viernes, 4 de enero de 2008

Aromas (F)

1
Las visitas del señor Efraín siempre eran bienvenidas en mi casa. Desde que yo era muy pequeña, lo recuerdo llegando una o dos veces por año. Con el cabello blanco pero ordenado, y siempre oliendo a limpio. Con su sonrisa inocente y la textura de sus manos suaves, que me llamaban mucho la atención por ser muy distintas a las de mi tío Mario, que tendría su edad, pero que por ser mecánico supongo, tenía las manos más feas que he visto en mi vida. El señor Efraín era muy buena gente con mis hermanos y conmigo. Cada vez que llegaba nos regalaba billetes de veinte soles, que por ser tan ajenos a mis propinas, me duraban una eternidad, hasta que mi madre me los pedía prestados para jamás devolvérmelos. El último año que pasé en mi casa, el señor Efraín incrementó sus visitas. No siempre nos regalaba dinero, pero llegaba con víveres y postres que mantenían dignamente la refrigeradora, en épocas en las que la economía no daba para más.

El señor Efraín conversaba mucho con mi mamá. En algún momento pensé que estaba interesado en ella y jugaba a imaginarlo como mi papá. Mi padre había abandonado mi hogar cuando yo tenía seis años, y pese a que mi hermano mayor me cuidaba, sus quince años y su escasa estatura no le permitían protegerme siempre. Como cuando mi tío Mario se apareció en mi cuarto una noche y se quiso meter a mi cama. Destilaba del cuerpo un aroma desagradable. Una mezcla de alcohol y grasa. Como si hubiese estado chupando con sus tuercas y repuestos viejos. No sé de donde me salió el grito de auxilio, porque tuve tanto miedo que hasta la voz se me olvidó. Mi hermano llegó primero y se abalanzó contra mi tío. Este lo golpeó muy fuerte en la cara. Luego apareció mi mamá y a puño limpio e insultos varios, lo terminó expulsando de la casa.

Yo estaba por cumplir doce años en un par de semanas. Mariela ya está grande, le decía mi mamá a Óscar, mi hermano mayor, no la voy a poder controlar. Mi madre tenía un trabajo raro. Dormía de día y salía de noche de la casa. A veces llegaba contenta y con dinero, pero se podía aparecer un día repleta de deudas y con feos golpes en el rostro o en los brazos. Esporádicamente llegaban señores a la casa cerca de las once o doce de la noche, “todo es por trabajo”, nos decía mi mamá. Ella temía que alguno se quiera aprovechar de mí. Me lo advirtió sin éxito mucho tiempo, pero entendí el riesgo que significaba no hacerle caso la noche en que el tío Mario quiso jugar conmigo.

Yo no dormí bien nunca más en mi casa. Temía que cualquier hombre se aparezca en mi cama y me llene de esos aromas que me provocaban nauseas. A veces, del pánico, me orinaba, y tenía que esperar hasta el día siguiente para cambiar las sábanas porque de mi cama no me paraba ni por dos de los billetes que me regalaba el señor Efraín. Un día a comienzos de enero, dos meses después de mi cumpleaños número doce, amanecí mojada pero de sangre. Noté que esta salía de mi entrepierna y llegué a pensar que el tío Mario había abusado de mí sin que me de cuenta. No me quise parar de la cama. Mi madre me obligó a levantarme luego de que los intentos de mis hermanos habían fracasado. Pensé que se iba a escandalizar o me iba a pegar, pero sólo sonrió con dulzura, como nunca lo había hecho. Me besó la frente y me dijo, hijita, ya eres una mujercita.
2

Esa tarde mi mamá se comunicó con el señor Efraín, y este vino a buscarme. Me iría a vivir un tiempo con él. Acepté sin objetar nada. Vas a poder regresar cuando quieras, me decían a coro. Abandoné mi barrio en Ate vitarte y me fui hacia Chosica, donde quedaba la casa del señor Efraín. Yo estaba muy confundida, y como no me habían explicado nada, imaginé que en mi nueva casa tendría que limpiar, planchar o aprender a cocinar, como lo hacían las chicas más grandes del barrio cada vez que partían. El señor Efraín me dijo que yo iba a ser como su hija, que me iba a colocar en un colegio que me enseñaría a leer y a escribir, y que iba a tener dos amiguitas.

