viernes, 11 de diciembre de 2009

Lecciones de Carlitos (F)

No sé qué más hacer con este texto. Nació de una conversación con Carlitos, que existe, y pensé: algo debo de escribir, lo que salga. En fin, se lo dedico a Carlitos, que nunca lo sabrá.
En ocasiones como esta me acuerdo de Carlitos, un amigo chofer que conocí en un viaje a Chiclayo hace algunos años. Se me viene a la memoria con poca frecuencia, sobre todo cuando mis pensamientos llevan largo rato divagando, y el tema de la infidelidad retoma la primera plana. No es que ande con ganas de “sacar los pies del plato”, ni que mi entrepierna goce de estímulos cercanos y ajenos. Ya verán que eso es lo más apartado de la realidad en estos momentos. Pero recuerdo las frases de Carlitos, alejadas de elegancia pero contundentes, esa tarde noche chiclayana que me llevó a conocer la calle de los burdeles.

Yo había llegado a Chiclayo por trabajo. Fue un viaje relámpago. De ida y vuelta. Sólo debía monitorear unos detalles que mi jefe de entonces despreciaba por flojera, generando mis malos deseos mientras le decía que sí, que podía viajar. Hoy que ocupo su puesto lo entiendo, y muy a mi pesar, lo imito de vez en cuando. Llegué de mal humor, sin dormir mucho y algo peleado con Luciana, y contaba con generosos viáticos que luego de un pálido almuerzo, un par de bolsas de chifles y un king kong, se me querían escapar de la billetera. Mi pasaje de regreso decía siete y media de la noche, y siendo las cuatro y diez, no tenía nada más que hacer. Llévatelo en la camioneta un rato para que conozca, le dijo mi contacto chiclayano a Carlitos, que me saludaba con respeto sin poder disimular del todo el rostro de reciente siesta.

Con el tiempo aprendí que en los viajes a provincias los empresarios, administradores, periodistas o chupes de oficina aprovechan para darle rienda suelta a sus instintos copulativos, y dejan el disfraz de maridos modelos para interpretar el patético rol del putero. En ese entonces no lo sabía, y me demoré en captar las indirectas de Carlitos. Acá la vida es barata, en Chiclayo las mujeres son fieles, es chiquito pero hay de todo, me decía; y la traducción correcta era: el polvo cuesta veinte soles, las hembras se prestan para todo y nadie se va a enterar de nada.
*
Llegué a un descampado espacio con pinta de escena de crimen montado en una Nissan cuatro por cuatro de llantas enormes pero silenciosas, siendo copiloto de un hombre que apenas conocía. Sólo me quedó confiar. Y efectivamente, el escenario se convirtió en el paraíso de los cherocas. Una pampa enorme, desértica, de donde emergían cuatro locales de dudosísima reputación con letreros huachafos y categóricos alusivos a night clubs. Aún no oscurecía.

Aquí el polvo te cuesta diez lucas, me dijo Carlitos. Aunque si chamullas lo rebajas a ocho. Pero la frutilla del postre la ofrecía el quinto local. Alejado varios metros del resto, aparecía “Las pocitas”, un espacio con pinta de hotel de tres estrellas, de esos que se convierten en cinco en provincias. Ahí, según Carlitos, la cosa era distinta. También es puterío, me dijo cuando ingenuo, le pregunté si un hotel así podía captar clientela tan cerca del pecado. Acá te cobran entrada, dos lucas cincuenta, y el polvo es más caro, te sale veinte soles.

Antes de mi aventura chiclayana jamás había acudido a un burdel. Ni siquiera en las épocas más duras de mi soltería había cedido a esa antigua modalidad. Mucho menos desde que encontré a Luciana, y ni en mi despedida de soltero caí en las garras de una fémina que cobra por rozar su cuerpo con más de cien penes al año. Mi excusa tenía mucho de ética y de responsabilidad por mi salud. Todo muy elegante. Pero gran parte de culpa la tenía el hecho de que por mi velocidad en la eyaculación, pagar 200 soles (lo que cuesta una puta más o menos agraciada en Lima) no salía para nada a cuenta.

A Carlitos no le di ninguna excusa, pero era obvio por mi pasmado rostro y por el hecho de que no dejé mi mochila en la camioneta, que nada iba a pasar. Le seguí la corriente rumbo al primero de los locales, mientras el crujir de los chifles en mi mochila fungía de banda sonora. El “Johana’s” tenía un amplio corredor por donde deambulaban los que bauticé como “despreciables”, muchachos misios y arrechos con pinta de experiencia en el arte de matar el tiempo en búsqueda de una puta bondadosa que les muestre algún presagio de sus servicios con un gesto o una travesura, para amenizar sus infames masturbaciones. También había clientes, pocos en realidad. Pasadas por centavos las cinco de la tarde, en Chiclayo y en cualquier parte, la gente con adquisición económica permanece en sus trabajos, así que las señoritas del “Johana’s” aprovechaban el rato para maquillarse, descansar o hablar por teléfono.

El “Johana’s” olía terriblemente. A sexo, a pecado, a cloro sazonado con espermatozoides disímiles. Y Carlitos lo atravesaba con natural familiaridad. Se acercaba a las chicas a consultarles el precio, les pedía “un poco más de información para el hombre”, señalándome, y ellas asentían mostrando indicios de sus vaginas sin afeitar o con frases que más que calentar, asustaban. Constaté que la información de Carlitos era verdad. Todas cobraban diez soles. Alguna te decía quince notando mi postura foránea, pero eran fáciles de regatear. Carlitos escogió a la que le parecía más agraciada y me dijo “ya, usted mismo es”, con un ademán de sostenerme la mochila. La chica no estaba mal en verdad, pero sin exagerar, si tenía DNI lo había sacado hace poquito. No tío, me voy a sentir un pedófilo. Con esa excusa safé.

*

Los demás locales no tenían nada distinto al “Johana’s”. Eso me dijo Carlitos, tal vez entendiendo que sería difícil convencerme. Volvimos a la camioneta con el pretexto de esperar las seis y media de la tarde, hora de apertura de “Las Pocitas”. Nos estacionamos cerca de la puerta y cada tanto veíamos llegar a las chicas. Eran considerablemente más agraciadas que las del “Johana’s”. Bueno, quedaremos en que eran el doble de mejores, por eso su cariño costaba el doble. Carlitos no volvió a insistirme, y giró la conversación a temas banales. Yo no lo escuchaba. Cambié de postura por la tentación, y sólo pensaba en que a aquella muchacha de piel canela, alta y bien despachada que aterrizaba en “Las Pocitas” la hubiese podido cortejar si la encontrase en una discoteca limeña. O que a la siguiente, un poco más baja y sin tantos atributos, pero sin duda más bonita, le daría un beso sin ningún tipo de inconvenientes. Carlitos me preguntaba por mi trabajo y si era mi primera vez en Chiclayo, y yo pensaba que a razón de mi fugaz primer round, 40 soles sí podía gastar.

En esas estábamos hasta que de pronto las frases de Carlitos me cautivaron, y pesaron más que mis hormonas pecadoras. Era un hombre entrañable. Jocoso y humilde, pícaro e indagador. Me preguntaba por Lima. Por el precio de la comida, por la calidad de los burdeles. Y sin preguntarme nada íntimo, me aconsejaba casi paternal. No te cases, no tengas hijos aún. Aprovecha tu juventud. Yo volvía a pensar en Luciana y en todos los planes que teníamos, tan fuera de aquello de aprovechar la juventud.

"Yo tengo una hija", me dijo Carlitos, "pero cinco mujeres". Siempre me ha sorprendido la manera de afrontar la fidelidad en algunas personas. Tal vez mi círculo sea el más aburrido de todos, pues aunque se hable de otras chicas y de las ganas de palpar otros cuerpos, no tengo amigos infieles. Y he sospechado que aquel que confiese ese pecado será vitoreado al inicio, celebrado con salud y palmaditas de hombro, pero luego confrontado y criticado en silencio. Pero estoy seguro que en sectores sociales distintos al mío, en círculos de amistad como el de Carlitos, la trampa es parte de la vida diaria. Estás en nada si no tienes una amante. Aún así, asumo que tener cinco es algo fuera de lo común en todos lados.

Varias veces me he enfrentado a sujetos que exageran en sus anécdotas, y a simple deducción, Carlitos sería uno de ellos. Pero se encargó, luego de detallarme aspectos puntuales de cada una, de comprobarlos con llamadas a sus celulares. Descontó a su mujer, a ella no le marcó el teléfono. Habló con la trampa más antigua y con el altavoz encendido, le pidió perdón por no poder visitarla. Llamó a la que trabajaba en un colegio, y le comentó que le había gustado mucho el restaurante en el que cenaron la última vez. Se excitó charlando con su última conquista, quedando con obscenidades que ella no dudó en responder con similares frases, en un encuentro íntimo esa misma noche. Y se peleó con la más joven de todas, chica que tenía 29 años y que según Carlitos, era su amante desde los 17. Ella es la más jodida, me dijo luego de colgar.

Pensé en la mujer de Carlitos. Con qué detalles llenará su existencia para vivir la historia desde el otro lado sin darse cuenta. Carlitos me decía que jamás lo había ampayado. Que él sabía cómo hacerla. Y yo pensaba en la reacción de Luciana si siquiera se enterase de mi presencia en el “Johana’s”. No había espacio en mis temores para visualizar su rostro al descubrirme con mi eventual amante. ¿Podría perdonarme una canita al aire? ¿Yo podría manejar una doble relación? ¿Y una quíntuple? Somos hombres, ¿no?, tenemos necesidades, me decía Carlitos.

Todas las palabras de mi nuevo amigo me llenaban de dudas. La vida es una sola, me decía, al final te vas a morir de viejo y vas a decir “tanto tiempo me pasé con esta mujer, tanto hice por mis hijos, ¿para qué?”. Yo pensaba en la escasa lista de mujeres que adornaban mi carrera de pingaloca. Y me preguntaba si acaso la manera de vivir de Carlitos, alejado del estrés del trabajo, con un sueldo pequeño, pero con el carisma suficiente para tener un hogar y cuatro amantes no era el verdadero objetivo de la vida. También en Luciana, en que jamás le había sido infiel, en que llevaba junto a ella seis años y medio. Y sazonado por el momento, con el rabillo del ojo miraba a las chicas que se aproximaban a “Las Pocitas”. Ya en el colmo de la enajenación, imploraba por que Carlitos me lleve de regreso al “Johana’s”.
*

Minutos antes de que den las seis y media, una llamada volvió a colocar a Carlitos en su rol de chofer con desidia constante. Había olvidado hacer unos envíos y debía regresar. No pude conocer “Las Pocitas”. No importa, le dije a Carlitos, igual no iba a pasar nada. Un pisotón típico de niño con rabieta golpeó a mi mochila, y el crujir de los chifles actuó como el sonido de mi conciencia. Será mejor así. Volveré a Lima con mis viáticos enteros y saldré a comer con el amor de mi vida.

Y a todo esto chochera, dijo Carlitos finalmente, ¿tú cuántas mujeres tienes? Cuando le dije que sólo me conformaba con una, su respuesta me descuadró: si yo con esta cara tengo cinco, si me prestas la tuya yo llego a veinte.

Al llegar a Lima decidí olvidarme por completo de mi aventura en los burdeles. Aún sin pecar, no me parecía algo digno de contar, y no lo comenté ni con mis más cercanos amigos. Semanas después Luciana me dijo que estaba embarazada, y fue más fácil alejar de mi memoria a Carlitos, al “Johana’s”, a “Las Pocitas” y a los olores terribles que adornaron mi estadía chiclayana.

Jamás volví a un burdel. Mi hija se volvió lo más importante de mi vida y ni siquiera el fracaso de mi matrimonio me alejó del amor y de las ganas de contemplarla. He pasado algunos meses solo. No he tenido que rendir cuentas a nadie desde que Luciana dejó mi hogar. He tenido contacto con otras mujeres pero no es lo mismo. Compararía la acción con el imaginario de mi cuerpo en “Las Pocitas”. Polvo y a cobrar. Vacío y vacío.

