lujo e Iniesta cosecha elogios; y hasta habituales torpes como Abidal o Yaya Touré, la entregan redondita. Es muy probable que el Barcelona no gane la Liga (el Madrid le ha sacado varios puntos de ventaja, y ese equipo, ya sin estrellas rutilantes, no se cae). La Champions es durísima y está para cualquiera. Pero este equipo del Barza, específicamente este equipo, al menos para mí, será inolvidable. Cada uno de sus cuatro magníficos, si estuviese en otra escuadra, me generaría aquel hinchaje que mencioné cuando hablé de Ronaldo.


Quizás la vida me regale otros equipos favoritos a nivel internacional. Tal vez en algún momento a Messi se le ocurre jugar en Boca, y coincide con Tévez, ahí no habría posibilidad de negación. O en un tiempo el Madrid contrata a Cristiano Ronaldo, Alexander Pato, y como quien no quiere la cosa, al “Kun” Agüero, y mi corazón vuelve a ser merengue. Pero la realidad indica que este Barcelona lidera mis aficiones futbolísticas a nivel internacional actualmente. Y que gozo con el corazón pintado de azulgrana, aún cuando es un sentimiento prestado. Un sentimiento que acaba con el pitazo del árbitro y cuando alguien me cambia el canal de la tele. Y que no interfiere para nada en mi rutina cada mañana este 2008: revisar los diarios deportivos para saber cuándo diablos va a poder jugar Montaño.

lunes, 11 de febrero de 2008

Memorias leyendo a una golosa (P)

