Cuando a Alarcón se le hace mención sobre el boom de los escritores jóvenes en el Perú, aquel que lideran él y Santiago Roncagliolo sobre todo, no siente orgullo. No está conforme con ser una promesa o un joven escritor. Su sueño, como nos comentó a todos, es ser un “viejo escritor”. Así que tenemos Alarcón para rato. Apostaría con cualquiera, sin el mínimo temor de perder, que Daniel llegará a ser un García Márquez o un Vargas Llosa. Le falta quizás sólo más edad, porque su prosa no tiene ya nada que envidiarles. A los que no lo conocen puedo decirles que su cuento “Ciudad de payasos” es una obra maestra. Que otro relato suyo, “República y Grau”, es una genialidad; y que hasta sus escritos más sencillos conmueven a cualquiera. Alarcón, antropólogo de profesión, describe culturas y gente con mucha facilidad, y sus personajes se impregnan en la memoria del lector de tal manera que uno no quiere que se extingan nunca. Por otro lado, “Radio ciudad perdida”, su primera novela, es imprescindible. Grafica con la ficción de aliada, la memoria de un país (al que nunca le menciona el nombre) en la posguerra, y hace mención a aspectos ocurridos en el Perú y en Latinoamérica en general que no podemos olvidar.
viernes, 4 de enero de 2008
Daniel Alarcón, mi hermano (Y)
Cuando a Alarcón se le hace mención sobre el boom de los escritores jóvenes en el Perú, aquel que lideran él y Santiago Roncagliolo sobre todo, no siente orgullo. No está conforme con ser una promesa o un joven escritor. Su sueño, como nos comentó a todos, es ser un “viejo escritor”. Así que tenemos Alarcón para rato. Apostaría con cualquiera, sin el mínimo temor de perder, que Daniel llegará a ser un García Márquez o un Vargas Llosa. Le falta quizás sólo más edad, porque su prosa no tiene ya nada que envidiarles. A los que no lo conocen puedo decirles que su cuento “Ciudad de payasos” es una obra maestra. Que otro relato suyo, “República y Grau”, es una genialidad; y que hasta sus escritos más sencillos conmueven a cualquiera. Alarcón, antropólogo de profesión, describe culturas y gente con mucha facilidad, y sus personajes se impregnan en la memoria del lector de tal manera que uno no quiere que se extingan nunca. Por otro lado, “Radio ciudad perdida”, su primera novela, es imprescindible. Grafica con la ficción de aliada, la memoria de un país (al que nunca le menciona el nombre) en la posguerra, y hace mención a aspectos ocurridos en el Perú y en Latinoamérica en general que no podemos olvidar.
Aromas (F)
El señor Efraín conversaba mucho con mi mamá. En algún momento pensé que estaba interesado en ella y jugaba a imaginarlo como mi papá. Mi padre había abandonado mi hogar cuando yo tenía seis años, y pese a que mi hermano mayor me cuidaba, sus quince años y su escasa estatura no le permitían protegerme siempre. Como cuando mi tío Mario se apareció en mi cuarto una noche y se quiso meter a mi cama. Destilaba del cuerpo un aroma desagradable. Una mezcla de alcohol y grasa. Como si hubiese estado chupando con sus tuercas y repuestos viejos. No sé de donde me salió el grito de auxilio, porque tuve tanto miedo que hasta la voz se me olvidó. Mi hermano llegó primero y se abalanzó contra mi tío. Este lo golpeó muy fuerte en la cara. Luego apareció mi mamá y a puño limpio e insultos varios, lo terminó expulsando de la casa.
Yo estaba por cumplir doce años en un par de semanas. Mariela ya está grande, le decía mi mamá a Óscar, mi hermano mayor, no la voy a poder controlar. Mi madre tenía un trabajo raro. Dormía de día y salía de noche de la casa. A veces llegaba contenta y con dinero, pero se podía aparecer un día repleta de deudas y con feos golpes en el rostro o en los brazos. Esporádicamente llegaban señores a la casa cerca de las once o doce de la noche, “todo es por trabajo”, nos decía mi mamá. Ella temía que alguno se quiera aprovechar de mí. Me lo advirtió sin éxito mucho tiempo, pero entendí el riesgo que significaba no hacerle caso la noche en que el tío Mario quiso jugar conmigo.