No quiero dar marcha atrás, pero es duro. Sólo cuando reaparecen las dudas, vuelve Carlitos a mi memoria. La infidelidad ocurre cuando menos lo pensamos y de la forma más inesperada. ¿Habrán ampayado a Carlitos? ¿Con qué mentiras seguirá manteniendo su hogar? ¿Tenía razón en todo lo que me dijo? ¿Cuáles son las armas para ser un infiel empedernido? ¿Si lo fuiste una vez, lo serás siempre? Y retumban en mi cerebro llamadas misteriosas cerca de las once de la noche, cancelación de planes a última hora con excusas de trabajo extra, frialdad extrema en la intimidad. Confesiones y llantos. Y me pregunto si mi amigo chiclayano podría conquistar veinte mujeres con mi cara, aún si se entera que no seguí sus consejos. Y tuve que morderme el orgullo, y por temor a no tener siquiera una, acepté el perdón.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Llegó Sudáfrica (Y)

A Manuel Burga, con el odio de siempre.
El Mundial ha empezado ya. Lo bueno de la globalización y de la información instantánea está en la posibilidad de emocionarse por la Copa del Mundo más allá de ser un invitado de piedra. Más allá de ser parte de un país que no sabe de clasificaciones desde hace 27 años. Y es que en el Perú nos hemos acostumbrado a mundiales ajenos, y eso no merma el fanatismo, no impide la emoción. No escuchar el himno en la cita más importante del planeta fútbol es una rutina, como lo es hinchar por Brasil o Argentina, anhelar que las figuras que nos regala la globalización lleguen enteras, o acaso desearle el mal a un país vecino. En el Mundial están todas las figuras que hemos aprendido a querer (y a conocer de verdad) desde que el fútbol se masificó con la televisión y se volvió pan de cada día con la Internet. Y este de Sudáfrica promete vértigo en nuestros televisores aún con nuestra camiseta de la selección guardada en el cajón con la ropa de verano.

El Mundial ha empezado ya, porque se acaban de sortear en Ciudad del Cabo los grupos que le dan forma de una vez en nuestros anhelos y pronósticos a ese mágico mes que esperamos con ansias cada cuatro años. Y desde ya podemos sacar conclusiones. La primera es que luego de dos mundiales con la suerte en el sorteo diametralmente opuesta, esta vez a Argentina le ha tocado un grupo accesible en el papel, y a Brasil el que será denominado como el “grupo de la muerte”. Después podemos decir que Uruguay la tendrá muy dura; que Paraguay tiene el escenario perfecto para demostrar por qué fue considerado durante largo período en las Eliminatorias como el mejor país de Sudamérica; y que Chile la ha sacado barata.

A continuación, un recorrido más profundo de lo que espero de nuestros hermanos de continente:

Argentina: Empecemos por Argentina, equipo del cual soy hincha acérrimo desde que tengo criterio para el fútbol, y mi viejo me contagió el amor por Maradona y Caniggia aquella lejana tarde de 1990 cuando los albicelestes eliminaron a Italia. Debe haber sido la primera vez que vi a mi viejo emocionado por un partido. Yo que en esa época, contagiado por los chicos de mi colegio, simpatizaba por Brasil, me volví maradoniano hasta hoy que le perdono sus exabruptos y confío aún en sus milagros para transformar a su selección en un equipo. Hoy Argentina es cualquier cosa menos un equipo. Y Diego tendrá que trabajar durísimo para plasmar en la cancha el 12 de junio a once muchachos que muestren presagios de triunfo, y no a un grupo de hombres confundidos, con los colores de su camiseta como única arma.

Si Argentina logra formar un plantel serio, y Diego encuentra la manera idónea de rodear a Messi, la fase de grupos la tendrían que pasar caminando. Nigeria siempre es un duro rival, pero no es el equipo del 94 que metía miedo a cada segundo. Tampoco es el de la generación Atlanta 96 con Kanú como abanderado. Hoy tiene a Obafemi Martins como figura principal, un atacante veloz pero que hace rato perdió sitio entre los clase A. Después a Mikel, un mediocampista del Chelsea que es muy bueno. Y nada más. Pese a eso, es el rival más duro del grupo. Después está Grecia, que a partir de la Euro 2004 (con consagración y levantada de copa incluida) resulta un enigma, de lo contrario sería un equipo más. Prometen un buen trabajo táctico, como para vislumbrar un partido a cero hasta el minuto 76, y que luego Messi abra el camino para el primero, e Higuaín ponga el 2-0. Y termina el grupo la ascendente Corea del Sur. Llegan con el cartel de haber clasificado desde México 86 a todos los mundiales disputados. Y luego de haber terminado invictos en sus Eliminatorias, los de Ji Sung Park, volante veloz del Manchester United, su mejor figura, quieren demostrar que no fue casualidad lo del Mundial 2002, cuando anfitriones, llegaron a las semifinales.

Incluso la Argentina actual, sin un esquema definido, con Maradona sin respaldo popular, con Messi de caminante distraído, puede quedar primera del grupo. Con trabajo, sin dudas los del país del tango empiezan su aventura sudafricana en octavos de final.

Brasil: Es inevitable pintarse el corazón de verdeamarelho en los mundiales. Sobre todo para nosotros, tan acostumbrados a las derrotas, alquilar un sentimiento ganador es muy fácil, y Brasil nos viene dando motivos desde hace varios torneos como para sumarnos a su coche triunfalista. Esta vez el destino los ha posicionado en el grupo más difícil, pero estoy seguro de que a ellos les da lo mismo. El miedo, como siempre, es para el rival. A Brasil mientras más lejos lo enfrentas mejor. Corea del Norte está llamada a terminar con cero puntos su reintegro a la cita mundialista. Y los otros dos rivales, Costa de Marfil y Portugal, deben estar preocupados. Brasil tiene un equipo como para ser campeón. Desde ya afirmo que es mi candidato. Tiene al mejor arquero del mundo y una defensa muy solvente. En ofensiva, lo sabemos, Brasil siempre es Brasil. Lo mejor del grupo G es que se verán las caras Kaká, Cristiano Ronaldo y Drogba. Uno de ellos quedará fuera en primera ronda. Portugal ha perdido contundencia por la veteranía de hombres como Deco, Carvalho o Paulo Ferreira, pero tiene en Cristiano (si llega entero) al desequilibrio individual más trascendente del mundo. Y Costa de Marfil llega con un equipo sólido, con la experiencia de haber pasado por el “grupo de la muerte” en Alemania 2006 y con la promesa de no ser, como aquella vez, Drogba y diez más. ¿Mi pronóstico? Brasil está adentro. Y Corea del Norte debe estar comprando ya los pasajes de regreso. Entre Cristiano y Drogba (dos de mis jugadores favoritos) prefiero no opinar.

Uruguay: Siguiendo con esta lista, cuyo orden obedece al corazón, es el turno de Uruguay. A los charrúas sí les ha tocado el “grupo de la muerte”. Dando por descontado un trabajo digno de Sudáfrica por ser local, Francia y México le dan un toque de impredecible al grupo A. A Uruguay no le sobra nada. Es evidente, desde la manera en que clasificó hasta el nivel de sus jugadores, no puede mirar por encima del hombro a nadie. Lo bueno es que lo saben, y tienen a un técnico inteligente como Tabárez que se encargará de repetírselo a todos sus hombres. A un equipo que ha perdido contra la peor selección peruana de los últimos años no se le puede augurar muchos éxitos, pero los uruguayos saben de hazañas. Y encuentran a sus rivales en mal momento. México se ha dormido en sus laureles, y ha convertido en pedantería aquello de ser un equipo de primer nivel. Hoy carece de figuras rimbombantes y ya le faltan el respeto hasta en su penosa Concacaf. Y a Francia le sucede lo mismo que a Argentina. No encuentra el equipo. Tiene que trabajar mucho porque jugadores hay. En esta serie cualquier cosa puede pasar. El “grupo de la muerte” se ha emparejado hacia abajo, y si sus representantes siguen caminando entre la mediocridad de sus actuales momentos, Uruguay podría clasificar. Pero de acá a seis meses todo puede cambiar.

Paraguay: Paraguay navega en el mismo pedestal que Argentina y Brasil desde hace mucho, y ya es hora de demostrar aquello en el Mundial. Es cu cuarta cita consecutiva, y los agarra con la madurez necesaria como para predecir algo grande. A Paraguay se le debe pedir cuartos de final como mínimo. No hacerlo sería desprestigiar a Sudamérica, y seguir dándole motivos a la FIFA para que mantenga los cuatro cupos y medio cuando, por nivel, deberían ser cinco y medio. Tendrán de rival a vencer a la “desconocida” Eslovaquia, de la que sólo se conoce al central del Liverpool Skrtel; y a la que imaginamos débil Nueva Zelanda. Y completará el grupo la última campeona del mundo, Italia. Los italianos suelen ofrecer un planteamiento mezquino y no se hacen problemas si en la primera ronda regalan empates. Paraguay está llamado a clasificarse sin problemas. Les auguro, en el peor de los casos, 5 puntos, con empates ante Eslovaquia e Italia y triunfo con Nueva Zelanda; pero si llegan a 9 no habría nada de raro. Los del “Tata” Martino han demostrado tener un plantel competitivo con jugadores que se saben de memoria su libreto. Y Sudáfrica 2010 es su oportunidad de demostrarlo.

Chile: Aunque la chapa de “enemigo” es menor a la del 98, nunca querré que a Chile le vaya bien. Aunque el odio haya mutado y ni se me pase por la cabeza la idea de seguirle los pasos a mi primo Camote que para Francia 98 arrancó de su álbum Navarrete la página de Chile, mi rencoroso corazón obtendrá la calma en Sudáfrica cuando el equipo de Bielsa esté eliminado. Para el análisis puedo decir que Chile realizó una magnífica Eliminatoria y gracias a Marcelo Bielsa goza de un equipo con credenciales positivos. Y subrayo a Bielsa (nombrado por tercera vez en el párrafo) porque en él me baso para decir que Chile tiene todo para alcanzar hasta los cuartos de final. Tiene todo para ser la “sorpresa” del Mundial. La experiencia en Bielsa le hará no cometer los errores del pasado. Carga con la maleta de haber quedado eliminado en primera fase en el 2002 cuando dirigía a Argentina. Y dos veces no le cortan la cola al gato, dice un dicho.

Chile enfrentará en su grupo a España, selección considerada por muchos como candidata al título. Pero el esquema de Bielsa, bien interpretado y con artífices en buena noche, tiene con qué hacerle frente. España trabaja como ninguno el balón en el mediocampo, no en vano cuenta con Xavi e Iniesta, los mejores volantes del mundo el último año, y con Cesc Fabregas, otro fuera de serie. Y arriba están enfiladitos con dos atacantes mortales: Niño Torres y Villa. Chile le puede jugar de tú a tú, y cualquier cosa puede pasar si “Chupete” Suazo convierte una de las tres oportunidades que seguro tendrá de liquidar a Casillas. Será un partido de ida y vuelta con pinta de Perú versus Brasil de México 70. Pero de todos modos, para los mapochos ese no es el partido. El rival a vencer es Suiza, una selección que ha mejorado mucho y aparenta ser muy sólida. Ahí está el Mundial para los de Bielsa. Y desde esta trinchera (que es la norte por única vez) afirmo, con envidia, que tienen todo para superarlos. Honduras tiene que despedirse acorde a su realidad, con cero puntos. Vienen de perder contra Perú, y eso es garantía suficiente como para decir que están en nada. A Chile lo seguiré pese a que no guardo simpatía ni por su camiseta ni por ninguno de sus jugadores. Al menos en el 98 yo era hincha oculto del “Matador” Salas. Y aquella vez festejé como goles peruanos los de Brasil que sirvieron para mandar a su casa a mi ídolo en octavos de final.

El resto: Ahora sólo queda esperar a junio para darle rienda suelta a la más grande emoción que el fútbol tiene reservada. No creo en los que dicen que tal Mundial fue mejor que otro. Todos han sido (y serán) extraordinarios para mí. Espero que aparezcan las figuras. Que los llamados a romper, la rompan (y que no se rompan antes de tiempo, como Zidane en el 2002 o Romario para Francia 98). Que campeone un sudamericano (si no es Argentina, que sea Brasil). Que África siga sorprendiendo con un equipo adorable, como Camerún del 90, Nigeria del 94 o Senegal del 2002. Que Alemania siga el rumbo de su historia pero con algo más de emoción que las últimas veces. Que Inglaterra demuestre por qué en los videojuegos sigue comandando la selección más fuerte del mundo, que aparezcan Lampard y Gerrard, porque esta vez sí es ahora o nunca. Que en Sudáfrica apreciemos la consagración de esa magnífica y poco valorada generación de holandeses que en la Euro 2008 fueron los mejores. Que Van der Vaart, Robben y Sneijder se olviden que alguna vez pasaron por el Real Madrid y muestren el exquisito fútbol que sólo en la casa blanca no rindió frutos. Que los italianos sumen fantasía a su catenaccio. Que Cristiano Ronaldo la descosa, que Messi haga seis goles, que Kaká sea Kaká, que Eto’o tenga un buen torneo, que Drogba haga un par de golazos, que Forlán esté diez puntos, que Cabañas nos reivindique a los sudacas con un codazo y un gol en un mismo partido. Que Maradona sea feliz. Que Dunga sea ganador pese a Dunga.