A propósio del libro de Pilar Hurtado "Memorias de una golosa"
La gastronomía es un rubro en el que aún estoy verde. Mis dotes de cocinero no están siquiera sembrados, y mi capacidad de crítica hacia los alimentos es pobre. Afirmo que me encanta comer. Que hacerlo lo considero uno de los más grandes placeres de la vida. Pero mi repertorio es escaso. Entonces consumo los mismos platos, soy poco amigo de la improvisación, y confieso que soy adicto a las comidas rápidas, y puedo estar con el corazón contento con la barriga llena de Mc Donalds o Pizza Hut. Como trabajo en un instituto de cocina me he propuesto ampliar mis horizontes. Arriesgar en restaurantes, no decir qué feo antes de probar y estar dispuesto a bajar mi dosis de consumidor de chatarrerías. También he decidido informarme. Y en una cuestión que va de la mano con mi vocación, ando leyendo sobre gastronomía. En búsqueda de afinar mi pluma para cuando me llegue la hora de hacer una crónica o una crítica gastronómica.
En estos nuevos aires llegó a mi vida un libro interesantísimo que no me cansaré de recomendar: “Memorias de una golosa” de la chilena Pilar Hurtado Larraín. Ella es una reconocida periodista gastronómica cuyas críticas hacia restaurantes son recogidas en distintas publicaciones y a menudo pueden hundir o levantar un local. Además, ha vivido la mitad de su vida en el Perú. Y tiene por nuestro país (y nuestra cocina) un inmenso cariño. Su libro no es un libro de cocina netamente. Es un libro sobre toda una vida como amante de la comida. Y en esos aspectos aparecen anécdotas y recuerdos personales; y recorridos por la niñez, adolescencia y posterior arribo a la adultez de la autora, que dibujan casi de manera antropológica toda una época. Además el libro se complementa con incontables recetas (con ingredientes y preparación incluidas) que hacen agua a la boca del lector.
La primera parte del libro Pilar Hurtado se la dedica a sus tiempos en el Perú. Ella vivió en nuestra patria desde muy pequeña hasta los 21 años. En el Perú forjó su personalidad, y formó su paladar. Esas primeras páginas están escritas con la añoranza del que se sabe adulto. Y que rememora con pasión lo que fueron sus años más dulces, la infancia y sus travesuras en el colegio, sus más entrañables amistades, su ingreso a la universidad. Allí aparecen los primeros actores de reparto de la historia, sus amigas del colegio, la China, Pía, Giannina e Inés, a las que menciona a lo largo de todo el libro. El lector las va conociendo con facilidad, a la par de que se va enterando de sus aficiones (compartidas con la autora) por la cocina. En esos escenarios aparecen los elogios hacia nuestra gastronomía, a la que considera de las mejores en el mundo, y sus incursiones por postres y restaurantes que marcaron su vida, como el Suspiro limeño (incomparable, Pilar Hurtado dixit) y el Cantarrana.
El libro continúa con su arribo a Chile, su país de nacimiento. Allí entre otras cosas comenta que se decepcionó de la comida, que extrañó ingredientes infaltables en el Perú como el ajo, la cebolla o el ají; que conoció al que sería su esposo (Ramón, co-protagonista de la historia), la forma en la que lo hizo, cómo se enamoraron, cómo fue su casamiento, el día que conoció a todos sus familiares. Y comenta la etapa más dura de su vida, el fallecimiento de su padre, al que le dedica el libro y del que afirma estuvo a su lado mientras escribía cada página.
Luego de algunos retrocesos hacia el Perú, con los viajes de regreso hechos con su esposo, o para visitar a sus amigas, el libro traslada anécdotas de la autora a lo largo del mundo ya como periodista gastronómica. Así aparecen sus viajes por México, Barcelona, Madrid o Roma, o por destinos raros como Tailandia. Y la autora concluye el relato dando algunos tips sobre lo que es su forma de trabajo. Su rutina al momento de visitar un restaurante, donde todo cuenta, desde el arribo al lugar hasta la salida, pasando por la manera en la que están servidos los platos y el trato de los mozos.
En el camino aparecen los hijos de la autora, aún pequeños al momento en el que escribió el libro, anécdotas con amigos que fueron apareciendo (y desapareciendo), recuerdos de su abuela, de su madre, de su hermana. Paseos por restaurantes que son sus favoritos, el cariño hacia Lima, los recuerdos de sus paseos familiares en su etapa en el Perú, sus primeras juergas en nuestra capital, sus reuniones con “todo incluido” en Santiago de Chile. Un repaso por la vida de sus amigas, que corrieron distintas suertes; el divorcio de alguna, el cáncer de mama en otra, etc. Todo con un lenguaje que cautiva, ágil y entretenido.
A Pilar Hurtado la he imaginado en todo momento. Lo único que dijo de su apariencia fue que era rubia, y a las rubias les tengo cariño. De ahí en más, he vivido con ella (con complicidad) sus primeras borracheras, la etapa de transición cuando los paseos familiares le quedaban chicos y se creía en edad de hacer “cosas de grandes”, aquella “pasada de vueltas” en un departamento. Y me he enamorado de sus recuerdos. De sus amigas. De sus ganas (inconclusas) de conquistar el mundo. De sus sueños de “niña bien” destruidos por lo duro de la realidad. De sus recetas. De su amor por el Perú y por nuestra cocina. De aquella grandeza que sólo pueden tener los seres auténticos de afirmar, siendo chilena, que todos somos iguales, y que en el Perú “también hay rubias”, y que en Chile existen también los falsos líderes, y aquello de sentirse superiores es una estupidez.
Con el libro de Pilar Hurtado he encontrado algo que jamás pensé hallar en un libro de gastronomía: congeniar con el autor. Y cuando eso ocurre, pues no hay duda, el libro es bueno. He admirado su trabajo como crítica gastronómica, y deseado llegar algún día a comer sin piedad en un restaurante con mi “polola” y que me paguen por ello. Y casi me he trasladado a sus épocas más dulces, el colegio y los primeros años de la universidad, y me he imaginado como un personaje más de su historia. Tal vez el muchacho que quiso “pololear” con la rubia y recibió un elegante “no, gracias”.
Un libro recomendable. Abre el apetito por la lectura y la escritura, y de paso, da ganas de comer. Y no precisamente en un Mc Donalds o Pizza Hut.