Yo no dormí bien nunca más en mi casa. Temía que cualquier hombre se aparezca en mi cama y me llene de esos aromas que me provocaban nauseas. A veces, del pánico, me orinaba, y tenía que esperar hasta el día siguiente para cambiar las sábanas porque de mi cama no me paraba ni por dos de los billetes que me regalaba el señor Efraín. Un día a comienzos de enero, dos meses después de mi cumpleaños número doce, amanecí mojada pero de sangre. Noté que esta salía de mi entrepierna y llegué a pensar que el tío Mario había abusado de mí sin que me de cuenta. No me quise parar de la cama. Mi madre me obligó a levantarme luego de que los intentos de mis hermanos habían fracasado. Pensé que se iba a escandalizar o me iba a pegar, pero sólo sonrió con dulzura, como nunca lo había hecho. Me besó la frente y me dijo, hijita, ya eres una mujercita.
Esa tarde mi mamá se comunicó con el señor Efraín, y este vino a buscarme. Me iría a vivir un tiempo con él. Acepté sin objetar nada. Vas a poder regresar cuando quieras, me decían a coro. Abandoné mi barrio en Ate vitarte y me fui hacia Chosica, donde quedaba la casa del señor Efraín. Yo estaba muy confundida, y como no me habían explicado nada, imaginé que en mi nueva casa tendría que limpiar, planchar o aprender a cocinar, como lo hacían las chicas más grandes del barrio cada vez que partían. El señor Efraín me dijo que yo iba a ser como su hija, que me iba a colocar en un colegio que me enseñaría a leer y a escribir, y que iba a tener dos amiguitas.
Al llegar a la casa pensé que arribaba al paraíso. Había jardín y muchas flores. Era un hogar de dos pisos. Yo dormiría en el segundo con mis nuevas compañeras. Elisa tenía quince años y Luciana uno menos. Fueron muy educadas y cordiales desde el inicio. El señor Efraín las contemplaba con ternura y ellas muy rara vez lo miraban a los ojos. Su situación era parecida a la mía. Elisa llegó a la casa a los once años y Luciana a los doce, como yo. A diferencia mía, ellas manifestaban mucho rencor contra sus madres. Pasamos dos semanas tranquilas, compartiendo cada vez más cosas. Poco a poco se les fue soltando la lengua y yo me maravillaba con sus conversaciones de grandes. La ventaja de vivir en la casa del señor Efraín para ellas estaba en el hecho de que no les faltaba ropa ni buena comida, y que al colegio no iban, que tan solo había venido alguna vez un profesor que les enseñó a medias a leer y a escribir.
Un buen día el señor Efraín entró a nuestro cuarto y le dijo a Elisa que tocaba jueguito, y que me prepare. Las dos se miraron cómplices, pero no contentas. Yo pensé que si se trataba de un jueguito, sería divertido. Pero Luciana fue honesta conmigo y me dijo “tienes que aguantar nomás, cuando toca jueguito a veces pasan cosas que no nos gustan, pero tienes que cerrar los ojos e imaginarte cosas bonitas”. Durante toda la tarde estuvieron nerviosas. Ansiosas. Yo no entendía porqué y tuve miedo. Pero sólo hasta que empezaron a maquillarse y a maquillarme a mí, y me sentí por primera vez una mujercita, como me dijo mi mamá.
Por la noche llegó el señor Efraín con dos niños que decían tener quince años pero que parecían menores. También llegó un señor gordo con ellos, que tenía cara de perro de caricatura. Y otro que era un joven alto y simpático, que se fue con los niños y con Elisa y Luciana a un cuarto. Qué tal estoy, me dijo Luciana antes de partir, y yo le respondí que muy linda. El señor gordo me preguntó mi nombre y me dijo que el juego consistía en que yo debería representar a una actriz de televisión. Sacó de su maletín negro un objeto que nunca había visto en mi vida. Es una cámara, me dijo, sirve para filmarte y después te vas a poder ver en la televisión. Yo me sentí muy emocionada y nerviosa. Me preguntó cosas obvias, mi nombre otra vez, mi edad, la música que escuchaba. Y después me preguntó si me gustaba alguno de los chicos que había venido. Le dije que no me acordaba bien de sus caras. Él se rió fuerte, como se reía alguno de los hombres que visitaba a mi mamá por la noche. Luego nos dirigimos a un cuarto en el primer piso.