Y bueno, la de siempre: que Dios me de vida para algún día, así sea lejano, poder escribir sobre un Mundial con mi camiseta de la selección al lado.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Destellos del Derby (Y)

A falta de tertulias peloteras hace tiempo, les dejo mi apreciación del clásico del fútbol español, el partido más esperado del año. Y le dedico el texto a mis primos Camote y Roca, dos de mis compinches favoritos cuando se trata de hablar de fútbol, y que deben andar borrachos en algún bar de Catalunya. Visca el Barça.
Hace un par de semanas leí un artículo en el Deporte Total de El Comercio dedicado a Zlatan Ibrahimovic. Lo firmaba un columnista que no conocía, de esos que desfilan de vez en cuando en las últimas páginas del diario con artículos no del todo coyunturales, y decía que el delantero sueco era un jugador letal en partidos accesibles, pero intrascendente en los importantes. Juraba compartir la opinión con Arrigo Sachi, que goza con la autoridad de haberlo tenido cerca varias temporadas en Italia. Decía que Zlatan era un perfecto goleador de Liga, pues al ser este un torneo largo que suele coronar a los equipos que menos se complican ante rivales en el papel más débiles, el Barcelona podría dar por descontado buenos desempeños de su actual número nueve ante el Almería, el Bilbao o el Espanyol. Pero en los partidos más picantes o determinantes, de esos que aparecen con los clásicos y sobre todo en torneos como la Champions por ejemplo, extrañarían a Eto’o. Los números respaldan esa afirmación, pues Ibrahimovic ha ganado el Calcio italiano cinco temporadas seguidas (dos con la Juve y tres con el Inter) y en la Champions ha deambulado con más pena que gloria. Pero lo de intrascendente acaba de pasar a la historia hoy con su gol en el triunfo por uno a cero del Barcelona ante el Real Madrid, acaso el partido más importante del mundo en la actualidad.

Y es que este clásico ha tenido muchas contradicciones. Sobre el papel el Barcelona debía arrasar al Madrid (por actual momento, por localía), pero a mi entender eso no ocurrió, sobre todo en el primer tiempo. El Madrid complicó mucho al Barça jugándole de tú a tú, algo impensado en la Liga pasada, y si hubiese encontrado el Derby a Cristiano Ronaldo con ritmo, cualquier cosa podía pasar. En los pronósticos Iker Casillas tendría un excesivo trabajo, y fue Víctor Valdés el que puso el primer gol de la noche con ese atajadón a Cristiano. Los centrales del Madrid serían protagonistas, y para mí Carles Puyol fue el mejor jugador del partido. Lo que no pudo escapar de los pronósticos fue el resultado. Ganó el mejor, pero lo hizo porque pegó en el momento justo, no necesariamente por ser superior.

Y ahí fue fundamental Ibrahimovic. Entró por un deslucido Thierry Henry y en su primer contacto con la pelota la mandó a guardar. Como para callar a los que no lo tenían en los clásicos. Con su sola presencia “Ibra” es un peligro constante. Aún si permanece alejado del área, aún si viene de una lesión, aún si está impreciso como hoy. Jugadores como él o Messi tienen que estar en la cancha siempre, así el equipo se quede con diez. Así lo interpretó Guardiola, y eso fue lo que no entendió Pellegrini al sustituir a Cristiano Ronaldo cuando su equipo estaba en superioridad numérica en el campo, y al hacerlo, entregó el partido. Lo perdió ahí mismo.

Después de tamaña estupidez del chileno, el clásico fue más azulgrana que nunca. Recién se pareció al de los pronósticos. Apareció la mejor versión del Barça, esa que no extraña a sus figuras si se lesionan, la misma que vuelve imperceptible la expulsión de uno de sus hombres. Messi demostró que es un jugador de equipo, y realizó una labor táctica fundamental, llena de sacrificio e inteligencia para descontrolar a sus rivales (que se llenaron de amarillas por detenerlo) aún alejado de los metros finales, que es cuando hace daño. Y se hizo la luz con ese poema al fútbol que suelen ofrecer Xavi e Iniesta cuando controlan los partidos, incluso si tienen como rival de contacto directo a un estratega nato como Kaká, que como todo el Madrid, desapareció después del ingreso de Benzema por Ronaldo. Dani Alves plasmó su personalidad y su estilo, que se complementa como ninguno en el mundo con el toque fino de Xavi, Iniesta y Messi, y luego de mandar dos centros a la tribuna en el primer tiempo, le puso el pase gol a Ibrahimovic y le cedió a Messi la gloria en bandeja para sellar el partido, pero Lío perdió, tal vez por primera vez en su carrera, ante el achique de Casillas. Y colaboró Keita, anduvo correcto Abidal, Toure hizo lo suyo. E inflaron el pecho los dos zagueros. Puyol demostró que hoy en día es de lejos, pero de muy lejos, el mejor central del mundo. Y Piqué su complemento ideal. Nunca se complican, son fuertes en el mano a mano, colaboran en ataque. Que se agarren los delanteros si España los mantiene juntos en el Mundial.

El Barcelona tiene con qué pelear el protagonismo en la Liga, en la Champions y en la Copa del Rey. No se caería el mundo si repiten el triplete al finalizar la temporada. Pero el Madrid ha demostrado que al menos en los partidos entre ellos, puede encontrar la fórmula para contrarrestar poderes. Si bien carece de seguridad en líneas puntuales como las de Albiol y Arbeloa, tiene el equilibrio en el mediocampo que extrañaba con Guti y Gago y que se hará prolijo con el correr de los partidos con Lass y Xabi Alonso. Y salvo Marcelo que no termina de convencer, goza de jugadores correctos como Pepe, Sergio Ramos e Higuaín (a ese dámelo siempre), y cuenta con la magia asegurada, salvo lesiones, de Cristiano y Kaká.

Lo que tiene que hacer en el acto Florentino Pérez es mandar a Pellegrini de regreso a Santiago. Pero ya. Mantenerlo es tan absurdo como prescindir de Cristiano Ronaldo los últimos veinte minutos de un partido trascendental con el rival con uno menos. Y tan irrespetuoso como decir que si se trata de clásicos, Zlatan no moja.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

AdioZ (Y)

Despojado de todo estilo elegante de redacción, a puro corazón, un texto largo, huachafo y cursi. Casi exclusivo para mis incondicionales. Los demás, no lo lean. Es una especie de epístola de despedida hacia los miembros de mi ex hogar. Prometo ahora que he logrado postear sin que se cumpla, por un día, un mes desde mi última vez, hacerlo más seguido.
Luego de 27 años de fervoroso estatus de mantenido, he dejado mi casa. Casi no ha habido tiempo para despedidas. Ni para añoranzas declaradas. Simplemente un sábado por la tarde, y sin hacer mucho aspaviento, les di la espalda a mis padres y a mis hermanos junto a una maleta y un futuro inquieto. Semanas después, mi familia dejó el último hogar en el que fuimos cinco para por primera vez desde 1990, volver a ser cuatro en una mudanza. Hoy en la casa de mi familia no están más mis pertenencias. No hay siquiera un espacio con mi sello. Tan sólo quedan en el alma de mis seres más queridos rezagos de mi presencia, de cada cicatriz que les dejé mientras les hacía compañía. Hoy que no cuento más con una cama unipersonal en el terruño de esas entrañables personas, quiero rendir un homenaje al último hogar que nos supo sentir como familia. A ese espacio que me exilió a un diminuto y asfixiante dormitorio y que por cuestiones ajenas a este texto, goza de la antipatía general de mi gente. Pero que para mí será especial eternamente. Porque pese a haber vivido en nueve casas distintas junto a mi familia, ese dúplex miraflorino encallado en la calle Ramírez Gastón marcó una etapa definitiva en la vida de los que llevan mi sangre, y cuando el tiempo se encargue de posicionar mi nuevo estatus en el mar de las anécdotas, yo le daré vida a ese pequeño pero íntimo porcentaje de mi ímpetu que hoy permanece en silencio, y que me gritará cada vez más fuerte que parte de mí se quedó ahí.

Un adiós gigante, de la A a la Z:

Amanecer: no hay mayor placer al despertar que hacerlo sin obligaciones. Extraño la comodidad de amanecer en mi casa. El jugo de naranja sin necesidad de cansar mis brazos, la cama impecable minutos después. Los periódicos en la mesa. El “buenos días” de mi madre incluso cuando mi presencia venía cargada de culpa. Es inevitable, todo el que deja la casa de sus padres añora el relajo sin responsabilidad de los amaneceres.

Balcón: por ahí miraba la bulla y si no hacía frío, escuchaba el futuro muy abrigado. Fue la dosis de respiro ante el encierro de mi cuarto. El aire ambiguo del que duda si atravesar la calle o quedarse en casa.

Cochera: fue mi primer indicio de independencia. La cochera de mi carro quedaba aparte de la del resto del edificio. Su espacio y el diminuto control negro eran sólo para mí. Cuando andaba tristón o me emocionaba más de la cuenta con una canción, me quedaba diez o quince minutos ahí. No había que rendirle cuentas a nadie.

DirecTV: mi cuarto no tenía Cable Mágico en mi última casa. Versus y los partidos de Alianza jamás atravesaron mi último cubículo. Sí había DirecTV, que si no tomamos en cuenta lo mencionado líneas arriba (que es básico), es mucho mejor. Tenía todos los canales de deportes, series y películas que desfilan en la oferta del cable en el Perú. Fui feliz madrugadas solitarias con Movie City, Cinemax (en diversas versiones), Cine Latino, etc. Hoy sí veo a mi Alianza en mi cuarto, pero películas, sólo en DVD.

Espejo: he dicho que mi cuarto era minúsculo, casi una ratonera, pero tenía todo. Una cama, un televisor, un clóset, un baño. Y en el baño, un espejo. Era el núcleo de la habitación. Con esa otra dimensión al otro lado de los cristales mi espacio crecía. Enfrentándome día a día a esa liturgia, con prisa o sin ella, vestido o en toalla, dejé de pertenecer al grupo de los niños que odiaban los espejos.

Facilismo: lógico, tener servido all inclusive es descomunalmente conveniente. Hoy adoro el vértigo que significa luchar para llegar a fin de mes, aún cuando mi sueldo me dure exactamente 15 días, pero con el tiempo odiaré las cuentas y recordaré las épocas en las que mi única responsabilidad era existir. Ese facilismo que llega a enfermar con el paso de los años, pero una vez que logramos despojarnos de sus taras, quisiéramos volver a sus ramas aunque sea por un rato.

Grifo: pasé un poco más de un año en el departamento de Ramírez Gastón, pero desde el año 2001 viví, digamos, en el mismo barrio. Antes mi familia anduvo en la calle Gustavo Escudero, y nos acostumbramos con intensidad al grifo más cercano. En todo ese período lo he visitado en horas de lo más dispares. Muchas noches, algunas veces cerca de las siete de la mañana, incontables madrugadas. Los últimos tiempos dibujaron mi anatomía cabizbaja junto a mi hermano en ese establecimiento, y se lo agradezco con el alma por el aguante. Íbamos tan sólo para matar el tiempo, para ofrecerle más chances al insomnio. Por eso, sobre todo los martes de pichanga cuando la noche se alarga, extraño ese grifo con la misma intensidad con la que me volví su hincha.

Internet: sobran las palabras. En estos tiempos de comunicación instantánea, básico contar con Internet. Felizmente en el hogar que hoy me cobija con amor y responsabilidad, el WiFi me sonríe, pero no sé hasta cuándo gozaré de esa suerte. Por el momento el presupuesto no tiene en cuenta ni por asomo boletas de Internet.

Juergues: la parte bonita de ser un desempleado está en la escasez de responsabilidad por levantarse temprano. Entonces, si había una juerga entre semana, pues me sumaba sin pudor. Aunque no exageré mucho sobre todo los últimos tiempos, hubo épocas en las que salir por la noche a embriagarme los jueves era cuestión de rutina. Entonces llegar a mi casa a las cinco de la mañana para levantarme a la una de la tarde y simplemente comer con voracidad para esperar el fin de semana, era sumamente delicioso. Qué lejanos se ven los “juergues” hoy día. Una sola vez he ido a trabajar resaqueado un viernes en mi nuevo empleo. Juré no volver a hacerlo nunca.

Kiosco: cómo olvidar a la señora del kiosco. Pese a que jamás compartí con ella más palabras que “seño” o “Bocón”, su mirada enigmática, con esos ojos indescifrables y los gestos en otra parte, fueron parte de mis pasos apurados. Hoy que estamos a puertas de un nuevo Mundial, juro que cuando Navarrete o Paninni me deleiten con sus clásicos álbunes, me daré una vuelta por su kiosco a comprarle el clásico paquetón de figuritas con el que le alegraba la tarde. Sólo en esas oportunidades su sonrisa fue genuina.