Nostalgia de verano (F)

Exclusivo para San Bartolinos (los de hoy y sobre todo, los de siempre)
El infiel

Su romance con Carola era conocido por todos los que habitualmente visitaban el balneario. Los últimos seis años los dibujaron como una pareja estable y feliz. Tan mentado era su romance que hasta las amigas cariñosas, las futuras novias de los hombres casados, lo habían tachado de sus listas de conquista. Corrió un rumor este verano. Él había sido infiel. La había destrozado. Una tarde de playa se apareció con la amante. Lo odiaron todas. Perro, mentiroso. ¡Y con esa fea! Tiempo después lo empezaron a ver llegar solo a la playa. Los amigos retomaron su chispa, su pendejada. Uno más para el caserío. ¡Ya era hora! Y como por arte de magia, lo quisieron todas.

Diosa del mar

La playa era su palacio, y el mar con ella, una alfombra intocable. Rubia, ojos azules. Caderas de revista. Pechos exactos. Piernas infinitas. La rodeaba un séquito de patanes que quizás no lo eran tanto. Los odiábamos. A unos metros, nosotros. Palomillas, adolescentes, de entrepiernas despiertas y en usos solitarios. Ella sonreía. De vez en cuando, eso sí. Pero lo hacía. El grupo dibujaba capítulos de serie rosa con su anatomía. Qué absurdo pecado. Yo la tenía presa en mi memoria como intocable. No me permitía la mañosería. Su sonrisa para mí, valía más. No la quería sin bikini. Sólo deseaba sus labios. De vez en cuando, eso sí.

La condena del mito

Un día el espejo no fue piadoso. Su rubia cabellera no era más que un tinte barato esta vez. Y sus ojos amazónicos tenían surcos cada vez más largos a su alrededor. Era casi risible verla con bikini. En sus buenos tiempos fue la reina de la playa. Reservada sólo para el tablista top. De esas que sin hacer mucho llaman la atención de los caminantes pero que por travesura hacen mucho. Y son inolvidables. Dicen que daba miedo. Hoy me ha preguntado la hora. Me ha obsequiado un helado. Ha intentado una broma fallida. Está sola y seguro arrecha. Me da pena. A mi padre, su contemporáneo y un calco de mi anatomía cuando joven, no lo hubiese siquiera mirado.

Fresia

Qué condena la del heladero en mi playa. Es amplia y pesada. De arenas dispares y el sol que sofoca. Vestidos de amarillo cargando hielos secos que se funden con sabores que no degustan. Entre ellos sigue caminando Fresia. La heladera de mi niñez. Y quizás de la niñez de mi madre. Su nombre, por obvias razones, me provocaba un helado de fresa. No recuerdo cuándo dejé de comprarle. Seguro cuando dejé de ir a la playa con mi madre, y preferí al heladero que me hacía reír. Fresia está intacta para mí. Quizás porque nunca me di tiempo de mirarla fijamente al rostro. Debe haber apuntado mi nombre en su lista de fiados mil veces. Pero cada inicio de verano, me lo vuelve a preguntar.

La pequeña

La primera vez que la vi yo andaba por los doce años, y de mujeres recién me empezaba a hablar el cerebro. Ella era menor que yo. Uno o dos años. Rubia. Pequeña, casi frágil. Elástica a la vez, hacía acrobacias en la arena. No había pudor en sus actos. Su figura volvió a frecuentar mis pasos de verano. Siempre unos metros más allá. Como dos líneas paralelas. En algún momento, cuando apareció el pudor, le llegué a notar cierto interés hacia mí. Según aumentaba el calendario, la amé en silencio. De ella, sólo su voz y su nombre. Ya nunca más las acrobacias. La pequeña, ay del mar sin ti. Hoy que han pasado un par de veranos sin verla, la recuerdo, como siempre, con nostalgia. La pequeña, tan de brisa e inalcanzable como yo.
Peleador