El juego tomó tonalidades terroríficas al ingresar al cuarto. El señor gordo no dejaba de filmar. Adentro estaban los dos niños pero en calzoncillos. Al inicio me dio un poco de risa verlos así, tan mínimos y flaquitos, como mis hermanos. Luego el señor gordo me volvió a preguntar quién me gustaba, me dijo que escoja a uno. Los chicos buscaban poner su mejor cara, su mejor postura, como si les importase mucho mi opinión, y me daba pena elegir, o mejor dicho, descartar a uno, porque en realidad no tenían nada de bonitos. ¿Estás indecisa aún? Me dijo el señor gordo. Ahora quítense los calzoncillos para ver si la ayudan a decidirse. Volvieron a mí el pánico que me infundió el tío Mario aquella vez en mi casa y las palabras de Luciana diciéndome que tenía que aguantar. En realidad yo nunca había visto un hombre desnudo, y a diferencia de mis amigas en el barrio, no tenía esa curiosidad morbosa por conocer una cosa que a primera vista me pareció desagradable. Escogí tal vez el que ellos estaban esperando.
4
Esa noche Luciana y Elisa llegaron al cuarto casi dos horas después que yo. Las esperé despierta, pues cada vez que intentaba cerrar los ojos mi cerebro me hacía dibujar a mi tío Mario, y sabía que no volvería a dormir bien. Las chicas al entrar se acostaron sin decirme palabra alguna, pese a que la tónica indicaba que cada noche para dormir hablábamos de cualquier cosa hasta que el cansancio era intratable. Dos días después Elisa me dijo que debería estar preparada, que ya me iba a tocar a mí. Que cuando esto ocurra cierre los ojos bien fuerte y aguante el dolor físico. Que este se iba a apaciguar con el tiempo. No dejé de pensar en sus palabras hasta que un tiempo después el señor Efraín nos llamó para hablar. Yo tampoco lo miré a los ojos. Su voz había perdido la ternura, era más bien duro, casi autoritario. Quedó con las chicas en que antes de que la cámara empiece a trabajar conmigo, debía ensayar. Y les explicó en clave cómo deberían hacerlo.
Ni bien nos dejó el señor Efraín me puse a llorar sin consuelo. Quería escaparme, quería volver a mi casa. Elisa y Luciana se compadecieron y me dijeron que todo saldría bien, y pese a que noté la mentira, afirmaron que a ellas les gustaba el jueguito, que era rico. Hoy por la noche vamos a ensayar, me dijo Luciana. No tuve otra cosa que creerles. No tenía la más mínima idea de cómo partir de Chosica hasta Vitarte, y encima, de volver donde mi madre, al tío Mario le tendría más terror aún.
Esa noche nos acostamos las tres en la misma cama. Me sentí protegida. No tengas miedo, me dijeron las dos. Comenzaron a acariciarme la cabeza para darme tranquilidad. Olían a flores, a perfumes mágicos. Luego, haciendo con la boca la señal del silencio, Luciana me quitó el pantalón del pijama, y Elisa detuvo tiernamente mi suspiro temeroso. No sé con certeza qué mano se introdujo en mí y empezó a hacerme unas caricias que jamás había sentido. Al pasar un buen rato las cosquillas se volvieron adictivas e incontrolables.
Turismo deportivo en el Perú: ¿Utopía o desidia? (P)
Entre Waldir y Paolo, Reimond Manco (P)
Reimond Manco debe con urgencia seguir el ejemplo de Guerrero. Olvidarse de su tierno anhelo de consagrarse primero en el Alianza de sus amores y ya andar pensando qué club de Europa elegir para engrandecer su carrera. Que sea portada de los diarios deportivos del país únicamente cuando regrese a jugar por la selección. Manco debe sentarse a ver los videos de Waldir Sáenz cuando metía los goles de Romário pero jugando contra el Unión Minas, y debe observarlo en su actual estado, el de un futbolista con edad aún de goleador de equipo grande pero que no se puede ganar un lugar ni en el Muni. El entorno local es mediocre y contamina a los futbolistas. La prensa que ensalza falsos héroes y que los devuelve a la tierra sin piedad a la primera falla; los malos amigos que se cuelgan de la fama y que son los primeros en huir cuando aparece la racha negativa, y que son capaces hasta de involucrarte en robos y problemas con la justicia; las vedettes, las “trampas”, el trago, el escándalo.
