1
Dicen que cuando uno está a punto de dejar el mundo se le aparecen en el cerebro imágenes de su vida entera. Siempre me ha parecido curioso eso, e imaginaba cómo sucedería conmigo. Si era posible que en milésimas de segundo mi mente maquille tanto. Alegrías, tristezas. Personajes importantes, amores fugaces y largos, goles, golpes. Sueños. La primera vez que me sentí cerca de la muerte entendí que aquello era relativo. Lo que divisó mi alma ese momento fue la vida entera de Nirvana, mi única hija. Fue duro y hermoso recordar su sonrisa, sus pucheros. Su dulce voz de princesita de tres años de edad. Sus enormes pestañas. Su nacimiento, las lágrimas de Micaela. Y las mías. La primera vez que me dijo papi mientras me cogía de la mano, y yo le prometía en vano y en silencio que jamás la dejaría. Luego la voz gruesa y amable del doctor me devolvió al mundo. Y lo de siempre, mucha responsabilidad, cambiar de hábitos. Y las pastillas.
Era la tercera clínica que visitaba y en todas me decían lo mismo. De eso ya nadie muere, pero eso sí, las pastillas. Este último doctor me preguntó por mi economía, y le dije que era estable pero que no me daba para lujos. En realidad había perdido el trabajo hace más de un mes, y estaba por obtener otro en el que se me exigía un control médico que me catalogue como un hombre sano. Mi situación laboral contrastaba con mis afectos, estaba a punto de recuperar a Micaela, que había vuelto a confiar en mí, y la ilusión compartida de volver al departamento junto a Nirvana hacía que mi corazón funcione risueño. Qué increíble, pensaba, cuando la chamba era segura y tenía suficientes ingresos para mantener un hogar estable, no las tenía.
Hace cuatro años, cuando tenía 25 y luego de distintos cachuelos que en nada ayudaron ni a mi currículum ni a mi autoestima, llegué a trabajar como vendedor en una empresa de celulares. Yo estudié administración de empresas en una universidad que no forma parte del círculo que tienen un plus adicional a la hora de las entrevistas por un puesto, así que pensaba que mi nuevo empleo era lo máximo que podía anhelar por el momento. Casi al mismo tiempo conocí a Micaela. Fue una de mis primera clientas, y luego de ofrecerle con coqueterías un celular acorde a su belleza, y que me lo rechazara por el precio, me lanzó una de esas sonrisas que en mi carrera como conquistador aprendí a distinguir, y que me servían para la estocada final.
-¿Estás libre el viernes? –le pregunté-.
- Depende de para qué –me dijo dulcemente-.
- Para conversar y de repente tomar algo –arriesgué-. Luego de veinte segundos y frases incómodas pero esperanzadoras, la cita estaba hecha.
2
Mi relación con Micaela fue intensa desde el inicio. Fuimos enamorados muy rápidamente. Me conquistó por sus ojos color caramelo y su rebelde cabello ondulado, y con el correr de nuestros encuentros, también por su manera de mirarme. De conversar. De soñar con una vida digna. Siempre optimista. Al año de estar juntos salió embarazada, y a partir de ese momento dejó la casa de sus padres para refugiarse conmigo en el departamento miraflorino que mi padre me dejó en herencia luego de que no soportara un cáncer a la próstata, un par de años antes. Micaela y sus papás eran seguidores de una religión que nunca entendí muy bien. Usaban la meditación para curar sus pecados y creían en la reencarnación y en el karma. Decían que en esta vida pagábamos los daños cometidos incluso en otras, cuando de repente fuimos una persona totalmente distinta a la que somos hoy. Cuando el calendario se hizo más difícil y aparecieron los problemas, yo les llegué a creer, y pensaba que Micaela tenía que haber sido una gran pecadora en su mundo anterior, y que su karma llevaba mi nombre.