Cuando cae la noche, que en el verano es caprichosa, los roles varían. Adiós paseos en bicicleta. Ya no el chocolate de la tarde. En el ambiente hay aroma a pan caliente. Y los niños juegan a ser adultos. José Antonio toma el rol protagónico. Se lo ha ganado a puño limpio. Hay por él un respeto merecido. Es el hombre del lugar. No se le conocen peleas perdidas y acobarda a sus contrincantes desde el inicio, con esa cicatriz que le da brillo a sus abdominales aún dormidos. Pese a todo, se puede conversar con él. En unos años, cuando todas esas noches sean anécdotas, la cicatriz se habrá reproducido. José Antonio ya no será el hombre del lugar. Le tendrán respeto. Siempre. Pero ya no se podrá conversar con él.

El príncipe de las mareas

A diferencia de los demás, él no llevaba traje negro. Su armadura era simple. Short y polo para absorber la sal y un pelo larguísimo al estilo de los rastas. Pese a eso, en su playa no había ola ni condición climática que lo detenga. El príncipe de las mareas para todos. Nosotros lo observábamos de lejos y lo admirábamos. No era de campeonato. Lo suyo era auténtico. Como si el mar y la tabla fueran su hábitat natural. Un día desapareció para el balneario. Se ha mudado, decían los rumores. Cuando lo volvimos a ver, no había más cabello. Contaron que su sangre le jugó una mala pasada. El día que se despidió del mundo, quiso regresar a su playa. El príncipe de las mareas nunca se fue de allí.

El fulbito también te da mujeres

Por cosas del inicio adolescente, me había quedado sin equipo. No toleraba los entrenamientos ni las órdenes. Andaba confundido. El campeonato empezó y los pies me pedían a gritos una oportunidad. Hasta que calé en el tradicional equipo rival. El equipo de los tablistas que osaban con superarnos en fulbito, como si no bastase con la envidia que sentíamos por sus mujeres. Con ellos me hice famoso. Goles y partidos luchados. En ese ínterin, fue que conocí a Fiorella. La primera mujer que no era de mi colegio que se interesaba en mí. Quedamos en una cita. Me duché, acicalé y me enfundé en mis mejores ropajes. Cuando llegó la hora, el pánico me contuvo. Pasé la tarde, elegantísimo, peloteando con mis ex compañeros. Para ellos no había pasado nada. No regresé jamás al equipo de los tablistas. Y de Fiorella hasta hoy me escondo.

Donde revientan las olas

En la cima hay una cruz, y para llegar a ella, hay que caminar entre pequeños y traicioneros cerros. Desde allí, se observa el balneario, y se tiene una periferia más espeluznante de la monstruosidad del bufadero. Las aguas salen disparadas, y el sonido es digno de un animal prehistórico. De pequeño renegué siempre del maltrato de los visitantes. Dejaban sus desperdicios por doquier. Bolsas de comida, botellas, hasta globos sin forma de los que no conseguía en el mercado. Para mí era el lugar para las escondidas y los paseos en bicicleta. Ya de adolescente, fue allí que ingresé por primera vez al mundo de los adultos confundidos. Un humo verde se apoderó del ambiente. Y el sonido del bufadero fue insignificante.

Cosas de mercado

Como el mercado de mi balneario no hay dos. Tiene dos espacios en el interior y conviven muy cerquita las frutas, las verduras, la carne, el pescado, los huevos, los jugos. Todo esto generando un olor indescriptible. Una mezcolanza que termina por ser adictiva. En las afueras, se asoman los puestos de los juguetes. Hoy los miro con nostalgia. Deseando ser un niño otra vez y volver a las épocas en las que la propina se acumulaba para la pistolita de agua o la de balines. O para el muñeco más parecido al original. Los vendedores son los mismos. Gente que forjó en mí una personalidad veraniega, de brisa. Cuando me acerco hoy, no me recuerdan, pero siguen amables. Cuánto quisiera devolverles todo lo que me dieron con sus precios baratísimos y sus productos inéditos. Y también todo lo que les robé cuando era niño, y me moría por ser grande.