A Manco hay que sacarlo rápido del Perú porque lo vamos a perder. No es Maradona ni Messi, no es siquiera un Jéfferson Farfán, que ya a su edad, venía acumulando la potencia física de la que hoy Manco carece. Es un muy buen jugador que todavía conserva la esencia amateur, la humildad, y su principal virtud es que se muere de ganas de aprender. Tiene un dribling único, una gambeta maldita que deja mal parado a cualquiera, pero le falta gol. Y es mejor que lo aprenda (como Guerrero) de Gerd Muller, y no de Maestri o Fano.
Luego del “fenómeno sub 17” Reimond fue tratado casi como un divo. Cosechó elogios de la prensa y hasta se abalanzaron contra él multitudes de chiquillas como si se tratase de David Beckham. Y, felizmente, respondió bien. Sin poses de estrella (al menos no exageradas, algunas tuvo) y con un discurso clarísimo: aún no soy nadie, tengo mucho por aprender. Esperemos, por el bien del fútbol peruano, que Manco emigre lo más rápido posible. Es preferible ser uno más en un gran equipo que la estrella en un cuadro mediocre. Es mejor ser Paolo Guerrero con un currículum que dice cero minutos en el fútbol peruano, que Waldir Sáenz, goleador histórico de Alianza Lima y hombre récord de portadas deportivas. Reimond Manco tiene un plus a diferencia de otros ex jotitas: él puede elegir lo que quiera.
La fiebre de Disney (Y)
El mundo de los niños siempre sucumbe ante la codicia de los adultos, y Walt Disney y sus amigos no podían estar ajenos a la globalización o al capitalismo. Se crearon entonces en Estados Unidos los primeros parques temáticos en íntima relación con los personajes que dibujaba el viejo Walt para matar la tarde. Y fue así como salió a la luz el famoso Walt Disney World, llamado también Disneylandia, y todos sus afines. Y fue así como el sueño de los niños tomó nombre propio. Y lugar propio.
Para los que crecimos admirando a Mickey Mouse, y disfrutamos viendo “La noche de las narices frías” en el cine, ir a Disneylandia fue un sueño desde que nos enteramos de su existencia. Si a mí o a muchos de mis colegas de infancia nos preguntaban de pequeños qué lugar quisiéramos conocer, Disney era respuesta segura. El destino y la amabilidad de unos familiares hicieron que mi primer viaje al extranjero fuera hacia allá. Tenía doce años y los objetivos de llegada a los Estados Unidos a esa edad tienen que ver con otro tipo de sueños, pero Disney no podía pasar desapercibido. No lo decía a voz en grito, pero las ganas de pisar ese maravilloso mundo me carcomían la cabeza, y superaban toda posibilidad de enfundarme con un buen par de zapatillas Nike o un jean Levis.
En Disneylandia todo es mágico. Y todo es ficticio. Hasta el dinero. Ahí los dólares se convierten en billetes con las cabezas de los clásicos exponentes de Disney. Las estrellas son muñecos disfrazados, y están dispuestos siempre a regalarte una sonrisa para la foto de rigor. Por ser un lugar inmenso, casi una ciudad, las “calles” tienen también nombres de fantasía. Entonces si uno está en grupo y deciden separarse, quedan en encontrarse en la avenida Peter Pan, o en el sector de estacionamiento llamado Pluto. Hasta perderse en Disneylandia es divertido.