La iglesia: mis viejos pertenecen a una comunidad católica, y han pasado casi 15 años con rituales que los separaban del hogar los sábados y uno que otro día de la semana por la noche. Aunque han perdido la batalla por suministrarme de su fervorosa fe, respeto con la célula más comprometida de mi ser todo lo que han dado por su iglesia. Y no en vano he sido niño, adolescente y adulto escuchando (a veces muy a lo lejos) la palabra de Dios. Soy creyente aunque no practico la religión. Pero converso con Dios y me persigno y lo evoco cuando estoy en aprietos. Y en mi existir quedan grandes porciones de la fe que profesan mis padres. En mis anhelos está la capacidad de perder la vida por el semejante, algo que hacen todos los miembros de la iglesia de mi familia, aquellos que mis padres llaman “sus hermanos de comunidad”. Y eso es más fuerte que cualquier religión. Más importante que la confesión o la hostia.

Nina: la nueva casa de mi familia queda a siete cuadras de mi trabajo. Todos los días a la una de la tarde empiezo los pasos apurados para llegar al almuerzo. Es toda una experiencia de verdad. Son 10 minutos de ida, 40 para almorzar y meterle a la sobremesa, y 10 más para regresar. Pero vale la pena porque así la sazón de Anita (Nina para nosotros) le pone el parche a mi hambre. Platos amados por la multitud, como el ají de gallina o la carapulcra por ejemplo, no los acepto ni en restaurantes, y si ella no me prepara el arroz con pollo, lo devuelvo.

Olor: ¿A qué huele tu casa? Nadie sabe, pero reconoceríamos ese aroma entre millones sin ningún tipo de problemas. Mi casa era el perfume de mi mamá, la transpiración trabajadora de mi padre, los adornos de mi hermana, las camisetas de fútbol empapadas de mi hermano y mis zapatillas pezuñentas después de meter mil goles. También la fritura deliciosa cuando se avecinaba un bistec con papas fritas o la papa rellena más sabrosa del planeta. ¿A qué olía mi casa? No lo sé, pero era un aroma entrañable.

Parque: también está conmigo desde el 2001. La tenue luz de sus faroles por la noche que le daba forma a un paisaje silencioso mientras caminaba con alguna compañía grata en ese parque, es un lienzo para mi memoria.

Quieres: con signo de interrogación. Vivir en familia es gozar de los ofrecimientos. ¿Quieres más tequeños? ¿Quieres este pedazo de chocolate? ¿Quieres que te de un poco más de dinero? ¿Quieres mudarte de una vez?

Ruido: parte de formar una familia es sumarse a un ruido exclusivo, casi un sello, una distinción. Debido a las reglas del hogar, los tipos de ruido se van plasmando. Y poco a poco ganan la batalla. Hoy que es de noche y escribo en silencio, no es difícil extrañar las carcajadas de mi madre frente a la televisión o sus canciones en la compu desde temprano; “el bajen el volumen” que fue una característica de toda la época universitaria de mi hermana cuando le daban esas ganas locas de dormirse temprano, como a las once y media de la noche, y mi hermano y yo andábamos gritando goles ficticios en la Playstation; los eructos y las tiradas de puerta de mi hermano, de niño la de su cuarto para manifestar su furia, de grande los cajones de la despensa para saciar su hambre a las tres de la mañana; o la voz a lo lejos de mi padre pidiéndome un favor, o simplemente comentándome un gol que estábamos viendo en televisores distintos, juntos pero separados.

Soledad: conforme uno va creciendo las ganas de emigrar son más fuertes, y los primeros pasos se suelen dar cuando nos quedamos con la casa vacía. Yo era feliz mientras estaba solo en mi casa. Era el rey. Hacía lo que me venía en gana. Había tiempo para todo, pero sobre todo para perderlo sin cuestionamientos asolapados ni interrupciones. Claro, la soledad era magnífica mientras me garantizaban que alguna vez, ya sea tarde o temprano, la casa volvería a estar llena.

Teléfono: ahora que me he tenido que enfrentar a contratos y a bancos y a AFPs, se me ha hecho muy difícil inhibir de mi paladar la frase 2715928 al momento de dar mi teléfono. Ese número me ha acompañado, creo, más de una década. Hoy no existe más. Como tampoco existe en mi bolsillo el último celular que fue cortesía de mis padres. Le tuve que decir adiós a mi Nextel. El último objeto, o la última cuenta, que me pagarán mis viejos (qué conchudo suena eso a los 27). Hoy mi nuevo teléfono me lo brinda mi chamba, y entre mis planes a futuro se encuentran adefesieros objetos que les pienso regalar a mis papás a manera de retribución. Y como ellos son de oro, los tomarán como si se tratase de lo mejor de lo mejor. Como si fuera un Nextel con radio ilimitado y 50 minutos libres sin pagar un mísero sol.

Universidad: yo he sido un eterno estudiante universitario. Mi casa me ha soportado como un ser humano relacionado a parciales, finales y exposiciones un larguísimo período. Pese a que hoy disfruto con llegar a mi casa del trabajo y no tener nada más que hacer, extraño el ritmo de la universidad. Extraño sobre todo los horarios de mierda que me tocaban, como las clases a las siete de la mañana. Esas tiradas de pera eran deliciosas. Mi vieja las detestaba. “Igual voy a pasar, yo sé hasta cuándo puedo faltar”, le decía. Lo que nunca supo fue que cada fin de ciclo, casi rutinariamente, tenía que redactar mentirosos y suplicantes mails a mis profesores para que no me jalen por inasistencias.

Winning: soy adicto al Winning y no me da vergüenza confesarlo. Desde que tengo uso de razón, los videojuegos son para mí una connotación de mi verdadera pasión lúdica: el fútbol. Jamás me enganché con otras variantes. Mis consolas (ya sean de Nintendo, Súper, N64, PlayStation 1, 2 y 3) han recibido en un 98% juegos de fútbol. Y el Winning lidera el ranking. Como soy un solitario, soy de los pocos que siempre prefirió enfrentarse a la máquina que a un semejante. Y le contagié el vicio a mi hermano. Era ley algunas noches llegar a mi casa anhelando que él no esté frente a la Play. Y cuando lo veía inmerso en sus Master League, lo odiaba un poco. A él le pasaba exactamente lo mismo. La última consola que compartimos fue la PlayStation 3, y hoy navega, pesadísima y en un maletín deportivo, de casa en casa. Y es inevitable (aunque ya no nos odiemos) que cuando nos piquen las manos por hundirnos en los apasionantes torneos que nos regala el Winning y el juego no ande cerca, nos dejemos de extrañar un poquito.

Xmas: (perdón por la huachafería, pero la X es jodida) connotación de la Navidad en lenguaje gringo. ¿Qué ejemplo más claro de unión familiar que la Navidad? En mi casa esa época, que en realidad incluye casi todo diciembre, siempre fue especial. Cuando había bonanza económica y cuando éramos misios. Sólo recuerdos gratos para la Navidad. Ese espíritu heredado de mis padres lucharé por trasladárselo a mi hija (¿o será hijo?). Papa Noel no existe hijita, pero la Navidad sí.

Zzz: por último, la hora de dormir. Las buenas noches, aunque a veces fueron gritos de cuarto a cuarto con la palabra “chau”, siempre existieron en mi casa. Cuando no me despedía de mi mamá por ejemplo, me invadía una sensación claustrofóbica. “¿Qué pasa si le ocurre algo en la noche?”. Despedirme de mis viejos cada noche era casi una cábala para mí. Una cuestión de conveniencia tal vez. Pero en fin.

Las letras reservadas:

Chelta: si le digo Marcelo a mi hermano él no voltea. Mi voz con su nombre está reservada para Salas, para Bielsa, para cualquiera de sus tocayos. Él es Chelta, y lo será mientras yo viva. Le puse esa chapa en honor a una palabra que él repetía de pequeño que se me extravió de la memoria, pero su apodo quedó. Mi hermano llegó al último barrio que compartí con mi familia siendo un gordito chinchoso al que sometía con llaves al estilo Dragon Ball y se fue convertido en un hombre más alto y más guapo que yo. Y como ya he dicho, me llevaré en el alma su aguante en mis últimas noches, cuando me ayudaba a pelearle al insomnio en madrugadas solitarias, todas mis angustias, en ese bendito camino que nos llevaba al grifo, a nuestro grifo, y donde le decía con palabras y silencios que no debería ser como yo (al menos no tanto). Mi hermano es mi amigo más querido, y de todo lo que “perdí” cuando dejé mi casa, su compañía es lo que más extraño.

Hermana: cuando evoco a mi casa asoma mi hermana Paloma concentrada en su trabajo mientras yo perdía el tiempo, y la interrumpía casi por joder con preguntas absurdas. Y extraño su paciencia para jamás darme la espalda. Para tolerar mis imposiciones caletas como cuando éramos niños y el aburrimiento me llevaba a hacerla renegar. Fue mi primera enemiga, cuando era una chillona exagerada; y mi primera amiga, cuando tuvo el plus de presentarme a la que sería la madre de mis hijos. Mi hermana hoy ocupa mi lugar de hija mayor, y como conmigo le brota la empatía, seguro dirá que aprendió de mí. Yo aprendí de ella su sentido de perseverancia, y rescato que pese a tenerme cerca más de 24 años, no se haya contagiado de mis demonios. Y que haya sido yo el que más veces quedó “volando a la deriva”.

Mamá: soy y seré un hijo para siempre. Y mi madre es mi madre pues, con ella no hay objetividad. Comparto ese sentimiento con todo el que me lea, estoy seguro. Mi mami fue Mamá con mayúsculas mientras viví a su lado. Su luz aparece en todo rezago de felicidad que me regala el mundo. Y la tengo archivada en los más antiguos y trascendentales documentos de mi memoria. Como cuando a los tres años la esperaba a que llegue de su universidad y ella lucía una chompa beige que yo adoraba. Como cuando estaba por acabar la primaria y se sentaba conmigo para hacerme estudiar, y no cesaba hasta que le creyese la frase que repite hasta hoy: tú sí puedes. Como cuando se emocionaba hasta las lágrimas con mis escasísimos logros. A mi madre no le reprocho nada, y todo el que le cuestione algo, pues que se vaya a la reconcha de la suya.

Viejo: mi viejito siempre estará conmigo. El mismo que por un descuido casi me mata en nuestro primer hogar, cuando tal vez para cuidar a un niño tenía la misma experiencia que tengo yo hoy. El mismo que con un silbido a modo de saludo me devolvía a la tierra. El mismo que algún día me dijo “toma, es tuyo”, y me entregó mi primer auto. El mismo que sólo dormía tarde las noches de partido y que comía con la misma voracidad con la que hacía dieta, tres o cuatro panes con mantequilla. El mismo que me enseñó que cuando la vida te lesiona, con sacrificio y garra, y sobre todo fe, se puede uno recuperar. Yo ya quiero que nazca mi hijita(o) para intentar regalarle un papá como el que tengo yo. Y sobre todo porque será la única(o) capaz de despojar del pedestal de mis afectos a mis padres. Porque hoy ensayo un adiós a medias, pero sólo con ella estaré preparado para despedirlos definitivamente.

Yo: el Gabriel de la casa de familia no existe más. Con estas líneas se despide, con el compromiso explícito (siempre conchudeando) de seguir solicitando su ayuda y su compañía para siempre. Esta vez desde trincheras diferentes, pero con el cariño de toda la vida. Ya saben que pese a mis aires de autosuficiencia y a mi incapacidad de manifestar mis sentimientos a veces, siempre los necesité. Y los voy a seguir necesitando. Aunque los objetos de su nueva casa me señalen como un extraño, aunque me haya llevado mis contadas pertenencias, tengan la certeza de que un pedazo importantísimo de mi existencia se quedará con ustedes por los siglos de los siglos.

Ah!, no se olviden nunca de mi voz en la ducha. Y sobre todo en estos tiempos, pongan play en “Amor y control”. Porque a pesar de los problemas, familia es familia. Y cariño es cariño.

lunes, 26 de octubre de 2009

Que no te cueste (tanto), Celeste (Y)

A los doctores de la Cid, para que me la "devuelvan" enterita.
La capacidad autodestructiva de algunos personajes públicos es tan o más fuerte que el talento o la suerte que los llevó a ser (re)conocidos. Nunca lo entenderé. ¿Por qué un actor en la flor de su edad y en el momento cumbre de su carrera decide inyectar a su cuerpo una dosis mortal de pastillas? ¿Qué obliga a un ex galán de diversos (y renombrados) shows televisivos a sumirse en el más patético alcoholismo? ¿Ser el mejor es insoportable? ¿O acaso mirar la fama en retrospectiva convierte al futuro en el infierno terrenal?