La casa embrujada

Camino a la playa hay un parque grande que fue gigante para mí hace algunos años. El césped y los jardines brillan y brillaron por su ausencia. Es un parque color ladrillo que lo rodean muchas casas. Lo curioso es que la gran mayoría siempre ha estado sin habitar. Fue por ello que se corrió el rumor de la casa embrujada. Una vivienda abandonada en cuyo interior se podía observar un payaso diabólico que se movía. Era un deporte de riesgo el pasar por ahí y contemplar la sonrisa malévola del muñeco. Cuestión de masoquismo tal vez. Confieso con los años que al payaso sólo lo vi una vez. Fue suficiente para no dormir con la luz apagada en semanas. Esa casa ha sido remodelada. Pero aún hoy, cuando me asomo por su zona, se me escarapela el cuerpo. Cierro los ojos y mi cerebro fabrica risas de ultratumba.

Soy televidente (Y)

A los que no pueden dormir


Una de las pocas cosas buenas que tiene el insomnio, es que abre la posibilidad de ver televisión. Como no te queda otra, enciendes la tele para calmar la ansiedad que genera ese nefasto estado que incluye el no poder dormir y el atormentar el cerebro con ideas a menudo negativas. Mi rutina de madrugada incluye algunos programas deportivos (la repetición de N deportes con Coqui González, básico, o Fox Sports Noticias), quizás una película si la agarro al inicio, y sobre todo, las series de Sony o Warner. Últimamente estas series le añaden algo a mis malos pensamientos: la verdad absoluta e irremediable del paso del tiempo. Y me doy con la sorpresa de que estoy viendo un capítulo de Friends por ejemplo, que me resulta muy antiguo, y recuerdo el momento exacto en el que lo vi por primera vez, de estreno, y con la certeza de que ya en ese momento me creía un hombre grande.

Lo gracioso y paradójico es notar que el paso del tiempo es para todos, sin distinciones de género, raza o condición económica. Entonces veo a las estrellas de antaño con sus ropajes fuera de moda y me pregunto cómo fue que tuvieron éxito, o cómo por ejemplo, eran considerados sex-simbols. Hace unos días vi un capítulo, que si no es el primero es el segundo, de la magnífica serie Seinfeld. Jerry lucía casi como un adolescente, Kramer no mostraba aún las características de su extraordinario personaje, George ¡era flaco! Y tenía más pelo, y Elaine ni aparecía. El capítulo era de 1989 y por ese entonces yo era un niño aún, y en el Perú si alguien conocía a Jerry Seinfeld era porque viajaba con constancia. Pero me generó en el alma un sentimiento nostálgico. Y recordé que los capítulos de antaño que mencioné al inicio de Friends, datan de 1999, y entendí que en diez años los cortes de pelo que muestran Joey o Chandler serán risibles, y que es muy probable que a mis hijos Jennifer Aniston les parezca una momia.

Como soy un hombre de costumbres clásicas, y no me gusta mucho el cambio ni la innovación, me he ido perdiendo en esa faceta de adictos a las series que tienen los de mi generación. Y no he incursionado por las nuevas, que tienen otro concepto además. Así que hablar de C.S.I. conmigo por ejemplo es en vano, o Greys Anatomy es para mí tan solo un par de palabras que con seguridad las estoy escribiendo mal. Entonces recurro a las viejas series que han ido moldeando mi manera de ver televisión, de interpretar los chistes de los gringos, de educarme con su consumismo frenético, de enamorarme de sus artistas. Y salvo Two And a Half Man, que me parece espectacular, de las mejores de mi vida, no veo series “modernas”. Soy fanático de Friends, Seinfeld me parece un monumento a la comedia, That 70’s Show es incambiable si la atrapo en el zapping, y Everybody Loves Raymond me encanta. Luego continúo mi pequeño menú serial con My Wife And Kids (ahora la dan en el 13, doblada, y es una burla), Will and Grace (me mato de risa con Karen y Jack), y Scrubs, serie que he descubierto hace poco por cuestiones de horario (ahora la están dando cercana a Seinfeld, y es una buena antesala).

