A todos los que se treparon en ella mientras vivió conmigo
Mi viejo tuvo alguna vez un “juguete” del que me enamoré y que enamoró a la mayoría de mis amigos. Una camioneta Patphinder de color azul adornada con los clásicos implementos a los que se acude cuando se quiere engreír a un carro. Estribos plateados, asientos de cuero, aros de primer nivel, buenas luces. Por ese entonces mi afición por los autos era mínima, casi nula. A diferencia de algunos amigos, yo no soñaba con el carro top. No soñaba ni con manejar incluso. Me parecía una actividad demasiado riesgosa y que exigía una concentración y capacidad de reflejo que no me permitía imaginar para mí. Pero confieso que aquella camioneta azul me abrió en algo el apetito conductor. Con ella de compañera, quizás en varios años, podría desenvolverme en el peligroso tráfico limeño, pensaba. Hasta que de un momento a otro, a mi viejo se le ocurrió cambiarla.
Mi padre cuenta con orgullo que a puertas de mi nacimiento, se dijo a sí mismo que jamás trasladaría a su primer hijo en micro. Así que decidió adquirir su primer auto: un Volkswagen escarabajo de color rojo. Con él pasé los primeros años de mi vida, y como es lógico, no tengo recuerdo alguno de mi anatomía en su interior. Mas sí recuerdo los carros que continuaron al “Bolocho”. Cada uno más problemático que el otro. El más representativo fue un pasat Station Wagon de color blanco (que se puso crema con el tiempo) al que había que rezarle para que prenda. Literalmente una carcocha que nos acompañó largos años. Luego aparecieron otros autos que le fueron asignando a mi viejo en su trabajo. Y con ellos, aparecieron en la familia distintos santos a los que acudir cada mañana para su funcionamiento. Y algunas frases típicas: “Hay que contar hasta cien para que caliente”, o “bájate a empujar”.
El primer auto decente de mi papá fue una Racer Daewo negro que obtuvo cuando la situación económica en mi hogar fue mejorando. Llegó, por primera vez, de fábrica, y terminó con los años en propiedad de Juan Antonio, un entrañable amigo de la familia que se murió un día de improvisto, dejando en la cochera del que fue su último lugar en la tierra a su auto, ya golpeado con los años y el uso. Después llegó la Patphinder, que revolucionó el hogar hasta que mi viejo se desprendió de ella. Y a cambio llegó la Nissan Terrano.
Esa operación de cambio hasta hoy se le critica a mi viejo. Él, terco y orgulloso, jamás aceptará que su decisión no fue adecuada. Pero la Terrano, en apariencia similar a la anterior, sólo que de color plomo, petrolera y mucho más escandalosa, llenó de problemas a la familia. Se tambaleaba como montaña rusa cada vez que andaba por la carretera o a más de 100 kilómetros de velocidad. Expulsaba un humo negro que nos generaba insultos. Y se malograba con frecuencia.
Pese a ello, la Terrano le sirvió a mi viejo para llegar hasta Máncora en su momento, y en otra oportunidad, hasta Cuzco, con escalas y retrocesos a lugares como Arequipa o Puno. Literalmente, le sacó el ancho. Con el correr de los años y las situaciones, me llegó el momento de manejar. Y fue así que a los 21 recibí como regalo de mis padres un Honda Civic blanco de dos puertas al que amé y que tiene su propia historia. Con ese carro recorrí la ciudad seis meses sin brevete, aprobé el examen de manejo a su lado y disfruté de la mágica sensación de conducir un auto propio. Luego mi padre cumpliría el sueño de su vida al adquirir una nueva camioneta que anheló desde que la conoció, y la Terrano pasó a ser mía.
Pese a ello, la Terrano le sirvió a mi viejo para llegar hasta Máncora en su momento, y en otra oportunidad, hasta Cuzco, con escalas y retrocesos a lugares como Arequipa o Puno. Literalmente, le sacó el ancho. Con el correr de los años y las situaciones, me llegó el momento de manejar. Y fue así que a los 21 recibí como regalo de mis padres un Honda Civic blanco de dos puertas al que amé y que tiene su propia historia. Con ese carro recorrí la ciudad seis meses sin brevete, aprobé el examen de manejo a su lado y disfruté de la mágica sensación de conducir un auto propio. Luego mi padre cumpliría el sueño de su vida al adquirir una nueva camioneta que anheló desde que la conoció, y la Terrano pasó a ser mía.