La depresión es la enfermedad de esta época, y los que siquiera mínimamente la hemos sufrido sabemos de su magnitud, pero que ocurra en gente que lo tiene todo me parece una de las grandes paradojas de la humanidad. ¿Qué compra la felicidad? A veces ni siquiera la salud (física, digamos) es el máximo tesoro. ¿Lo es el dinero? ¿El poder? ¿El sexo? Los actores, músicos y hasta deportistas que a menudo se suicidan llevan esa interrogante a dimensiones escalofriantes, y entonces la duda para mí cambia de giro: ¿Cómo una persona desequilibrada puede llegar a la fama? Qué mundo raro…

Hace unas horas mientras buscaba noticias por Internet me enteré del internamiento de Celeste Cid, una mujer argentina cuya belleza es incuestionable, con un rostro de porcelana y unos ojos inmensos que derretirían hasta al más gay de los gays. Ha llegado a la clínica por los problemas de siempre en la gente de la “farándula”: alcohol, depresión, mala alimentación. El tratamiento a seguir es casi idéntico al que tuvo que afrontar el gran Charly García, y su recuperación consiste en engordar diez kilos, no mirar televisión ni leer revistas, eliminar los hábitos nocturnos y alejarse de las malas influencias.

Según los medios argentinos, la enfermedad de Celeste sería la alcoholexia, una mezcla entre alcoholismo y anorexia. Además se habla de bipolaridad y de diversos intentos de suicidio. Increíble, Celeste Cid (Yoko en Verano del 98) no está conforme con su vida. No está conforme con su cuerpo. Ella no tiene 50 años para comprenderla y mencionar que el distanciamiento de sus mejores tiempos le ha golpeado el alma. Celeste Cid ha cumplido el pasado 19 de enero 25 años y está en la flor de su talento (acaba de filmar una película) y de su belleza.

¿Es tan difícil la fama? ¿Qué se siente saber que el 80 por ciento de tus semejantes darían su vida por estar en tu lugar? ¿Es tan terrible tener la certeza de que para muchísima gente, por más que en su anodina existencia no lograrán ni rozarte la mano, eres alguien especial? A Celeste Cid la “conocí” un verano, que no fue del 98, mientras veía pedacitos de la serie que la lanzó a la fama. El idilio fue casi automático, y compartido a escondidas con varios de mis amigos. Después, en mi primera experiencia laboral, su rostro me alegraba las mañanas como protector de pantalla, y cuando los nervios o el mal humor me sobrepasaban, su sonrisa me devolvía la calma. Luego he sabido de ella a cuenta gotas, pero siempre, cuando la ocasión lo ameritaba, la he sacado a relucir, sobre todo cuando en una conversación asomaba la palabra belleza.

Hoy que tengo una nueva oficina para llenar la rutina de nervios y malos humores, su foto no está más en mi pantalla.

A veces juego a imaginarme cómo sería mi vida si fuese famoso. No perdería la humildad, me digo. Jamás andaría deprimido, me consuelo. Tal vez no sea así. Tal vez les quitaría el saludo a mis amigos más genuinos. Tal vez me escondería a llorar o a emborracharme hastiado de las adulaciones. Siempre es duro (porque genera hasta rabia si se tiene en cuenta que uno se las arregla para ser feliz mientras se lucha por llegar a fin de mes en el anonimato) enterarte de gente famosa que se suicida o termina hospitalizada por una terrible adicción, pero es más llevadera la noticia cuando los caídos son ex famosos. Ex sex simbols. Ex actrices de renombre. Resulta incomprensible cuando se habla de Heath Ledger o de Kurt Cobain. Resulta incomprensible cuando la que se está matando es la chica por la que alguna vez dijiste: “esta es, no hay mujer más hermosa en el mundo”. Y te pones a pensar en qué tan difícil es ser el número uno. Y los entiendes, porque ser el mejor es llegar a la cima, y porque ser el mejor es tener que demostrárselo en cada momento a todo el mundo, a todos los anónimos. Y porque ser el mejor, sobre todo, es creerte esa frase a ti mismo. Y ni siquiera Celeste Cid le ha podido creer a su espejo todo lo que tarde, muy tarde, le estoy diciendo yo.

jueves, 15 de octubre de 2009

Vos sabés (Y)

Conciencia en Offside ha permanecido largo tiempo en descanso. A diferencia de otras ocasiones similares, esta vez la tristeza no ha tenido nada que ver. Todo lo contrario. Esta reaparición está dedicada a la hermosa luz que es en estos momentos mi primer heredero. Y con este texto empiezo una larguísima etapa en la que absolutamente todo lo que escriba, todo lo que diga, todo lo que anhele, sera para él(ella). "Cómo te esperaba, cuánto te deseaba..."
No sé si serás mi amigo más fiel o mi eterna princesa, pero tengo clarísimo desde que supe de tu arribo a mi mundo que lo más importante de mi vida está contigo. Me he demorado mucho en escribirte y te pido perdón. Me he estado acomodando a tu noticia. He ido sumando cambios, diciendo adiós. Y en el camino imaginando tu presencia, tu voz, tu magia para brindarme el mejor regalo que un hombre puede anhelar. Con el tiempo, lo prometo, te escribiré tanto y tanto que me pedirás stop.

Quiero empezar diciéndote que estoy muy emocionado por tu llegada. Que no sé bajo qué hechizo me has convertido en otra persona, al punto de poder gritarle al mundo que yo, tan amigo de la rutina y tan temeroso del paso del tiempo, hoy quisiera apretarle el botón de adelanto a los días para que ya estés conmigo, para que todos los momentos a tu lado sean cualquier cosa menos una rutina.

Ya me conocerás, y con anécdotas repetidas que en unos años sabrás de memoria y te romperán un poco la paciencia, podrás saber un poco de lo que fui antes de volver a nacer contigo. Pero para el libro de tu existencia, ese que lleva escritas apenas sus páginas iniciales, quedará el hecho de que cuando supe por primera vez de ti, tenía 27 años. Que era un hombre en camino a un vacío interminable. Que venía, con armas embusteras, perdiendo la batalla contra la vida. Que prefería el silencio, veneraba la quietud, apenas dormía y le hacía daño a mi cuerpo. Y encima, me estaba dando el lujo de perder una parte fundamental de mis afectos.

Entretanto, en ese letargo que fue el mundo sin ti, el pasado era siempre mejor. Como si tuviese 80 años, como si la resignación hubiese colocado en el fondo de mi memoria los momentos gratos, y además, insertado una barrera inquebrantable. Pero todo terminó. Contigo he mutado. Me has sacado con dulzura de las tinieblas. Hoy que estás en camino no hay nada que anhele más que mi futuro, que llevará tu nombre y tu fuerza. Me has proporcionado desde ya las armas exactas. He vuelto a soñar, que es mejor que dormir. Y aunque el silencio será mi sombra hasta siempre, quiero transformarlo, plasmarlo en la contemplación, en el deseo de tu voz. Venerar esta vez el movimiento, tu movimiento.

Te imagino un ser maravilloso. Sólo eso. Sin importar tu género, serás maravilloso. Espero que heredes de tu madre la belleza. Que tus ojos se parezcan a los suyos, tan profundos y cautivantes (aunque no me haré problemas si llevas unos tristes, como los míos). Que tu pelo sí sea la mezcla perfecta y si eres mujer, no te deje de legado mi nariz (si eres hombre, ya verás, igual conquistarás). Que tengas estéticamente las manos de tu mamá, y sentimentalmente las mías. Que si eres mujer tus piernas sean infinitas, y si eres hombre, gusten de patear una pelota y seas todo menos delantero (pues te he dejado un poco alta la valla de goleador). Que no heredes mi timidez, y si no hay remedio, que encuentres más rápido que yo la manera de contrarrestarla. Que tu estómago prosiga en calma su camino, que nunca te juegue en contra, como el mío. Que no te condene, lo imploro, el insomnio. Que duermas plácidamente, como tu mamá, y me dejen la angustia y los fantasmas a mí.

Que tengas la risa a flor de piel. Y el buen ánimo te albergue la mayoría del tiempo. Que tengas muchos amigos. Que te rompan poco el corazón. Que jamás llegue a tu aura el bichito de la depresión. Que el amor y la sonrisa prevalezcan antes que lo material. Que no te rindas antes de tiempo, y cuando la derrota sea ineludible, desees con el alma la revancha. Que el día de mi adiós te encuentre fortalecido. Que me quieras tanto como quiero a tus abuelos, pero que estés preparado, mucho antes que yo, para caminar solo. Que el destino te sonría y hagas realidad tus propios anhelos. Los míos los cumpliré tan sólo al contemplarte. Que me digas papá, porque a partir de ti, ya no seré más un simple Gabriel.

Yo haré hasta lo imposible por hacerte feliz. Lucharé en cada instante de mi vida por hacer de la tuya una más grata. No me imagino cuánto me podrás cambiar cuando por fin abandones la cuevita en la que te vas forjando para mirarme a los ojos, si desde ya, que apenas eres un puntito en el alma de tu mami, mi pasado ya no importa. Te seguiré esperando, siete meses se pasan volando. Y no tengas miedo, el hombre que fui antes de conocerte ya no existe. Y no volverá jamás, pues como escribió algún día un maestro que tuve: seré mejor por ti, bebé.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Cuatro gallos (F)

Un cuentito después de tiempo. Para los hermanos Saco. Los míos. Mis gallos.
Aquel día Chirozo y Manotas no quisieron pelear. Rechazando las leyes explícitas, se observaron breves segundos y dirigieron sus pensamientos hacia el infinito. Era mi primera vez en un coliseo para peleas de gallos. Un debut pacífico, pensé. Surgieron breves silbatinas. Los separaron. Los hicieron “pechar” con la danza infalible del pico a pico. Pero nada. Se pidió disculpas a la concurrencia. ¿Cada cuánto ocurre esto?, pregunté. Nunca, me dijo Guillermo, que para ese entonces refunfuñaba y casi déspota, anulaba todo compromiso futuro con el apostador que había elegido.

Guillermo nos había insistido tiempo atrás. Vamos, se van a divertir. Por fin habíamos coincidido ese sábado, y éramos una vez más nosotros, como hace tanto. Aldo y Manuel me habían convencido. Van unos hembrones, me dijeron en dos mails por separado. Yo imaginaba que en las peleas de gallos me podría encontrar con cualquier cosa menos con hembrones. Todo lo demás estaba ahí, como en mi imaginación. El criollismo, la tradición. La música en vivo. Las apuestas. El sello del vicio, colorado y de ojos inyectados, en los gestos de los conocedores. Y cómo no, el trago. Aldo y Manuel andaban con sed. Fuera de acá, dijeron cuando Guillermo sugirió esperar hasta la pelea siguiente. Segundos después teníamos una botella de pisco a nuestra merced. Cuatro gallos, decía la etiqueta. Vaya nombre. Quién pudiera tener la dicha que tiene el gallo. Salud, compadre.

Cada encuentro de los cuatro era un triunfo desde hacía algunos años, cuando la vida se había puesto seria, y el dinero, el trabajo y las mujeres nos habían alejado. No podíamos hallar entre las primeras carcajadas la fecha exacta de nuestra última vez. Yo tenía una hipótesis, pero preferí callar. Lo concreto es que éramos amigos desde siempre, y cuando estábamos juntos nos olvidábamos de interpretar los roles que nos había asignado el destino. Aldo no era más el payasito de su grupo de trabajo. Manuel no tenía que ensayar aquellas posturas importantes frente a los clientes de la empresa de su padre. Y Guillermo dejaba de vender, de exagerar, de mentir para ganarse el pan de cada día. No recordábamos detalles de nuestro último encuentro, generalmente bañado de risas, apodos y una que otra confesión, pero tenía la certeza de que esta vez el más necesitado de aquello era yo. Llevaba un mes sin empleo desde que la revista a la que le dedicaba mediocres artículos me había mecido por tercera vez en cuanto al aumento del miserable sueldo que me pagaban, y no tuve más alternativa que renunciar. Dignidad le dicen. Las pelotas. Andaba con la moral por los suelos, sin mucho por ofrecer y con la sospecha de que Mariana me había perdido la fe.