Con esas series me martirizo pensando en el paso del tiempo. Viendo cómo han ido cambiando los rostros de los personajes, sus maneras de actuar, la presentación incluso del programa. Y ni hablar de las series de mi niñez. Por ellas guardo un cariño inquebrantable, porque sumarlas al martirio del paso del tiempo sería un suicidio. Los Años maravillosos (sin duda la mejor de todas), Tres por Tres, El Príncipe del Rap, Quién manda a quién, Paso a paso. Todas vistas en televisión nacional y dobladas, tanto así que verlas en su idioma original molesta al oído. Mencionarlas es como hablar del Chavo del 8. Series para siempre.

Hoy en día veo capítulos de Friends en el que Joey sí parece el personaje pintón y rompecorazones, y no el gordito que hizo su propia serie con escaso éxito. Veo a Phoebe como una rubia atractiva, y no como la vieja lunática que hizo un programa en HBO. En That 70’s Show puedo ver al Eric de los inicios, ese flacucho púber con un sentido del sarcasmo genial, o a Kelso cuando la metamorfosis “mariposona” con la que cuentan las personas atractivas no lo había convertido en ese Sex-Simbol capaz de conquistar a la ex de un duro de matar. A Raimond lo veo aún sin arrugas, y Debra, bueno, ella siempre fue igual. En Seinfeld veo a Jerry vestido de ochentero, y Elaine hasta me parece atractiva y sensual en algunos capítulos, no como la fea ama de casa de su serie Aventuras de la nueva Cristine (para no seguir atormentándome con el inglés),

Pero resulta increíble cómo existen personajes que traspasan las barreras. Jhon Stamos, el tío Jessy de Tres por Tres, es un “árbol de pura pepa” incluso veinte años después de que se diera a conocer en el mundo artístico. Y Jennifer Aniston, mi Rachel, sigue rompiendo corazones en nosotros sus fanáticos cuando nos enteramos de sus romances con mequetrefes de la farándula gringa, cuando su lugar, sabemos, era con Brad Pitt, otro que es como el vino, mientras más viejo… Courtney Cox (Mónica) será siempre bella porque sus ojos son hechiceros, y pese a que bordea los cincuenta, es de las favoritas de muchos. Y Ross tiene el prototipo exacto para reaparecer en unos años en cualquier serie o película y representar un hombre maduro pero exitoso.

El insomnio es duro, y me viene acompañando desde hace años. Me he vuelto fanático de Seinfeld porque lo veo a las dos de la mañana, pasé años de mi vida viendo Friends a las tres, y cuando ya no hay remedio, me gano con El Príncipe del Rap a las cinco. Lo cierto es que la televisión tiene gran responsabilidad en mi condición. Siempre le he tenido tirria a las mañanas y alargo las noches con el control remoto. Como cuando era pequeño y veía los domingos en el canal 2 a Bob Saget (el papá de Michel, Stephany y DJ en Tres por Tres) presentando con una voz de literal imbécil Los Verdaderos Videos Hechos en Casa y el mundo se alegraba porque era la antesala a un programa de “escaso” éxito: Los Simpsons. Y aparecía en mí la nostalgia de que pronto habría que dormir porque se venía el lunes. Y de tan solo pensar en eso me quedaba en mi cama dando volteretas hasta que todos dormían, y si tenía suerte, en la sala de mi casa encendía la tele, y en el canal 13, veía con indiferencia un programa que no entendía muy bien. ¿La serie rosa puede ser? Bueno, algo así.

