lunes, 11 de febrero de 2008

Nostalgia de verano (F)

Exclusivo para San Bartolinos (los de hoy y sobre todo, los de siempre)
El infiel

Su romance con Carola era conocido por todos los que habitualmente visitaban el balneario. Los últimos seis años los dibujaron como una pareja estable y feliz. Tan mentado era su romance que hasta las amigas cariñosas, las futuras novias de los hombres casados, lo habían tachado de sus listas de conquista. Corrió un rumor este verano. Él había sido infiel. La había destrozado. Una tarde de playa se apareció con la amante. Lo odiaron todas. Perro, mentiroso. ¡Y con esa fea! Tiempo después lo empezaron a ver llegar solo a la playa. Los amigos retomaron su chispa, su pendejada. Uno más para el caserío. ¡Ya era hora! Y como por arte de magia, lo quisieron todas.

Diosa del mar

La playa era su palacio, y el mar con ella, una alfombra intocable. Rubia, ojos azules. Caderas de revista. Pechos exactos. Piernas infinitas. La rodeaba un séquito de patanes que quizás no lo eran tanto. Los odiábamos. A unos metros, nosotros. Palomillas, adolescentes, de entrepiernas despiertas y en usos solitarios. Ella sonreía. De vez en cuando, eso sí. Pero lo hacía. El grupo dibujaba capítulos de serie rosa con su anatomía. Qué absurdo pecado. Yo la tenía presa en mi memoria como intocable. No me permitía la mañosería. Su sonrisa para mí, valía más. No la quería sin bikini. Sólo deseaba sus labios. De vez en cuando, eso sí.

La condena del mito

Un día el espejo no fue piadoso. Su rubia cabellera no era más que un tinte barato esta vez. Y sus ojos amazónicos tenían surcos cada vez más largos a su alrededor. Era casi risible verla con bikini. En sus buenos tiempos fue la reina de la playa. Reservada sólo para el tablista top. De esas que sin hacer mucho llaman la atención de los caminantes pero que por travesura hacen mucho. Y son inolvidables. Dicen que daba miedo. Hoy me ha preguntado la hora. Me ha obsequiado un helado. Ha intentado una broma fallida. Está sola y seguro arrecha. Me da pena. A mi padre, su contemporáneo y un calco de mi anatomía cuando joven, no lo hubiese siquiera mirado.

Fresia

Qué condena la del heladero en mi playa. Es amplia y pesada. De arenas dispares y el sol que sofoca. Vestidos de amarillo cargando hielos secos que se funden con sabores que no degustan. Entre ellos sigue caminando Fresia. La heladera de mi niñez. Y quizás de la niñez de mi madre. Su nombre, por obvias razones, me provocaba un helado de fresa. No recuerdo cuándo dejé de comprarle. Seguro cuando dejé de ir a la playa con mi madre, y preferí al heladero que me hacía reír. Fresia está intacta para mí. Quizás porque nunca me di tiempo de mirarla fijamente al rostro. Debe haber apuntado mi nombre en su lista de fiados mil veces. Pero cada inicio de verano, me lo vuelve a preguntar.

La pequeña

La primera vez que la vi yo andaba por los doce años, y de mujeres recién me empezaba a hablar el cerebro. Ella era menor que yo. Uno o dos años. Rubia. Pequeña, casi frágil. Elástica a la vez, hacía acrobacias en la arena. No había pudor en sus actos. Su figura volvió a frecuentar mis pasos de verano. Siempre unos metros más allá. Como dos líneas paralelas. En algún momento, cuando apareció el pudor, le llegué a notar cierto interés hacia mí. Según aumentaba el calendario, la amé en silencio. De ella, sólo su voz y su nombre. Ya nunca más las acrobacias. La pequeña, ay del mar sin ti. Hoy que han pasado un par de veranos sin verla, la recuerdo, como siempre, con nostalgia. La pequeña, tan de brisa e inalcanzable como yo.
Peleador

Cuando cae la noche, que en el verano es caprichosa, los roles varían. Adiós paseos en bicicleta. Ya no el chocolate de la tarde. En el ambiente hay aroma a pan caliente. Y los niños juegan a ser adultos. José Antonio toma el rol protagónico. Se lo ha ganado a puño limpio. Hay por él un respeto merecido. Es el hombre del lugar. No se le conocen peleas perdidas y acobarda a sus contrincantes desde el inicio, con esa cicatriz que le da brillo a sus abdominales aún dormidos. Pese a todo, se puede conversar con él. En unos años, cuando todas esas noches sean anécdotas, la cicatriz se habrá reproducido. José Antonio ya no será el hombre del lugar. Le tendrán respeto. Siempre. Pero ya no se podrá conversar con él.