Nirvana nació una tarde de mayo. Recuerdo que en la sala de espera del hospital, mi suegro fue por primera y última vez amable conmigo. Me decía que me calme, que todo saldría bien. Y luego lo observaba respirar con la dificultad del incrédulo. Comprendí que aquello era un gesto súper especial en él, acostumbrado a observarme de reojo y a ignorarme cada vez que nos cruzábamos. Mi mamá lamentaba la ausencia de mi padre, y mi hermana le comentaba que Nirvana significaba paraíso, y que por eso el nombre escogido por Micaela. A mí ya casi ni me importaba el hecho de que asentí a regañadientes, porque de Kurt Cobain y su banda jamás fui muy hincha. El resultado de ese día fue una muñeca sin pelo y ojos grandes, como los de su madre. Yo las observaba a las dos mientras Micaela me decía “gracias”, más tierna que nunca. Y yo le sonreía sabiendo que el agradecido era yo. Y me llenaba de ganas de vivir por y para la criatura que se mecía entres sus brazos.
3
Micaela abandonó mi hogar tres días después de que nuestra hija cumpla dos años. Estaba harta de mis irresponsabilidades y mis promesas incumplidas. Se fue sin avisar, sin amenazas previas. Y yo casi ni la detuve. No tenía armas suficientes.
-¿Y cómo vamos a hacer con la bebe? –Le dije-, no me puedes alejar de ella tan fácil.
-Nunca te voy a negar las visitas –respondió- sabes que puedes ir cuando quieras.
-Díselo a tus viejos por favor, no quiero soportar sus miradas incómodas.
-No te preocupes, ellos van a entender.
-¿Estás segura de lo que haces? –Jugué mi última carta-.
-No me das alternativa –sentenció-, y cerró la puerta mientras Nirvana no entendía nada, y mi alma sentía un vacío más fuerte que el que tuve cuando murió mi padre.
4
La tienda en la que trabajaba quedaba en Miraflores, y muy cerca estaba el lugar que marcó mi existencia: un casino. La primera vez que entré tenía más de un año trabajando, y el sueldo y las comisiones me servían para mantener en paz a mi hogar, y para creerme el dueño del mundo. Jugué a la ruleta del negro y el rojo. Coloqué 40 dólares que acababa de cobrar de comisión y le aposté al rojo. Segundos después, dupliqué mi dinero. Quise retirarme triunfante a mi casa, pero como suele ocurrir en los casinos, me ganó la ambición. Llegué a ganar en el mismo juego 120 dólares. Al cabo de unas horas, había perdido todo.
Los casinos en el Perú, sobre todo por Miraflores, sirven para que los turistas japoneses despilfarren el dinero que les sobra, y para que algún iluso como yo, imagine que al comer sin pudor los bocaditos que ofrecen, chupando los vasos de whisky como si fuesen cervezas y fumando Marlboros hasta más no poder, estamos ganándole el vivo al sistema. Todo lo que te invitan es brindado por una guapa mujer. Y si tienes suerte, o tal vez un karma travieso, alguna te puede mirar más que al resto. Se les denomina anfitrionas, visten minifaldas que resaltan sus siempre apetecibles piernas, y alguna quizás te dice que se llama Kathy, y que después de las tres de la mañana está libre.
El casino se fue apoderando de mis ratos libres y de mis ingresos. Una noche sin suerte llegué a perder el sueldo entero, y no me quedó otra que confesar ante Micaela. En ese momento nuestros karmas decidieron que la relación tenía que afrontar un infierno terrenal. Llegaron las discusiones y las peleas. Todo mientras Nirvana crecía más linda que nunca, y no nos dábamos cuenta. Muy poco tiempo después de nuestra ruptura, el casino se convirtió además en un pretexto para encontrarme con Kathy, la anfitriona más destacada del lugar. Alta, de falso pelo rubio y sonrisa triste. Se volvió mi estrella de la suerte mientras despilfarraba mi dinero y mi leona en celo desde que le propuse pasar la noche juntos en un hotel. No creí conveniente en ese momento presentarle mi hogar. Aún quedaban restos de Micaela, y el aroma a Nirvana era para mí algo incompartible.