Nuestro viaje tenía reservada la visita a un parque temático por día, no había marcha atrás. Y Disney fue de los primeros. Recuerdo que la noche anterior dibujaba en mi cerebro los escenarios que conocía por revista, como el castillo de la entrada o la inmensa bola de acero que adorna Epcot Center. Y me imaginaba subido en todos los juegos que recrean las fantasías del viejo Walt, que abarcan desde aburridos paseos en un bote por un océano de plástico hasta radicales montañas rusas animadas en el espacio. Tan fuerte fue mi emoción, que mi cerebro confundió climas, y la mañana en que conocería Disneylandia por fin, en vivo y en directo, me agarró una fiebre que amenazó con perjudicar mi viaje. De aquella primera experiencia como “disneyvisitante” conservo un billete de un dólar con el rostro de Mickey Mouse, y el recuerdo de mi alicaída anatomía con la mano sujetándome la cabeza por el dolor, con los ojos pegados en los helados con orejas de chocolate que no pude degustar. Gracias a Dios pude regresar un par de veces más a Disney. Con mayor edad además. Y me divertí como me divertiría incluso hoy.
Si la vida fuera un cuento de hadas, no habría que tener miles de dólares en el bolsillo para viajar hacia allá. Si el mundo fuera un lugar justo, en el que los gobernantes fueran reyes bonachones, los príncipes seres capaces de enamorarse de la criada de una casa, y los villanos torpes y siempre derrotados, todos los niños del planeta tendrían que conocer Disneylandia. Todos los niños del mundo deberían tener unos familiares que los inviten gratis. Y la fiebre se curaría comiendo helados con orejas de chocolate.
Afectos (F)
Dicen que cuando uno está a punto de dejar el mundo se le aparecen en el cerebro imágenes de su vida entera. Siempre me ha parecido curioso eso, e imaginaba cómo sucedería conmigo. Si era posible que en milésimas de segundo mi mente maquille tanto. Alegrías, tristezas. Personajes importantes, amores fugaces y largos, goles, golpes. Sueños. La primera vez que me sentí cerca de la muerte entendí que aquello era relativo. Lo que divisó mi alma ese momento fue la vida entera de Nirvana, mi única hija. Fue duro y hermoso recordar su sonrisa, sus pucheros. Su dulce voz de princesita de tres años de edad. Sus enormes pestañas. Su nacimiento, las lágrimas de Micaela. Y las mías. La primera vez que me dijo papi mientras me cogía de la mano, y yo le prometía en vano y en silencio que jamás la dejaría. Luego la voz gruesa y amable del doctor me devolvió al mundo. Y lo de siempre, mucha responsabilidad, cambiar de hábitos. Y las pastillas.
Era la tercera clínica que visitaba y en todas me decían lo mismo. De eso ya nadie muere, pero eso sí, las pastillas. Este último doctor me preguntó por mi economía, y le dije que era estable pero que no me daba para lujos. En realidad había perdido el trabajo hace más de un mes, y estaba por obtener otro en el que se me exigía un control médico que me catalogue como un hombre sano. Mi situación laboral contrastaba con mis afectos, estaba a punto de recuperar a Micaela, que había vuelto a confiar en mí, y la ilusión compartida de volver al departamento junto a Nirvana hacía que mi corazón funcione risueño. Qué increíble, pensaba, cuando la chamba era segura y tenía suficientes ingresos para mantener un hogar estable, no las tenía.
Hace cuatro años, cuando tenía 25 y luego de distintos cachuelos que en nada ayudaron ni a mi currículum ni a mi autoestima, llegué a trabajar como vendedor en una empresa de celulares. Yo estudié administración de empresas en una universidad que no forma parte del círculo que tienen un plus adicional a la hora de las entrevistas por un puesto, así que pensaba que mi nuevo empleo era lo máximo que podía anhelar por el momento. Casi al mismo tiempo conocí a Micaela. Fue una de mis primera clientas, y luego de ofrecerle con coqueterías un celular acorde a su belleza, y que me lo rechazara por el precio, me lanzó una de esas sonrisas que en mi carrera como conquistador aprendí a distinguir, y que me servían para la estocada final.
-¿Estás libre el viernes? –le pregunté-.
- Depende de para qué –me dijo dulcemente-.
- Para conversar y de repente tomar algo –arriesgué-. Luego de veinte segundos y frases incómodas pero esperanzadoras, la cita estaba hecha.