Después de la Terrano (Y)

A todos los que se treparon en ella mientras vivió conmigo
Mi viejo tuvo alguna vez un “juguete” del que me enamoré y que enamoró a la mayoría de mis amigos. Una camioneta Patphinder de color azul adornada con los clásicos implementos a los que se acude cuando se quiere engreír a un carro. Estribos plateados, asientos de cuero, aros de primer nivel, buenas luces. Por ese entonces mi afición por los autos era mínima, casi nula. A diferencia de algunos amigos, yo no soñaba con el carro top. No soñaba ni con manejar incluso. Me parecía una actividad demasiado riesgosa y que exigía una concentración y capacidad de reflejo que no me permitía imaginar para mí. Pero confieso que aquella camioneta azul me abrió en algo el apetito conductor. Con ella de compañera, quizás en varios años, podría desenvolverme en el peligroso tráfico limeño, pensaba. Hasta que de un momento a otro, a mi viejo se le ocurrió cambiarla.
Mi padre cuenta con orgullo que a puertas de mi nacimiento, se dijo a sí mismo que jamás trasladaría a su primer hijo en micro. Así que decidió adquirir su primer auto: un Volkswagen escarabajo de color rojo. Con él pasé los primeros años de mi vida, y como es lógico, no tengo recuerdo alguno de mi anatomía en su interior. Mas sí recuerdo los carros que continuaron al “Bolocho”. Cada uno más problemático que el otro. El más representativo fue un pasat Station Wagon de color blanco (que se puso crema con el tiempo) al que había que rezarle para que prenda. Literalmente una carcocha que nos acompañó largos años. Luego aparecieron otros autos que le fueron asignando a mi viejo en su trabajo. Y con ellos, aparecieron en la familia distintos santos a los que acudir cada mañana para su funcionamiento. Y algunas frases típicas: “Hay que contar hasta cien para que caliente”, o “bájate a empujar”.
El primer auto decente de mi papá fue una Racer Daewo negro que obtuvo cuando la situación económica en mi hogar fue mejorando. Llegó, por primera vez, de fábrica, y terminó con los años en propiedad de Juan Antonio, un entrañable amigo de la familia que se murió un día de improvisto, dejando en la cochera del que fue su último lugar en la tierra a su auto, ya golpeado con los años y el uso. Después llegó la Patphinder, que revolucionó el hogar hasta que mi viejo se desprendió de ella. Y a cambio llegó la Nissan Terrano.
Esa operación de cambio hasta hoy se le critica a mi viejo. Él, terco y orgulloso, jamás aceptará que su decisión no fue adecuada. Pero la Terrano, en apariencia similar a la anterior, sólo que de color plomo, petrolera y mucho más escandalosa, llenó de problemas a la familia. Se tambaleaba como montaña rusa cada vez que andaba por la carretera o a más de 100 kilómetros de velocidad. Expulsaba un humo negro que nos generaba insultos. Y se malograba con frecuencia.
Pese a ello, la Terrano le sirvió a mi viejo para llegar hasta Máncora en su momento, y en otra oportunidad, hasta Cuzco, con escalas y retrocesos a lugares como Arequipa o Puno. Literalmente, le sacó el ancho. Con el correr de los años y las situaciones, me llegó el momento de manejar. Y fue así que a los 21 recibí como regalo de mis padres un Honda Civic blanco de dos puertas al que amé y que tiene su propia historia. Con ese carro recorrí la ciudad seis meses sin brevete, aprobé el examen de manejo a su lado y disfruté de la mágica sensación de conducir un auto propio. Luego mi padre cumpliría el sueño de su vida al adquirir una nueva camioneta que anheló desde que la conoció, y la Terrano pasó a ser mía.