Al llegar a la casa pensé que arribaba al paraíso. Había jardín y muchas flores. Era un hogar de dos pisos. Yo dormiría en el segundo con mis nuevas compañeras. Elisa tenía quince años y Luciana uno menos. Fueron muy educadas y cordiales desde el inicio. El señor Efraín las contemplaba con ternura y ellas muy rara vez lo miraban a los ojos. Su situación era parecida a la mía. Elisa llegó a la casa a los once años y Luciana a los doce, como yo. A diferencia mía, ellas manifestaban mucho rencor contra sus madres. Pasamos dos semanas tranquilas, compartiendo cada vez más cosas. Poco a poco se les fue soltando la lengua y yo me maravillaba con sus conversaciones de grandes. La ventaja de vivir en la casa del señor Efraín para ellas estaba en el hecho de que no les faltaba ropa ni buena comida, y que al colegio no iban, que tan solo había venido alguna vez un profesor que les enseñó a medias a leer y a escribir.

Un buen día el señor Efraín entró a nuestro cuarto y le dijo a Elisa que tocaba jueguito, y que me prepare. Las dos se miraron cómplices, pero no contentas. Yo pensé que si se trataba de un jueguito, sería divertido. Pero Luciana fue honesta conmigo y me dijo “tienes que aguantar nomás, cuando toca jueguito a veces pasan cosas que no nos gustan, pero tienes que cerrar los ojos e imaginarte cosas bonitas”. Durante toda la tarde estuvieron nerviosas. Ansiosas. Yo no entendía porqué y tuve miedo. Pero sólo hasta que empezaron a maquillarse y a maquillarme a mí, y me sentí por primera vez una mujercita, como me dijo mi mamá.
3

Por la noche llegó el señor Efraín con dos niños que decían tener quince años pero que parecían menores. También llegó un señor gordo con ellos, que tenía cara de perro de caricatura. Y otro que era un joven alto y simpático, que se fue con los niños y con Elisa y Luciana a un cuarto. Qué tal estoy, me dijo Luciana antes de partir, y yo le respondí que muy linda. El señor gordo me preguntó mi nombre y me dijo que el juego consistía en que yo debería representar a una actriz de televisión. Sacó de su maletín negro un objeto que nunca había visto en mi vida. Es una cámara, me dijo, sirve para filmarte y después te vas a poder ver en la televisión. Yo me sentí muy emocionada y nerviosa. Me preguntó cosas obvias, mi nombre otra vez, mi edad, la música que escuchaba. Y después me preguntó si me gustaba alguno de los chicos que había venido. Le dije que no me acordaba bien de sus caras. Él se rió fuerte, como se reía alguno de los hombres que visitaba a mi mamá por la noche. Luego nos dirigimos a un cuarto en el primer piso.

El juego tomó tonalidades terroríficas al ingresar al cuarto. El señor gordo no dejaba de filmar. Adentro estaban los dos niños pero en calzoncillos. Al inicio me dio un poco de risa verlos así, tan mínimos y flaquitos, como mis hermanos. Luego el señor gordo me volvió a preguntar quién me gustaba, me dijo que escoja a uno. Los chicos buscaban poner su mejor cara, su mejor postura, como si les importase mucho mi opinión, y me daba pena elegir, o mejor dicho, descartar a uno, porque en realidad no tenían nada de bonitos. ¿Estás indecisa aún? Me dijo el señor gordo. Ahora quítense los calzoncillos para ver si la ayudan a decidirse. Volvieron a mí el pánico que me infundió el tío Mario aquella vez en mi casa y las palabras de Luciana diciéndome que tenía que aguantar. En realidad yo nunca había visto un hombre desnudo, y a diferencia de mis amigas en el barrio, no tenía esa curiosidad morbosa por conocer una cosa que a primera vista me pareció desagradable. Escogí tal vez el que ellos estaban esperando.
Muchas gracias Mariela, hemos acabado contigo, me dijo esta vez el señor Efraín, que acababa de perder para mí todo el cariño e ilusión que había depositado en su amable manera de ser.