Mi relación con Micaela fue intensa desde el inicio. Fuimos enamorados muy rápidamente. Me conquistó por sus ojos color caramelo y su rebelde cabello ondulado, y con el correr de nuestros encuentros, también por su manera de mirarme. De conversar. De soñar con una vida digna. Siempre optimista. Al año de estar juntos salió embarazada, y a partir de ese momento dejó la casa de sus padres para refugiarse conmigo en el departamento miraflorino que mi padre me dejó en herencia luego de que no soportara un cáncer a la próstata, un par de años antes. Micaela y sus papás eran seguidores de una religión que nunca entendí muy bien. Usaban la meditación para curar sus pecados y creían en la reencarnación y en el karma. Decían que en esta vida pagábamos los daños cometidos incluso en otras, cuando de repente fuimos una persona totalmente distinta a la que somos hoy. Cuando el calendario se hizo más difícil y aparecieron los problemas, yo les llegué a creer, y pensaba que Micaela tenía que haber sido una gran pecadora en su mundo anterior, y que su karma llevaba mi nombre.
Nirvana nació una tarde de mayo. Recuerdo que en la sala de espera del hospital, mi suegro fue por primera y última vez amable conmigo. Me decía que me calme, que todo saldría bien. Y luego lo observaba respirar con la dificultad del incrédulo. Comprendí que aquello era un gesto súper especial en él, acostumbrado a observarme de reojo y a ignorarme cada vez que nos cruzábamos. Mi mamá lamentaba la ausencia de mi padre, y mi hermana le comentaba que Nirvana significaba paraíso, y que por eso el nombre escogido por Micaela. A mí ya casi ni me importaba el hecho de que asentí a regañadientes, porque de Kurt Cobain y su banda jamás fui muy hincha. El resultado de ese día fue una muñeca sin pelo y ojos grandes, como los de su madre. Yo las observaba a las dos mientras Micaela me decía “gracias”, más tierna que nunca. Y yo le sonreía sabiendo que el agradecido era yo. Y me llenaba de ganas de vivir por y para la criatura que se mecía entres sus brazos.
Micaela abandonó mi hogar tres días después de que nuestra hija cumpla dos años. Estaba harta de mis irresponsabilidades y mis promesas incumplidas. Se fue sin avisar, sin amenazas previas. Y yo casi ni la detuve. No tenía armas suficientes.
-¿Y cómo vamos a hacer con la bebe? –Le dije-, no me puedes alejar de ella tan fácil.
-Nunca te voy a negar las visitas –respondió- sabes que puedes ir cuando quieras.
-Díselo a tus viejos por favor, no quiero soportar sus miradas incómodas.
-No te preocupes, ellos van a entender.
-¿Estás segura de lo que haces? –Jugué mi última carta-.
-No me das alternativa –sentenció-, y cerró la puerta mientras Nirvana no entendía nada, y mi alma sentía un vacío más fuerte que el que tuve cuando murió mi padre.
La tienda en la que trabajaba quedaba en Miraflores, y muy cerca estaba el lugar que marcó mi existencia: un casino. La primera vez que entré tenía más de un año trabajando, y el sueldo y las comisiones me servían para mantener en paz a mi hogar, y para creerme el dueño del mundo. Jugué a la ruleta del negro y el rojo. Coloqué 40 dólares que acababa de cobrar de comisión y le aposté al rojo. Segundos después, dupliqué mi dinero. Quise retirarme triunfante a mi casa, pero como suele ocurrir en los casinos, me ganó la ambición. Llegué a ganar en el mismo juego 120 dólares. Al cabo de unas horas, había perdido todo.
Los casinos en el Perú, sobre todo por Miraflores, sirven para que los turistas japoneses despilfarren el dinero que les sobra, y para que algún iluso como yo, imagine que al comer sin pudor los bocaditos que ofrecen, chupando los vasos de whisky como si fuesen cervezas y fumando Marlboros hasta más no poder, estamos ganándole el vivo al sistema. Todo lo que te invitan es brindado por una guapa mujer. Y si tienes suerte, o tal vez un karma travieso, alguna te puede mirar más que al resto. Se les denomina anfitrionas, visten minifaldas que resaltan sus siempre apetecibles piernas, y alguna quizás te dice que se llama Kathy, y que después de las tres de la mañana está libre.
