viernes, 4 de enero de 2008

La guerra del fútbol (Y)

Pese a que en el colegio tuve que aprender acerca de cada una de las batallas de nuestra historia, y me fueron enseñadas además con sumo apego a la realidad, nunca se me generó un rencor hacia países que han dejado huella en nuestra patria, como España, Ecuador o Chile por ejemplo. He crecido, asumo como muchos en el Perú, con el convencimiento de que fuimos un país que sucumbió ante la injusticia de los hombres, pero que si llegó a ser grande en algún momento, fue por lo mismo.
El repudio entre ciudadanos de distintos países tiene mucho que ver con la historia, y sobre todo, con las guerras o territorios ganados o perdidos. Entonces el francés siente rechazo por el alemán, entre el inglés y el estadounidense no hay empatía, el brasilero no perdona al portugués, etc. Existen muchos aspectos por el que se genera una guerra. Quizás el más curioso está en la denominada “Guerra del fútbol”, entre Honduras y El Salvador, que en 1969 en plenas Eliminatorias para el Mundial de México 70, a raíz de un partido en el que se enfrentaban ambas selecciones, se utilizó como excusa al fútbol, y se generó una disputa que llegó hasta las armas, y que duró seis días.
El fútbol, pasión de multitudes, traslada a la cancha muchas veces las heridas no cerradas por la guerra. En un viaje que realicé a Chile en 1997 pude comprobarlo. Llegué por primera y última vez al vecino país del sur por cuestiones futbolísticas. Perú se jugaba en Santiago la clasificación al Mundial de Francia 98, y el sueño de conseguir el objetivo era por ese entonces algo no tan descabellado. Lo que sucedió después es historia repetida. Nos ganaron 4 a 0 con tres goles de Marcelo Salas, a partir de ese momento, persona no grata para el Perú entero. Nos dejaron fuera del Mundial una vez más. Nos pasearon en la cancha, y fuera de ella, nos aniquilaron con bombas de deprecio, balazos de insultos y granadas llenas de humillaciones.
El público chileno me hizo entender que el rencor entre los países es algo que existe no sólo en las noticias o en los libros. Los chilenos (amparados, es cierto, en un clima lleno de pasión) empezaron a jugar el partido días antes, cuando los hinchas peruanos copábamos recién sus ordenadas calles. Maltrato en los restaurantes, cafés y centros comerciales, comentarios sarcásticos que hacían relación a la pérdida de Arica, etc. Luego, el día del encuentro, mientras nos dirigíamos al estadio, la gente en las calles nos insultaba y nos aventaba objetos. Niños, mujeres, incluso ancianos, nos señalaban el dedo medio por mencionar lo menos ofensivo. Esa noche con el 4 a 0 a cuestas y después de haber presenciado lo que presencié, mi cabeza, adolescente en ese entonces, me hizo generar un odio hacia los chilenos más fuerte que el que hubo entre Honduras y El Salvador, y mi propia guerra del fútbol me hizo jurar con rabia que jamás volvería a Chile, y me obligó a preparar una tarantiniana venganza (que jamás concreté) para el día en que sean ellos los que nos visiten.
Tiempo después, una prima a la que quiero mucho se presentó ante la familia con una gran noticia: se casaba. Pero como la vida no es color de rosa, su novio resultó ser chileno. Cuando lo conocí, su acento me trasladó inevitablemente a la masacre del 97, al griterío del Nacional de Santiago, a los goles de Salas. Pero su carisma, su don de gente, y la manera en que miraba a los ojos a mi prima, pesaron más.
Las guerras son el peor invento del ser humano. Acaso un camino inminente hacia su autodestrucción. Se llevan consigo a corazones inocentes y dejan heridas imposibles de cicatrizar. Hoy en día mi prima está felizmente casada y esperando un bebé. Es muy probable que en un tiempo radiquen en Chile. Mi guerra del fútbol acabará entonces por afecto. El amor, felizmente, es a veces más fuerte que el rencor. Lo cierto es que el tiempo cura todo y ofrece revanchas. Y coloca en el tapete acontecimientos que obligan a decir que diez años después de mi colérica promesa de no pisar Santiago jamás, quizás ya sea hora de volver. En mi propia guerra del fútbol, el fruto de “un amor prohibido” es el pasaje ideal para cerrar por fin la herida por la masacre de 1997. El motivo de mi regreso será más lindo que el fútbol. Y mucho más importante que cualquier guerra.

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