El príncipe de las mareas

A diferencia de los demás, él no llevaba traje negro. Su armadura era simple. Short y polo para absorber la sal y un pelo larguísimo al estilo de los rastas. Pese a eso, en su playa no había ola ni condición climática que lo detenga. El príncipe de las mareas para todos. Nosotros lo observábamos de lejos y lo admirábamos. No era de campeonato. Lo suyo era auténtico. Como si el mar y la tabla fueran su hábitat natural. Un día desapareció para el balneario. Se ha mudado, decían los rumores. Cuando lo volvimos a ver, no había más cabello. Contaron que su sangre le jugó una mala pasada. El día que se despidió del mundo, quiso regresar a su playa. El príncipe de las mareas nunca se fue de allí.

El fulbito también te da mujeres

Por cosas del inicio adolescente, me había quedado sin equipo. No toleraba los entrenamientos ni las órdenes. Andaba confundido. El campeonato empezó y los pies me pedían a gritos una oportunidad. Hasta que calé en el tradicional equipo rival. El equipo de los tablistas que osaban con superarnos en fulbito, como si no bastase con la envidia que sentíamos por sus mujeres. Con ellos me hice famoso. Goles y partidos luchados. En ese ínterin, fue que conocí a Fiorella. La primera mujer que no era de mi colegio que se interesaba en mí. Quedamos en una cita. Me duché, acicalé y me enfundé en mis mejores ropajes. Cuando llegó la hora, el pánico me contuvo. Pasé la tarde, elegantísimo, peloteando con mis ex compañeros. Para ellos no había pasado nada. No regresé jamás al equipo de los tablistas. Y de Fiorella hasta hoy me escondo.

Donde revientan las olas

En la cima hay una cruz, y para llegar a ella, hay que caminar entre pequeños y traicioneros cerros. Desde allí, se observa el balneario, y se tiene una periferia más espeluznante de la monstruosidad del bufadero. Las aguas salen disparadas, y el sonido es digno de un animal prehistórico. De pequeño renegué siempre del maltrato de los visitantes. Dejaban sus desperdicios por doquier. Bolsas de comida, botellas, hasta globos sin forma de los que no conseguía en el mercado. Para mí era el lugar para las escondidas y los paseos en bicicleta. Ya de adolescente, fue allí que ingresé por primera vez al mundo de los adultos confundidos. Un humo verde se apoderó del ambiente. Y el sonido del bufadero fue insignificante.

Cosas de mercado

Como el mercado de mi balneario no hay dos. Tiene dos espacios en el interior y conviven muy cerquita las frutas, las verduras, la carne, el pescado, los huevos, los jugos. Todo esto generando un olor indescriptible. Una mezcolanza que termina por ser adictiva. En las afueras, se asoman los puestos de los juguetes. Hoy los miro con nostalgia. Deseando ser un niño otra vez y volver a las épocas en las que la propina se acumulaba para la pistolita de agua o la de balines. O para el muñeco más parecido al original. Los vendedores son los mismos. Gente que forjó en mí una personalidad veraniega, de brisa. Cuando me acerco hoy, no me recuerdan, pero siguen amables. Cuánto quisiera devolverles todo lo que me dieron con sus precios baratísimos y sus productos inéditos. Y también todo lo que les robé cuando era niño, y me moría por ser grande.

La casa embrujada

Camino a la playa hay un parque grande que fue gigante para mí hace algunos años. El césped y los jardines brillan y brillaron por su ausencia. Es un parque color ladrillo que lo rodean muchas casas. Lo curioso es que la gran mayoría siempre ha estado sin habitar. Fue por ello que se corrió el rumor de la casa embrujada. Una vivienda abandonada en cuyo interior se podía observar un payaso diabólico que se movía. Era un deporte de riesgo el pasar por ahí y contemplar la sonrisa malévola del muñeco. Cuestión de masoquismo tal vez. Confieso con los años que al payaso sólo lo vi una vez. Fue suficiente para no dormir con la luz apagada en semanas. Esa casa ha sido remodelada. Pero aún hoy, cuando me asomo por su zona, se me escarapela el cuerpo. Cierro los ojos y mi cerebro fabrica risas de ultratumba.

1 comentario:

  1. hola Gabrielsoy tu primo Francisco y t queria decir que tu blog esta super bien ya lo leí todo y mé he reido un monton con lo de Fresia bueno chau Gabrile

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