El casino se fue apoderando de mis ratos libres y de mis ingresos. Una noche sin suerte llegué a perder el sueldo entero, y no me quedó otra que confesar ante Micaela. En ese momento nuestros karmas decidieron que la relación tenía que afrontar un infierno terrenal. Llegaron las discusiones y las peleas. Todo mientras Nirvana crecía más linda que nunca, y no nos dábamos cuenta. Muy poco tiempo después de nuestra ruptura, el casino se convirtió además en un pretexto para encontrarme con Kathy, la anfitriona más destacada del lugar. Alta, de falso pelo rubio y sonrisa triste. Se volvió mi estrella de la suerte mientras despilfarraba mi dinero y mi leona en celo desde que le propuse pasar la noche juntos en un hotel. No creí conveniente en ese momento presentarle mi hogar. Aún quedaban restos de Micaela, y el aroma a Nirvana era para mí algo incompartible.
Micaela nunca aceptó de buena gana que la llevase a un hotel. En eso se diferenció desde el inicio Kathy, que más bien parecía sentirse cómoda en una de esas frías habitaciones destinadas a los amores ocultos y romances peligrosos. No apareció jamás en ella aquello de cuánta gente habrá dejado su sudor en esta sábana, o el fíjate si hay un condón debajo de la cama por que me muero. Desde aquella primera vez, nuestros encuentros fueron cada vez más cercanos, y por consiguiente, más íntimos. Con el correr de los meses la fui llevando poco a poco a mi vida, hasta que se convirtió en un habitual huésped de mi hogar. Micaela nunca sospechó nada. Había pasado medio año desde que decidió que lo nuestro no daba para más, y cada vez que nos encontrábamos en su casa mientras yo visitaba a Nirvana, me lanzaba indicios de que aún me amaba. Yo lo sabía, pero mi ritmo de vida no me alcanzaba para poder instalar una decepción más en sus ojos soñadores.
“Quiero conocer a tu hija”, me dijo Kathy algún día. Y decidí que no había por qué negarme. Nirvana aún no estaba en capacidad de asociar el hecho de que una mujer que no era su mami le haga mimos de vez en cuando a su papá. Y me la llevé un sábado que no trabajaba a mi hogar. Pasó la tarde entera junto a Kathy, que se mostró como una dulce mujer, que vivía cada momento junto a Nirvana como si fuese su única oportunidad de toparse con una hija. Por la madrugada, mientras yo fingía dormir sintiendo su mirada inquieta, Kathy abandonó mi hogar. Nunca más la volví a ver.
5
Las pastillas que me recetaron resultaron imposibles de costear. Y mis tiempos en la tienda de celulares se habían convertido en un recuerdo efímero para la empresa que compró su franquicia. Poco a poco dejé mi afición por el casino de lado. Y al perder a Kathy, retomé con ahínco mi relación con Micaela. Nirvana tenía ya tres años, y su presencia era cada vez más indispensable para mí. Me derretía cada vez que me decía “papi te quiero mucho”, con una che que más parecía ese, y ya estaba en la potestad de entender que yo era un ser incapaz de negarme ante sus caprichos siempre que me sonreía y me miraba con esos ojos de caramelo y sus pestañas eternas. Micaela me propuso volver a mi hogar ni bien obtenga trabajo de nuevo, y yo le seguía la corriente deseando que jamás nadie la haga sufrir.
Me enteré que en Houston mis pastillas eran más accesibles, y que si me daban la visa, mostrando mi certificado médico, se me facilitaría la obtención de un trabajo digno. No tuve tiempo ni de dudarlo. Tenía 29 años y dos razones para seguir viviendo. La última vez que vi a Nirvana la dormí entre mis brazos y le respiré el cabello hasta que mis pupilas se humedecieron. Micaela me observaba tierna mientras me decía que ya faltaba poco para volver a estar juntos, y que todo saldría bien, “vas a ver”. Nunca tuve el valor de despedirme de ella.
A mi madre le dije que me iba en búsqueda de un trabajo que me permita mantener a mi hija, ya que en Lima la cosa estaba dura. Y que volvería pronto. A mi hermana le entregué una carta que era para Micaela, explicándole todo, prometiéndole un regreso que ella jamás creería. Y le dije que ni bien pueda, me mande una foto de mis dos amores, que la observo hoy que las extraño más que a cualquier pastilla. Micaela sonríe a medias y Nirvana me manda un beso inmenso que se clavará en mi cerebro para recordarme que algún día disfruté de la criatura más linda de la tierra, y que me servirá para levantarme cada vez que me agobie la añoranza. Ellas van a estar bien. Lo sé. El karma ha desaparecido, y por eso no me arrepiento de nada.