Micaela nunca aceptó de buena gana que la llevase a un hotel. En eso se diferenció desde el inicio Kathy, que más bien parecía sentirse cómoda en una de esas frías habitaciones destinadas a los amores ocultos y romances peligrosos. No apareció jamás en ella aquello de cuánta gente habrá dejado su sudor en esta sábana, o el fíjate si hay un condón debajo de la cama por que me muero. Desde aquella primera vez, nuestros encuentros fueron cada vez más cercanos, y por consiguiente, más íntimos. Con el correr de los meses la fui llevando poco a poco a mi vida, hasta que se convirtió en un habitual huésped de mi hogar. Micaela nunca sospechó nada. Había pasado medio año desde que decidió que lo nuestro no daba para más, y cada vez que nos encontrábamos en su casa mientras yo visitaba a Nirvana, me lanzaba indicios de que aún me amaba. Yo lo sabía, pero mi ritmo de vida no me alcanzaba para poder instalar una decepción más en sus ojos soñadores.
“Quiero conocer a tu hija”, me dijo Kathy algún día. Y decidí que no había por qué negarme. Nirvana aún no estaba en capacidad de asociar el hecho de que una mujer que no era su mami le haga mimos de vez en cuando a su papá. Y me la llevé un sábado que no trabajaba a mi hogar. Pasó la tarde entera junto a Kathy, que se mostró como una dulce mujer, que vivía cada momento junto a Nirvana como si fuese su única oportunidad de toparse con una hija. Por la madrugada, mientras yo fingía dormir sintiendo su mirada inquieta, Kathy abandonó mi hogar. Nunca más la volví a ver.
5
Las pastillas que me recetaron resultaron imposibles de costear. Y mis tiempos en la tienda de celulares se habían convertido en un recuerdo efímero para la empresa que compró su franquicia. Poco a poco dejé mi afición por el casino de lado. Y al perder a Kathy, retomé con ahínco mi relación con Micaela. Nirvana tenía ya tres años, y su presencia era cada vez más indispensable para mí. Me derretía cada vez que me decía “papi te quiero mucho”, con una che que más parecía ese, y ya estaba en la potestad de entender que yo era un ser incapaz de negarme ante sus caprichos siempre que me sonreía y me miraba con esos ojos de caramelo y sus pestañas eternas. Micaela me propuso volver a mi hogar ni bien obtenga trabajo de nuevo, y yo le seguía la corriente deseando que jamás nadie la haga sufrir.
Me enteré que en Houston mis pastillas eran más accesibles, y que si me daban la visa, mostrando mi certificado médico, se me facilitaría la obtención de un trabajo digno. No tuve tiempo ni de dudarlo. Tenía 29 años y dos razones para seguir viviendo. La última vez que vi a Nirvana la dormí entre mis brazos y le respiré el cabello hasta que mis pupilas se humedecieron. Micaela me observaba tierna mientras me decía que ya faltaba poco para volver a estar juntos, y que todo saldría bien, “vas a ver”. Nunca tuve el valor de despedirme de ella.
A mi madre le dije que me iba en búsqueda de un trabajo que me permita mantener a mi hija, ya que en Lima la cosa estaba dura. Y que volvería pronto. A mi hermana le entregué una carta que era para Micaela, explicándole todo, prometiéndole un regreso que ella jamás creería. Y le dije que ni bien pueda, me mande una foto de mis dos amores, que la observo hoy que las extraño más que a cualquier pastilla. Micaela sonríe a medias y Nirvana me manda un beso inmenso que se clavará en mi cerebro para recordarme que algún día disfruté de la criatura más linda de la tierra, y que me servirá para levantarme cada vez que me agobie la añoranza. Ellas van a estar bien. Lo sé. El karma ha desaparecido, y por eso no me arrepiento de nada.
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