Los siguientes gallos se diferenciaron totalmente de Manotas y Chirozo. Tanto que no tuve ni tiempo de memorizar sus nombres. Las peleas de estos animales duran realmente muy poco, escasos segundos vibrantes que de vez en cuando regalan a la multitud rastros de sangre. Parece que los gallos de pelea se atacan por instinto. Basta que sientan la presencia de un similar para empezar a pelear. Llevan cual prótesis una eficiente navaja, el arma mortal. Y todo concluye cuando el gallo derrotado (muerto) entierra el pico. En muchas peleas el vencedor deja de existir segundos después de su triunfo, y en pocas ocasiones, el triunfante logra permanecer entero para participar en otra pelea. Guillermo era el único especialista. Las apuestas corrían mínimo desde 50 soles y él se había adjudicado ya 200. Como en todo ritual en el que influye el azar, había que tener cierto tino para no perder por goleada. Poco a poco, sin siquiera hablar, nuestro amigo nos estaba incentivando a participar, a dejar de lado las apuestas internas que en su pico máximo de emoción, llegaron a cinco soles. Para ese entonces el gallo que más quería era el de nuestra botella. Sentí que me estaba emborrachando mucho antes que mis amigos. Debe ser el estrés, pensé. Y los observaba eufóricos ante las maniobras de los púgiles con plumas, interrumpiendo su rictus únicamente para contestar las llamadas de sus mujeres.

A mí Mariana no me había llamado. Tampoco me había puesto peros tras comentarle la posibilidad de salir un sábado por la tarde sin ella y a beber alcohol. Cosa rara. Mis tres amigos sí tuvieron complicaciones. Aldo hasta tuvo que mentir. Más tarde, cuando las peleas hayan declarado al campeón y el pisco nos embarcase a la conversación sincera, hablaría de mi trabajo y del dolor por un ingrato futuro económico. Me darían consejos y tal vez propondrían algún contacto. Cholo, ya sabes que si necesitas billete, pídeme nomás. Hubiese preferido hablar de Mariana. Les hubiese comentado a mis tres gallos el tiempo que llevaba sin hacerle el amor, sus gestos forzados al hablarme, su escasez de compromiso, su poca similitud con la mujer que me había hecho pensar en el para siempre.

En las peleas de gallos sí hay hembrones. No sé bajo qué criterio acuden en masa a ese lugar tan ajeno a las discotecas en las que terminarán la noche. Lo cierto es que, sin exagerar del todo, en el coliseo podemos encontrar casi un desfile de modas. Todas acompañadas de grandes grupos de hombres de la clase más alta de la capital, atiborrándose de cervezas y convirtiendo el palco preferencial del lugar en una connotación de un after party de concierto de lujo. En algún momento de la jornada nos dirigimos hacia allí, a contemplar a las chicas. Ese era, según los mails de Aldo y Manuel, nuestro propósito principal de la actividad sabatina al fin y al cabo; y con el pretexto de comprar unas cervezas, iniciamos el patético espectáculo que suele ofrecer un grupo de cuatro ex chiquillos que ni siquiera por la experiencia y el garbo que ofrece una billetera con tarjetas de crédito son capaces de confrontar a una dama. Nuestros ojos destilaban pisco y excitación. La antítesis de lo que necesitaba cualquier mujer en ese momento.

Pero hubo algo que me empujó a cambiar la historia. Quizás el hecho de creerme por primera vez aquello de “no tengo nada que perder”. Tal vez el velorio en el que se hallaba mi celular. O el vértigo que ofrece una pelea de gallos. Y es que el cortejo tiene similares desenlaces, hay un perdedor y un sobreviviente, o en el peor de los casos, la indiferencia de Chirozo y Manotas. Escogí a una linda chica, lucía un saco verde y la sonrisa perfecta. Pude haberle dicho cualquier cosa pero para la anécdota quedarán frases como mi papá cría gallos, es el santo de una amiga y no, no tengo novio. Mis tres gallos observaban más allá cómo un beso en la mejilla aparentaba el triunfo del cuarto, el más necesitado de gloria, que se selló un rato después con un salud a lo lejos que se prestaba para todo tipo de interpretación. Hubo varios picotazos de envidia.

Para una de las últimas peleas, entre Aldo, Manuel y yo juntamos 50 soles y apostamos, tercos, en contra del gallo que eligió Guillermo. Perdimos, y contrapesamos la desazón embutiéndonos un par de sánguches de lechón y una porción de anticuchos. La noche aún tenía camino por ofrecer y cada uno un plan distinto junto a sus parejas. No nos veríamos hasta dos semanas después, cuando los convoqué para darles la noticia. Esa noche Mariana me recibió en su casa sin variar su indiferencia. Odié a Chirozo y a Manotas. Pensé en los sobrevivientes y en su dañado futuro. Y quise enterrar el pico, pero quién pudiera tener la dicha que tiene el gallo.

jueves, 20 de agosto de 2009

Promesas incumplidas de la pelota (Y)

Este texto le rinde homenaje a los futbolistas que por una u otra razón, no rindieron lo que se esperaba de ellos. Hay algunos ejemplos discutibles, otros que son un consenso. En todo caso están los que alguna vez, con su talento o su poder mediático, me ilusionaron en vano. Está dedicado a todos mis amigos peloteros. Todos ellos unas promesas incumplidas.
Los consagrados:

El dribleador de emociones

Antes de que Ronaldinho sorprenda con sus amagues de fantasía o que Cristiano Ronaldo deslumbre al mundo con sus bicicletas, hubo un jugador que hizo del fútbol una connotación del malabarismo. Se hacía llamar Denilson y era brasilero. Contemporáneo de Ronaldo, supo protagonizar en su momento el fichaje más caro del mundo en la temporada 98-99, cuando aterrizó en el Betis de Sevilla. Nunca colmó las expectativas. Con la camiseta de su selección, fue protagonista en el título de la Copa América en Bolivia 97, pero luego sus actuaciones se fueron diluyendo. Ni siquiera su presencia en el fantástico equipo brasileño del Mundial de Francia 98 será recordada amablemente. Denilson fue una estrella fugaz. Hábil como pocos para dejar desparramados y humillados a los rivales, cuando le tocó ser efectivo, cuando le llegó la hora de ponerse un equipo al hombro, decepcionó y decepcionó. En el Betis jamás se olvidarán de él. El fichaje que los hizo soñar con títulos y consagraciones internacionales los terminó hundiendo en reproches y silbatinas; y una larga racha de frustraciones que se coronaría incluso años después con el descenso. Denilson jugó luego en Francia, Arabia Saudita y Estados Unidos sin cambiar su suerte. Retornó a Brasil en búsqueda de afecto popular y tampoco destacó. Lo último que se supo de él fue que anduvo por el fútbol de Vietnam, haciendo gala de su pasado para cerrar contratos millonarios hasta el final de su carrera. Las lesiones lo terminaron por hundir hace poco, a los 32 años. Una lástima. No hubiese sido raro tenerlo como protagonista de las portadas de diciembre a enero, publicitando su llegada, con bombos y platillos, a algún equipo “grande” de nuestro alicaído fútbol. Eso sí, para mí y todos los futboleros de mi generación, esa bendita e imposible jugada que venera Cristiano Ronaldo, de mover los pies por encima del balón y burlar rivales sin tocarlo, está inmortalizada como “la de Denilson”.

La tetera negra

Los juegos olímpicos no le llegan ni a los tobillos al Mundial, pero hubo un año en el que el fútbol fue protagonista de las olimpiadas, y logró captar televidentes casi a la par de la Copa del Mundo. Fue en Atlanta 96, cuando por Sudamérica participaron Brasil, abanderado por Ronaldo, y la Argentina de la fantástica generación de Orteguita, Crespo y el “Piojo” López. La medalla de oro tenía que caer en uno de estos dos equipazos. Pero el campeón vino de África. Liderados por el extraordinario Nwankwo Kanu, Nigeria dio la sorpresa, eliminando en semifinales al “Scratch”, y en la final derrotando a Argentina con un gol en el último minuto. Kanu fue en ese entonces el mejor del mundo. Desplazó a Ronaldo incluso. Era un jugador atípico, pues medía casi dos metros. Pero el ardid de su juego estaba a ras del suelo. Poseedor de una técnica exquisita, con olfato goleador y solidario. Un crack. Apareció en el Ajax de Holanda y luego de su mentada participación en Atlanta 96 lo compró el Inter de Italia. Un problema en el corazón casi acaba con su carrera, pero logró sobreponerse. Volvió al fútbol para beneplácito de los que lo amábamos, aunque jamás fue el mismo. Ni en el Arsenal fantástico de Wenger, donde nunca se ganó la titularidad. Ni en su selección. Luego de pasar desapercibido de la óptica mundial del fútbol, apareció a cuentagotas en el Portsmouth inglés, equipo en el que juega hasta hoy. A veces dan ganas de verlo, pero su lejanía con aquel morocho de bigotes pálidos que festejaba transformándose en una enorme tetera sus golazos, hacen que uno cambie de canal. Kanu pintaba para refuerzo rimbombante del Real Madrid cuando apareció en el fútbol. Hoy, a los 33 años, es un master en actividad.

El ídolo ingles

Roberto Ayala hasta hoy debe tener pesadillas con el partido por octavos de final en el Mundial de Francia 98 entre su Argentina e Inglaterra. Aunque aquella vez el triunfo fue albiceleste, Ayala pasó a la historia porque sufrió la fractura emocional de su cintura al ser amagado por un petizo de dieciocho años que respondía al nombre de Michael Owen. Ese fue el inicio de la que sería, según vaticinio de todo conocedor del buen fútbol, la brillante carrera del futuro crack inglés. Owen estaba destinado a ser el hombre orquesta de la Inglaterra campeona del mundo luego del lejano 66. Eso jamás ocurrió. Pese a varios buenos partidos con el Liverpool inglés, y uno que otro gol vestido con los colores de su país, Owen jamás se sacó de encima la chapa de ser una promesa. Nunca despegó. Y aunque tuvo siempre la suerte de su lado en cuanto a poder mediático (recordemos su sonada transferencia al Real Madrid), el Liverpool volvió a ser gigante una vez que él abandonó el equipo. Después las lesiones terminaron por desligarlo de la simpatía del hincha. Llegó al Newcastle, club con el que descendió la temporada pasada. Y hoy tiene una nueva oportunidad (acaso esperando su despegue a los 30 años) en el Manchester United, equipo que le ha dado la camiseta número 7 (sí, la de Cristiano Ronaldo, Beckham y Cantoná). Para muestra de lo que es Owen es cuestión de consultarle a Konami, la empresa líder en videojuegos peloteros. Owen ha sido siempre en el Play Station un modelo de lo que pudo haber sido en el césped. Veloz y goleador. No confío en una buena etapa suya en el Manchester, ya le perdí la paciencia. Pero en el Winning, a Owen dámelo siempre.

El “Puma” merengue

El Real Madrid, acostumbrado a comprar siempre a lo mejor del mercado, en la temporada 1999-2000 se adjudicó de los servicios de Nicolás Anelka. El “Puma” venía de grandes campañas en el Arsenal de Inglaterra, donde fue ídolo. Y por su porte de boxeador y su extraordinaria precisión en el área, era fácil imaginarlo como el delantero potente que le faltaba al Madrid, su hombre gol. En síntesis, un calco (o una aproximación) a lo que había sido Ronaldo algunas temporadas atrás en el Barcelona. No fue así. Habitualmente relegado a la suplencia por el cumplidor Fernando Morientes, el paso de Anelka por la entidad blanca (aunque coronado con la Champions del 2000) pasó rápidamente al olvido. La carrera del “Puma” tuvo un tremendo bajón. El PSG de Francia, el Manchester City y el Fenerbache de Turquía fueron los clubes donde intentó en vano reposicionarse como un delantero A1. Luego de un resurgimiento en el Bolton de la Premier League, fue fichado por el Chelsea. Anelka en ese club, reconociendo su lugar como atacante de un nivel secundario, ha adoptado la postura que más le conviene hoy: ser actor de reparto. En el Chelsea matan por Drogba. El “Puma” es el delantero que de vez en cuando les regala un hat-trick, pero a la hora de la hora, falla un penal decisivo.

Los efímeros:

El “angelito” de Madrid

En un fútbol tan comercial y globalizado como el de hoy es difícil valorar a los ídolos. Terminan siendo reemplazados al primer error, o resistidos por la hinchada. Más difícil se pone la cosa si el ídolo es un delantero. El Real Madrid podrá ser el equipo más derrochador de la historia en cuanto a fichajes se refiere, pero ha sabido mantener en un alto pedestal a su jugador emblema: Raúl. A inicios de esta década corrió el rumor de que aparecería el heredero de Raúl, y que llegaría de las divisiones menores del club. El señalado era Javier Portillo, un atacante eficiente que superó todos los récords del fútbol infantil con la casquilla merengue. Dicen que anotó más de 700 goles, y eso fue suficiente para que el madridismo se ilusione con su “nuevo Raúl”. Nunca pasó nada. Portillo jamás se ganó la titularidad, y fue perdiendo peso en el plantel hasta que terminó (luego de un paso fugaz por la Florentina) en el Gimnastic, equipo con el que perdió la categoría, y posteriormente en el Osasuna. Alguna vez fue portada por su look atrevido y por sus ganas ventiladas de superar a Raúl. Hoy pasa desapercibido en la Liga de las estrellas. Pobre, Portillo no la tuvo fácil. Estamos hablando de Raúl, un crack que supo dar siempre un poco más que los delanteros que le trajeron para desterrarlo. Y en esa índole mencionamos a Anelka, Owen, Ronaldo, Van Nistelrooy, Huntelaar. ¿Portillo? Hasta por acá suenan las carcajadas de Raúl.