Así empezó nuestro idilio. La Terrano y yo. Dicen que el primer amor nunca se olvida, y que suele ser el que goza de los recuerdos más dulces. Pero hay situaciones en las que el segundo amor es tan fuerte que deja de lado al primero sin el mínimo remordimiento. El Honda fue mi primera vez. La Terrano mi adoración. El Honda fue un amor de principiante, con la Terrano viví un romance, con todo lo que ello genera. Pasión, furor, efervescencia. Malestar, odios, dolor.
La Terrano me ha acompañado en momentos y decisiones que han marcado mi vida. Con ella fui a mi primera clase en la Universidad de Lima, y eso significa que me conoce tal como soy y como seguro seré. Sabe de mis miedos, de mis frustraciones. De mis travesuras, de mis carcajadas. Con la Terrano me aparecí en la chacra de los abuelos de mi enamorada, y me di a conocer ante su familia. Con la Terrano me estrellé en la chacra, y me volví (quizás para la burla) inolvidable. Con la Terrano me hice hombre. Dejé de ser un niño. Cómo serlo trepado a ese monstruo de acero plateado al que respetaban las combis asesinas y los micros más abusivos.
Todo en la vida tiene su ciclo, y el mío con la Terrano acaba de llegar a su fin. Con los años se fue deteriorando y se enfermaba con más frecuencia. Además, era tragona, y siempre estaba pidiéndome más petróleo. Simplemente se volvió incosteable para mi economía. Siempre me criticaban el hecho de que por mi culpa la Terrano había perdido su belleza. Que la trataba mal, que no la cuidaba. Sólo ella sabe todo el amor que le inyecté a nuestra unión. La caprichosa, como la bauticé el último período de su existencia junto a la mía porque se demoraba en prender casi como los autos de antaño de mi viejo, tendrá que reconocer que pese a todo, tuvo un dueño que la adoró a su modo. Yo le agradezco absolutamente todo.
La recordaré por muchísimas cosas. La Terrano formó parte de todas mis aficiones, y el fútbol no podía estar ajeno. Con ella recorrí canchas y campeonatos desde San Bartolo hasta La Molina. Me recibió triunfante y goleador, y a veces derrotado y humillado. La Terrano fue conducida por gente a la que quiero mucho, y que por tener mejor capacidad al volante, se la presté sin problemas. Ellos la trataron bien, y sé que la llegaron a querer. La Terrano fue el primer vehículo en el que mi enamorada practicó (con frecuencia pese a que ella diga lo contrario) sus dotes de conductora. Hoy tiene su auto propio. La Terrano fue rescatada cuando me estrellé en la chacra por Pablito, que está en el cielo, y ella aún recordará su anatomía adentro cuando decidió darse una vuelta como niño con juguete nuevo. A la Terrano se subió alguna vez, cuando la manejaba mi viejo, Paolo Guerrero, nuestro máximo orgullo futbolístico, y cuando tuvo plata para comprarse su primer auto, le dijo a mi papá que había elegido una Patphinder (del año) porque quería una “mionca” como la de él.
Con la Terrano despedimos al papá de mi enamorada cuando partió a Estados Unidos, y ha sido el último auto al que se trepó en el Perú. Con la Terrano le dije adiós a mi primo Roca que se fue a Barcelona, y disimulando las lágrimas, partí de su casa, un punto clave en mi vida, para quizás ya no volver. La Terrano forjó mi relación con mi enamorada, y en ella un día nos dijimos en silencio que lucharíamos contra todos para no tener que despedirnos nunca.
No recuerdo con exactitud cuándo fue la última vez que la manejé. Es mejor así. Su imagen me acompañará siempre. ¿Qué hubiese sido de mi vida si mi viejo no se habría “equivocado” al cambiar su Patphinder azul? Pues otra sería la historia. Hoy le agradezco el gesto de cedérmela en su momento por que sé que él también la amó. Y le digo a su próximo dueño que no reniegue nunca del precio que pagó por ella, por que la Terrano tiene magia, y tiene fuerza aún para marcarle la vida a alguien más.
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