Así empezó nuestro idilio. La Terrano y yo. Dicen que el primer amor nunca se olvida, y que suele ser el que goza de los recuerdos más dulces. Pero hay situaciones en las que el segundo amor es tan fuerte que deja de lado al primero sin el mínimo remordimiento. El Honda fue mi primera vez. La Terrano mi adoración. El Honda fue un amor de principiante, con la Terrano viví un romance, con todo lo que ello genera. Pasión, furor, efervescencia. Malestar, odios, dolor.
La Terrano me ha acompañado en momentos y decisiones que han marcado mi vida. Con ella fui a mi primera clase en la Universidad de Lima, y eso significa que me conoce tal como soy y como seguro seré. Sabe de mis miedos, de mis frustraciones. De mis travesuras, de mis carcajadas. Con la Terrano me aparecí en la chacra de los abuelos de mi enamorada, y me di a conocer ante su familia. Con la Terrano me estrellé en la chacra, y me volví (quizás para la burla) inolvidable. Con la Terrano me hice hombre. Dejé de ser un niño. Cómo serlo trepado a ese monstruo de acero plateado al que respetaban las combis asesinas y los micros más abusivos.
Todo en la vida tiene su ciclo, y el mío con la Terrano acaba de llegar a su fin. Con los años se fue deteriorando y se enfermaba con más frecuencia. Además, era tragona, y siempre estaba pidiéndome más petróleo. Simplemente se volvió incosteable para mi economía. Siempre me criticaban el hecho de que por mi culpa la Terrano había perdido su belleza. Que la trataba mal, que no la cuidaba. Sólo ella sabe todo el amor que le inyecté a nuestra unión. La caprichosa, como la bauticé el último período de su existencia junto a la mía porque se demoraba en prender casi como los autos de antaño de mi viejo, tendrá que reconocer que pese a todo, tuvo un dueño que la adoró a su modo. Yo le agradezco absolutamente todo.
La recordaré por muchísimas cosas. La Terrano formó parte de todas mis aficiones, y el fútbol no podía estar ajeno. Con ella recorrí canchas y campeonatos desde San Bartolo hasta La Molina. Me recibió triunfante y goleador, y a veces derrotado y humillado. La Terrano fue conducida por gente a la que quiero mucho, y que por tener mejor capacidad al volante, se la presté sin problemas. Ellos la trataron bien, y sé que la llegaron a querer. La Terrano fue el primer vehículo en el que mi enamorada practicó (con frecuencia pese a que ella diga lo contrario) sus dotes de conductora. Hoy tiene su auto propio. La Terrano fue rescatada cuando me estrellé en la chacra por Pablito, que está en el cielo, y ella aún recordará su anatomía adentro cuando decidió darse una vuelta como niño con juguete nuevo. A la Terrano se subió alguna vez, cuando la manejaba mi viejo, Paolo Guerrero, nuestro máximo orgullo futbolístico, y cuando tuvo plata para comprarse su primer auto, le dijo a mi papá que había elegido una Patphinder (del año) porque quería una “mionca” como la de él.
Con la Terrano despedimos al papá de mi enamorada cuando partió a Estados Unidos, y ha sido el último auto al que se trepó en el Perú. Con la Terrano le dije adiós a mi primo Roca que se fue a Barcelona, y disimulando las lágrimas, partí de su casa, un punto clave en mi vida, para quizás ya no volver. La Terrano forjó mi relación con mi enamorada, y en ella un día nos dijimos en silencio que lucharíamos contra todos para no tener que despedirnos nunca.
No recuerdo con exactitud cuándo fue la última vez que la manejé. Es mejor así. Su imagen me acompañará siempre. ¿Qué hubiese sido de mi vida si mi viejo no se habría “equivocado” al cambiar su Patphinder azul? Pues otra sería la historia. Hoy le agradezco el gesto de cedérmela en su momento por que sé que él también la amó. Y le digo a su próximo dueño que no reniegue nunca del precio que pagó por ella, por que la Terrano tiene magia, y tiene fuerza aún para marcarle la vida a alguien más.