Guillermo hay uno sólo

Carlitos Bianchi lo calificó como el mejor jugador del Boca Juniors que ganó el título argentino en 1998. Y es que Adrián Guillermo, el popular “Escobillón”, resolvió partidos claves con su inclusión desde el banco de suplentes. Delante de él estaban los mentados Martín Palermo y Guillermo Barros Schelotto, y se tuvo que comer sin reclamos la suplencia. Pese a eso, sus amagues y su veloz desborde eran reconocidos por la hinchada xeneise. Cuando fue convocado a una selección sub 20 de Argentina sufrió la rotura del ligamento cruzado de su rodilla derecha. Entre Boca y la selección se echaban la culpa. Al final corrió el rumor de que se había lesionado jugando en su barrio. “Escobillón” se quedará en la retina de todos los que disfrutamos con ese Boca de Bianchi que recién empezaba a gritarle al mundo su poderío. Tiempo después de ese 98 se consagrarían y no pararían en una bendita racha de ganar campeonatos hasta hoy. Claro, sin “Escobillón” en el plantel. Tal vez le jugó mal el apellido. Guillermo en Boca es y será siempre el mellizo Barros Schelotto.

Los nuestros:

El diablo de la botella

En el Perú somos especialistas en ensalzar a las promesas. Llenarlos de portadas y elogios para después disfrutar de su caída. Hay muchísimos ejemplos de futbolistas que aparecieron como futuros cracks y terminaron en el olvido. Se me viene a la cabeza el “Diablo” Carazas por ejemplo. Un jugador que se “encontró” el “Puma” Carranza en una pichanga de barrio y se lo llevó a la “U”. En ese equipo destacó en una Copa Libertadores ante los uruguayos, y hasta llegó a la selección que jugó la Copa América de Bolivia 97. Luego la carrera del “Diablo” se fue diluyendo. Aunque tuvo un afortunado desliz por el Belgrano de Córdoba, su nivel bajó hasta que caló (entiendo que hasta hoy) en equipos de Segunda. Dicen que siempre fue “amigo” de la bebida y la mala noche.

Los “Potrillos” cremas

La “U” del 98 se consagró campeón gracias al trabajo de Osvaldo Piazza con los juveniles. De ese plantel salieron prospectos de cracks que terminaron apagándose. Hoy nadie se acuerda de Cotito o de Matellini, habituales piezas de recambio. Y la carrera de “Machito” Gómez o “Pompo” Cordero ha tenido mucho más bajos que altos. Hubo una época en la que Alfredo Gonzáles soñó con venderlos al extranjero y hacerse millonario. Hoy los tiene que padecer cuando de vez en cuando, si les toca enfrentar a la “U” con sus equipos de provincia, sacan a relucir un poquito del talento que alguna vez ilusionó a la fanaticada merengue.

El agrandado

El caso más reciente y por eso no menos patético es el de Reimond Manco. Estandarte principal de la selección sub 17 de “los Jotitas”, adoptó demasiado rápido las malas mañas de los futbolistas de nuestro país. No tenía ni cuatro partidos en Primera y ya se comportaba como consagrado. Fue vendido al PSV de Holanda, y en ese club, que alguna vez supo idolatrar a la “Foquita” Farfán, nunca se acomodó. Hoy anda lesionado y desmotivado. Aún no llega ni a los 10 partidos en Primera pero ya viste “Dolce & Gabana”, maneja un carrazo y mete mujeres a la concentración. Una vergüenza.

El mío:

Aparecer a los 16 años en la selección de tu país. Jugar una Copa América a esa edad y ser figura. Anotarle un golazo a Argentina. Ser vendido al Parma de Italia. Todo eso le pasó a Jhonier Montaño, actual jugador del Alianza Lima. Es uno de los tantos volantes ofensivos que han tenido que cargar con la responsabilidad de suplantar al “Pibe” Carlos Valderrama en Colombia. Y así como Mayer Candelo, Giovanni Hernández o el “Mao” Molina, se quedó en el camino. Jhonier desapareció de la retina del hincha mundial hace tiempo, y recaló en el Sport Boys del 2007 para resurgir de las tinieblas. Literalmente. Hoy lo soportamos en Alianza Lima, anhelando ver a aquel muchachito revelación de una Copa América, y muy de vez en cuando, disfrutamos de la exquisitez de su zurda. Montaño, para mí, aún hoy es una promesa incumplida.

jueves, 13 de agosto de 2009

Mad about Weeds (Y)

A Pende, Luquillas, Rafo y Yorch, quienes en este largo período de ausencia, me reclamaron hasta enfadados mi abandono a la conciencia. Ojo, texto machista. Mujeres abstenerse, por si las moscas.
Alguna vez un futuro cineasta me comentó que para él era básico en una película que la protagonista femenina sea muy atractiva. Que sea linda, me dijo, genera química con el espectador. Hace unos días fui al cine a ver “La felicidad trae suerte”. Un film que tiene como protagonista a una mujer. En teoría, a un personaje adorable. No la soporté. La dosis de belleza falló. Y fue más fácil notar su extrema delgadez, el disonante ritmo de su risa, su poco agraciada encía. Recordé a mi amigo cineasta.

Luego de hacer un breve repaso por las mujeres que me han conquistado en la pantalla grande (liderando el ranking, y perdón por la franqueza, la mágica Cameron Díaz) llegué a la conclusión de que la belleza de la mujer se vuelve incluso más importante en las series de televisión. Muchas veces es un factor determinante para volver a ver un capítulo pese a que la trama no es del todo buena. Y en mi vida hay casos clarísimos, como “Verano del 98” por María Celeste Cid o “Rebelde Way” por Luisana Lopilato, la inolvidable Mía, que logró un consenso en el apogeo de la serie en el Perú: todos los hombres la amábamos.

Pero hay ocasiones en que el contenido de la serie supera a cualquier protagonista, y en el camino, gracias a su desempeño, terminamos templados de una mujer sin que sea necesariamente una top model. Ahí triunfa el talento. Y el desenlace es parecido al amor: creemos que la actriz es en la vida real como su personaje, y la queremos para nosotros.

Me ha pasado en tres distintas etapas de mi vida. Con tres series televisivas. Con tres mujeres protagonistas. La historia se confabula de la misma manera: seguir a la multitud y engancharse tarde a un éxito televisivo, disfrutar de la trama, conocer a la protagonista, someternos a ella hasta el punto de sentir celos cuando un pobre diablo alcanza sus labios.

Yo me sumé a la apoteósica cantidad de fanáticos de Friends una tarde de finales del 2000, cuando el sexteto más popular de los noventas alborotaba las noches del mundo entero. Y recuerdo que antes de que surja el idilio, Jennifer Aniston era para mí una rubia común y corriente, de cabeza algo más grande de lo normal y voz chillona que no duraba ni dos segundos en mi televisor. Hoy reto a cualquiera a competir por quién anticipa más rápido sus intervenciones en los archirepetidos pero imprescindibles capítulos de su serie. A Rachel la amaré eternamente. Y con Jennifer Aniston seré un juez implacable al momento de calificar si valen o no la pena sus eventuales parejas en cuanta película aparezca, con un régimen que ni siquiera Matt LeBlanc pudo superar cuando a los guionistas de Friends se les ocurrió que Joey podría conquistar a Rachel.

Pero mi primer amor de pantalla fue otro. Y ocurrió en el despertar de mi adolescencia, cuando las chicas del mundo real empezaban a llenar de baches mi corazón. Yo me moría por tener una novia, y quería a la de Paul Buchman. Helen Hunt hacía el papel de Jamie en la fabulosa “Mad About You”. Yo la veía todas las noches antes de dormir por el canal 5, y fue la primera mujer que me conquistó por su carisma. Jamie no poseía un rostro hermoso. Tampoco un cuerpo escultural. Pero era fundamentalmente adorable. Tierna, graciosa, sarcástica y cruel. En ese entonces, a la chica que me volvía loco en mi mundillo adolescente la veía parecida a Helen Hunt, y fantaseaba con una relación con ella tan chévere como la de Paul y Jamie. Quería que me extrañe cuando me vaya de viaje y que no soporte una fiesta sin mí, como ellos. Quería un Murray como mascota antes que a un hijo. Quería ser cineasta y enloquecer deliciosamente por mi propia Helen Hunt.

Vaya que estoy viejo. Las series han variado de tónica. Las relaciones de pareja ya no venden. Tampoco los grupos de amigos perfectos en las orillas de una cafetería. Hoy lideran la audiencia éxitos como “24”, “Prison Break” o “Héroes”, programas que me rehúso a seguir por mera flojera. Hoy están de moda las series ambientadas en hospitales, que no hacen más que recordarme que algún día moriré, y rescatando a “Scrubs”, no las tolero. Hoy es la voz carcajearse por disfuncionales antihéroes como el gran Charlie en “Two And a Half Men”, o sacarle le lengua a la nostalgia para descubrir algún detalle nuevo en el eterno “Seinfeld”.

Pero dentro de los modernos éxitos también hay espacio para el amor. Hoy mi mujer inalcanzable favorita no está inmersa en una mágica relación de pareja. Tampoco es la mesera más sexy de la historia de las cafeterías. Hoy mi chica preferida tiene la mirada esquiva y es una oda al relajo mientras pasa la vida vendiendo marihuana. Se llama Nancy Botwin y en la vida real la conocen como Mary-Louise Parker. Es la protagonista de una serie llamada “Weeds”, que una tarde de domingo, similar a las de Agrestic, barrio ficticio donde viven los Botwin, encontré junto a mi novia en algún canal de cable. Como los tiempos han cambiado también en la velocidad, seguimos el desenlace desde sus inicios gracias a la magia de la piratería de nuestro país y a un dvd que de vez en cuando ronca. Así hemos pasado temporada tras temporada en maratónicas jornadas de fin de semana, mientras Nancy me conquistaba con muecas indescifrables y una voz como la hierba, apacible y embustera.

Mi idilio con “Weeds” me deja como a los ancianos frente al Internet. Ya no sé qué esperar. Si mi actual chica inalcanzable vende hierba para sobrevivir a la viudez y lo hace magistralmente, cómo será la próxima. Nancy, como Rachel, y a diferencia de Jamie, tiene sexo con muchos hombres. Ese fue el primer avance. El primer cambio. Lo que es menester de la protagonista de “Weeds” es su capacidad de involucrarse con hombres casados, con negros, o con latinos perversos. Y según avanzan las temporadas se vuelve más promiscua. Para beneplácito de sus fanáticos, incluso, ya ha aparecido con las tetas al aire. Cuánto hubiésemos dado por gozar con los pechos de Rachel. A Nancy la queremos todos. Y sus encantos alcanzan hasta a su cuñado, que la observa con voracidad morbosa; o a su hijo menor, que le dedica no pocas masturbaciones a antiguas fotografías que la muestran desnuda.

Hubo una época en la que soñaba con hacer las típicas cosas de pareja con una chica que me volvía loco. Luego deseé con controlada morbosidad tener sexo con una “amiga” en una cafetería. Hoy quiero tocarle la puerta a la “dealer” más hermosa del mundo, y si me lo permite, alucinar el futuro juntos.

martes, 14 de julio de 2009

Ninguna como la mía (Y)

A mis primos Guille y Javicho, con el alma y el consuelo que no les puedo dar.
En uno de los recuerdos más añejos de mi infancia aparece Cecilia. Estoy en San Bartolo y es de noche. Mis padres se preparan para la juerga sabatina y a mí me va a costar dormir. Entonces asoma una mujer de ojos imponentes que me quiere leer un cuento, y me la presentan como mi tía. Debe haber sido su belleza, pues eran sus años mozos y a todos nos consta que Cecilia fue una mujer hermosa, pero hasta el día de hoy recuerdo esa escena. Ella leyéndome con cariño de tía. Ella sorprendida por mi habilidad al seguirle la trama con vocación de maestra. Quién diría que tiempo después se convertiría en una mujer fundamental para mi vida. Y construiríamos una relación que no tiene nombre, que sobrepasa los adjetivos.