4

Esa noche Luciana y Elisa llegaron al cuarto casi dos horas después que yo. Las esperé despierta, pues cada vez que intentaba cerrar los ojos mi cerebro me hacía dibujar a mi tío Mario, y sabía que no volvería a dormir bien. Las chicas al entrar se acostaron sin decirme palabra alguna, pese a que la tónica indicaba que cada noche para dormir hablábamos de cualquier cosa hasta que el cansancio era intratable. Dos días después Elisa me dijo que debería estar preparada, que ya me iba a tocar a mí. Que cuando esto ocurra cierre los ojos bien fuerte y aguante el dolor físico. Que este se iba a apaciguar con el tiempo. No dejé de pensar en sus palabras hasta que un tiempo después el señor Efraín nos llamó para hablar. Yo tampoco lo miré a los ojos. Su voz había perdido la ternura, era más bien duro, casi autoritario. Quedó con las chicas en que antes de que la cámara empiece a trabajar conmigo, debía ensayar. Y les explicó en clave cómo deberían hacerlo.

Ni bien nos dejó el señor Efraín me puse a llorar sin consuelo. Quería escaparme, quería volver a mi casa. Elisa y Luciana se compadecieron y me dijeron que todo saldría bien, y pese a que noté la mentira, afirmaron que a ellas les gustaba el jueguito, que era rico. Hoy por la noche vamos a ensayar, me dijo Luciana. No tuve otra cosa que creerles. No tenía la más mínima idea de cómo partir de Chosica hasta Vitarte, y encima, de volver donde mi madre, al tío Mario le tendría más terror aún.

Esa noche nos acostamos las tres en la misma cama. Me sentí protegida. No tengas miedo, me dijeron las dos. Comenzaron a acariciarme la cabeza para darme tranquilidad. Olían a flores, a perfumes mágicos. Luego, haciendo con la boca la señal del silencio, Luciana me quitó el pantalón del pijama, y Elisa detuvo tiernamente mi suspiro temeroso. No sé con certeza qué mano se introdujo en mí y empezó a hacerme unas caricias que jamás había sentido. Al pasar un buen rato las cosquillas se volvieron adictivas e incontrolables.

Ya estás lista entonces, me dijo el señor Efraín al día siguiente. Tocaba jueguito en la noche, pero esta vez la protagonista iba a ser yo únicamente. El señor gordo llegó con su cámara junto a otro muchacho, que tendría 20 años. Todos entramos al cuarto del señor Efraín. Este volvió a ser amable y me pidió que me desnudase. Asentí. A partir de ese momento mis ojos iban a estar cerrados aún abiertos en apariencia, y mi cerebro ido. No recuerdo quién fue el primero, sí recuerdo la sangre y las palabras de mi madre, ya eres una mujercita, disfrazadas de un odio hacia ella incluso más fuerte que el que le tenía a mi tío Mario. Por un momento sentí que volvió él y sus olores insoportables. Hasta las manos del señor Efraín resultaron ásperas, y su pulcritud, una quimera. Sólo me consolaba pensar en Elisa y Luciana. En el olor de sus perfumes y sus cabellos. En sus caricias. Y la certeza de que a partir de ese momento, las cosquillas en mi cuerpo sólo las volvería a sentir con ellas. Para siempre, con ellas.

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