La guerra del fútbol (Y)
Tantas veces Claudio (P)
Hoy en día es muy fácil ser enemigo de Claudio Pizarro. Basta verlo jugar con la camiseta de la selección. O si se quiere, hojear un periódico o ver dos minutos un programa deportivo. Pizarro ha cambiado de personaje. No es más la esperanza de la blanquirroja, aquel muchacho que dejaba el alma en la cancha y que le festejaba los goles (de otros) en la cara a Chilavert. No es ya el orgullo de un país carente de héroes cada vez que se ponía la camiseta del Bayern Munich. Hoy Claudio es el pituco al que imitan en El Especial del Humor. Es el insensible que no deja entrar a la gente de pueblo a su discoteca. Es el magnate que prefiere gastar en caballos a hacer un gol en las Eliminatorias. Es el engreído del Chemo y el principal hombre que desearían ver fuera del equipo titular la gran mayoría del país.
Pero, ¿todo es malo en Claudio Pizarro? ¿Es en verdad el culpable principal del fracaso de la selección? Creemos que no. Desde nuestra perspectiva siempre hemos defendido la presencia de Claudio como titular. Creemos que no nos podemos dar el lujo de prescindir de un jugador de su calidad. Pero es verdad que las oportunidades han sido muchas, al igual que las decepciones. Claudio Pizarro es una víctima del sistema que rige el fútbol peruano. Es, como diría Juan Villoro sobre Raúl, el mortal goleador del Real Madrid, un jugador de ocho puntos al que en su país quisieron convertir en uno de diez, y que fruto de eso, terminó siendo un jugador de seis puntos. Y un jugador de seis puntos no puede salvar toda una historia condenada al fracaso en nuestro fútbol. Porque mientras más sigan pasando los años y las derrotas, nuestros cracks de antaño serán cada vez más cracks para el imaginario popular, y nuestros actuales referentes, cada vez más malos. Claudio ya perdió esa batalla. No pudo con la responsabilidad de ser la única esperanza futbolera de todo un país. Y cuando tuvo que hacer un gol clave, se le aparecieron en la cabeza la frustración de veintiocho millones de peruanos que confiábamos en él, y el peso fue tan grande que terminó rematando al poste.
Aquel que dice que Claudio Pizarro no suda la camiseta de la selección está equivocado. Es conmovedor verlo jugar en las Eliminatorias. Es un gladiador pero que se enfrenta a los leones. Tiene todas las de perder, pero por ahí saca un lujo, un buen pase, un disparo con criterio, y la afición se contagia. Claro que los leones se terminan comiendo al gladiador, y el resultado que refleja el tablero electrónico del estadio es casi siempre desalentador para el Perú. Claudio ya perdió la batalla y por eso creemos que no debe ser titular. Su presencia, ahora sí, y eso no es del todo su culpa, no es imprescindible. Y tenemos que probar distintas alternativas.
No hay que ser mezquinos y ver también lo positivo en Claudio. Nunca abandonó la selección, como en su momento lo hizo por ejemplo Chemo, cuando también, como Claudio, era nuestra principal arma. Aceptó siempre sin protestar jugar en puestos ajenos al suyo, como no lo hicieron Uribe en el 82 o Solano cuando se le pedía ser marcador. Y a diferencia de los engreídos de la afición (Guerrero, Vargas, Solano) nunca estuvo en contra de jugar en Quito ni se ganó una amarilla porque le daba flojera jugar en altura. Pizarro se puso la camiseta y la cinta de capitán (ojo, no es poca cosa llevarla si notamos que estás representando a un equipo que después va a perder 5 a 1) y estuvo en la cancha cuando más fácil hubiese sido por ejemplo, fingir una lesión.
A Claudio le aplaudimos la entrega, le agradecemos las ganas. Pero le exigimos, con pena, la banca de suplentes. No queremos llegar a ser uno más de ese mar de gente que hoy lo odia.