Cecilia fue mi profesora desde sexto grado hasta quinto de media, y escenificó magistralmente lo que significó (y lo que significa) Los Reyes Rojos para mí: autoridad, amistad, amor maternal, orgullo mutuo. Yo entré al colegio en segundo grado de primaria. Debo poseer un récord, pues jamás cursé el primero. Me adelantaron cuando notaron luego de una serie de exámenes que yo había aprendido en mi nido todo lo que enseñarían en el primer año de la primaria. Entonces recuerdo haber sido alguna vez el nuevo del salón, y todo nuevo atraviesa por el ritual de presentarse en una ceremonia repleta para decir, entre otras cosas, de qué colegio proviene. Yo no llegaba de ningún colegio, y me daba una vergüenza extrema contar que venía, a segundo grado, de un lugar llamado “Mi pequeño mundo”. Sentía esas temibles cosquillas en el estómago que no me abandonan hasta hoy cuando estoy en aprietos. Quería desaparecer. Cuando llegó mi turno y me hicieron la pregunta de rigor ya me estaba cagando en los pantalones. Mi primera opción era quedarme callado, pero erróneamente elegí la segunda. “¿De qué colegio vienes?”, me dijeron. “No me acuerdo”, respondí.

Antes de que las carcajadas se apoderen del lugar, apareció Cecilia. “Él no viene de otro colegio, viene de frente de un nido”. Desde ese momento entendí que en Los Reyes Rojos jamás estaría solo. Desde ese momento Cecilia se robó mi corazón.

Después llegaron años hermosos. Cecilia fue para mi promoción una profesora espectacular. No hay quién no la haya querido. Nos amó y la amamos. Nos vio crecer. Superar las pruebas de sexto, descubrirnos en la secundaria. Tuvo que soportar nuestra adolescencia y nuestros cambios hormonales y físicos. Nos dijo adiós entre lágrimas cuando nos tocó partir. Y supo siempre cómo tratarme. Notó mi tendencia al perfil bajo y jamás me exigió salir de allí. Cuando había que levantarme el ego, me engreía con abrazos o exageradas felicitaciones que me enrojecían el rostro. Cuando había que encarrilar mi desidia, ponía cara de mala, y con voz autoritaria, me obligaba a estudiar un poco más. Cuando había que desahuevarme se las ingeniaba para obligarme a cantar en una mítica clausura. Y cuando había que plasmar la furia o la reprimenda severa, no podía. A Cecilia como a mi madre, le gané esa batalla clave, cuando el amor te incita a callar, a pasar por alto ciertas cosas.

Con ella tengo infinitos recuerdos. Su festejo como si fuera un gol (o en su caso, un punto que valdría un set) en cada uno de mis triunfos. Cuando pasé las pruebas de sexto o cuando me paré frente al mismo público de mi debut en Los Reyes, pero nueve años después, a cantar los coros de “La llave”. Cuando en primero de media se enteró que me gustaba una chica de quinto y no cesó de molestarme hasta lograr que aquella rubia espectacular se diera cuenta de mi existencia, alegrando mis mañanas. Cuando tiempo después, en cuarto de media, nos encontramos con la misma rubia en un campamento en Cerro Azul, y le noté a Cecilia el pícaro gesto que la caracterizó al momento de la chacota, y al descubrir mi rostro adusto a lo lejos, entendió que esta vez debía callar. Cuando a la hora del vals en el quinceañero de mi hermana me sacó a la fuerza de mi escondite, y gracias a ella hoy tengo esa foto que por mi timidez no debió existir. Cuando me dijo en tercero de media que estaba orgullosa de mí, y me susurró al oído: “ahora sólo te falta una hembrita”.

Qué paradoja Cecilia, las hembritas no desfilarían muy a menudo por mí desde aquel otoño del 96. Me bastaron poquísimas. Por eso hoy escribo sin pudor que entre las tres o cuatro mujeres más importantes de mi vida estás tú. Por eso te voy a recordar para siempre. Por eso hasta hoy, casi tres semanas después de tu partida, sueño contigo todas las noches. Por eso cada vez que hablo de ti me emociono. Por eso recién le gano la batalla a mi cobardía, y a mi manera, como lo hice con Constantino, me despido tecleando agradecimiento. Por eso, como diría Vicentico, “juro que la cara voy a dar cada vez que alguien te nombre, aquí o allá”.

Cecilia ya no está más entre nosotros. Parece increíble, pero no la veré ya en las clausuras del cole, o en el malecón de San Bartolo. Parece mentira que no tendré su saludo. Su sonrisa partida, su criollismo, su porte de diva linda. Su enigmática mirada y sus manifestaciones de afecto tan particulares y especiales, que para mí siempre valieron por dos. Me deja como legado una escolaridad entrañable, el recuerdo de su imagen impactante ya sea leyéndome un cuento o gastándome una broma. Y sobre todo, me deja a dos primos extraordinarios, en los que la veré reflejada siempre, siempre, siempre.

Los Reyes Rojos estamos de luto. Se fue la reina. Sólo nos queda el orgullo de haberla conocido, de haber plasmado en nuestra educación tanto amor y compromiso. Una maestra de verdad. Los Reyes Rojos sabemos que todos tienen a su profesora favorita, pero ninguna como la nuestra. Ninguna como la mía.

jueves, 18 de junio de 2009

Ensalada de Camote (Y)

A mi tío Augusto Bartolomé Rómulo, para que nunca deje la sana costumbre de leerme.
Parte de crecer es dejar ir. Desde una perspectiva práctica, la vida es una acumulación de despedidas. Cerramos una etapa para empezar otra, y en el proceso, es inevitable el adiós. Es que nuestra existencia no se basa sólo en los ciclos establecidos. Vivir no es simplemente nacer, estudiar, trabajar y morir. Hay mucho más. La primera frustración, el primer triunfo. El descubrimiento de las aficiones. La primera resignación. El primer enamoramiento (generalmente no correspondido), el primer corazón que nos toca destrozar. Todo ello significa un camino de puertas abiertas y también cerradas. Una etapa fundamental en la vida es, después de soltar el cordón umbilical, elegir a tu primera persona favorita. Generalmente ocurre cuando empezamos a hablar, a socializar, y nos enfrentamos por primera vez al mundo. En ese ínterin inconcientemente nos damos cuenta de que solos no la vamos a hacer. Que necesitamos compañía. Mi primera persona favorita fue mi primo Gonzalo. Lo elegí (me gusta contar que nos elegimos) a muy temprana edad, e iniciamos un ciclo juntos que parecía indestructible.

Mi primo Gonzalo llegó al mundo seis meses antes que yo, y ha estado cerca de mí durante mis 27 años de vida. Hace unos días partió hacia Barcelona (espacio empecinado en llevarse mis afectos y en pintar su cielo de colores cada vez más inalcanzables). Ahí permanecerá un año entero como mínimo. Hará una maestría, observará paisajes hermosos que moldearán sus sentidos de cineasta, se encontrará con él mismo. Estoy feliz por él. Creo que lo necesita, que se lo merece. Y tiene todas las de ganar. Pero recién mientras se acercaba el día de su partida caí en lo mucho que se le extrañará. Y me di con la sentencia de que si bien ahora físicamente nos separa un océano interminable, desde hace mucho nuestra unión se tornó lejana incluso viviendo a tres minutos de distancia. Que en algún momento imperceptible mi primo y yo nos dijimos adiós. Y resignamos nuestra unión a esporádicos (pero siempre mágicos) momentos.

Tal vez fue la universidad, o su alejamiento de San Bartolo. O quizás nuestra personalidad afectiva, que encontró en el amor de una mujer a lo primordial de nuestra vida. No lo sé. Ello no quitará jamás el vínculo que aún nos une, esa complicidad añeja que significa la infancia. Gonzalo y yo hasta acudimos al mismo colegio. Fuimos compañeros de promoción. Desde nuestro nacimiento hasta el inicio de la adultez atravesamos por los mismos problemas y las mismas alegrías. Nos hicimos hombres a la par. Con él me metí mi primera borrachera. Estuvimos juntos la primera vez que llegó un cigarrillo de marihuana a nuestras manos. Y en dupla, cuando éramos pequeños, ingresamos al mundo de la “delincuencia”. Tendríamos seis y cinco años, y nos fuimos al mercado de San Bartolo como cada tarde. Cada uno tomó a escondidas un adefesiero muñeco que no valdría ni un sol. La travesura estaba lista. Pero fue tanto el sentimiento de culpa que terminamos aventando los muñecos al techo. No queríamos ser descubiertos ni podíamos cargar con un robo semejante en nuestras pequeñas conciencias. Claro, devolverlos ni hablar.

Para Gonzalo la vida no ha sido fácil. Desde pequeño le tocó luchar, por ello es un guerrero por naturaleza. Yo fui su aliado en las primeras batallas mientras él se convertía en mi escudo en mi guerra interna por enfrentar el mundo. Cuando llegaba la calma sólo quedábamos los dos, y había espacio para inventar nuestro propio universo. Allí donde para emular una piscina llenábamos de agua su garaje, y nos deslizábamos como si estuviésemos en el Regatas. Gonzalo entendía que yo no sabía nadar, y antes de verme arrinconado mientras los demás chapoteaban, nadaba conmigo en un espacio donde jamás me ahogaría. La solidaridad es algo innato en él. Esa bendita capacidad de ponerse en el lugar del otro. Por eso cada vez que me quedaba a dormir a su casa me daba su cama. Por eso cuando yo rompía un vidrio y se avecinaba una reprimenda, él se echaba la culpa.

Mi niñez tiene mucho en común con mi primo. También con su familia, que prácticamente me adoptó como uno más. Crecí con los valores de ese hogar, con las reglas, con el mágico olor de su closet en el segundo piso y de su despensa. Recuerdo que cuando éramos mocosos veíamos las fotos de mis tíos en un viaje por Disney, y jurábamos que algún día iríamos. Había un individual en el que tomábamos lonche con una especie de mapa del parque de diversiones, y ya sabíamos exactamente por dónde teníamos que ir. A qué juegos subirnos y qué muñecos saludar. Con el tiempo aquel viaje se hizo realidad, allá por el verano del 94, cuando me invitaron a Miami. Y fue una experiencia extraordinaria.

De Miami nos trajimos básicamente las mismas cosas. Ambos poseíamos un reloj que se diferenciaba únicamente en el color. Íbamos a pasar a secundaria, y en nuestro colegio por ese entonces no se les permitía usar reloj a los de primaria, y queríamos ser grandes pues. Pero patinamos en otro objeto. Cada uno se compró un par de zapatillas con luces que se encendían al caminar. Las usábamos para acontecimientos especiales. La ocasión lo ameritó el día que la gente de mi promoción organizó una fiesta, y fuimos con nuestra mejor ropa. Al llegar fue tanta la burla de nuestros compañeros por las benditas luces que no pudimos disfrutar del tonazo. Quedamos como “chibolos”, y nos dolió en el alma. Cuando regresamos a su casa, lo primero que hicimos fue tomar un cuchillo y con esas mañas que sacaba Gonzalo de la galera, acabamos con las luces (y con nuestra niñez) para siempre.

Parte de crecer es dejar ir. Despedirse. Con los años Gonzalo y yo trasladamos nuestros encuentros sobre todo al fútbol. Las quedadas a dormir en su casa o los paseos a la fábrica de su familia pasaron a la historia. También nuestras confesiones sobre las chicas que nos traían locos y nuestras ganas de conquistar Disney. Cada martes nos veíamos únicamente para jugar a la pelota, y allí, cortísimos minutos antes del pitazo inicial, nos dábamos abasto para conversar, para ponernos un poquito al día. Muchas veces quedábamos para tomarnos unas cervezas el fin de semana, pero casi nunca cumplimos. Así es la vida. Incluso, como hasta en el fútbol fuimos un complemento perfecto (él la garra, el sacrificio y la mentalidad ganadora; yo los goles) siempre anduvimos por equipos distintos. Hoy pienso que nuestro distanciamiento se debe a que juntos éramos hermosos e invencibles, y la vida es un invento tremendamente aguafiestas.

Ayer ha sido el primer martes sin Camote (con esa chapa me dirigía hacia Gonzalo. Creo que jamás lo llamé por su nombre, siempre había un apelativo cariñoso. Golga de niños, Gonza alguna vez). Y he sentido su ausencia. Él conocía de memoria mis movimientos y habitualmente me anulaba. Ayer me despaché con diez goles para demostrar que como él no habrá ninguno. A veces la vida se parece tanto al fútbol. Ya habrá tiempo para reencontrarnos. Él sabe que es una persona fundamental para mí, que lo quiero cerca de mis hijos, pues posee valores que alguna vez me contagió y que contribuyeron a forjar mi corazón y mi personalidad. Quiero creer que el proceso ha sido recíproco, y cuando estrene la película de sus sueños, en algún rincón escondido aparecerá un pedazo de nuestra niñez, cuando le hacíamos la guerra a un mundo complicado, pero si estábamos juntos todo era más fácil. Ya le abriremos la puerta a otra etapa, siempre con el recuerdo de años maravillosos, y habrá espacio para que cuando el mundo nos descubra conversando, se deleite esta vez con un par de viejos hermosos e invencibles.