viernes, 4 de enero de 2008

La fiebre de Disney (Y)

Los cuentos de hadas y los dibujos animados son parte importante en el desarrollo de todo niño. Quién no ha disfrutado con la narración de “La bella durmiente” o con los dibujos del pato Donald. O soñado con el encanto de “Blanca Nieves y los siete enanos”. Gran parte de responsabilidad en ello la tiene el fabuloso Walt Disney, que amparado en una imaginación prodigiosa se dedicó a inventar mundos en los que los príncipes eran buenos, e historias en las que si había injusticias, los que las sufrían tenían recompensas y finales felices. Hoy en día los dibujos animados han cambiado mucho en relación a los Tribilines, Plutos o Ricos Mc Patos. Pero la esencia de Disney sigue diciendo presente en cada pasaje hacia la ilusión de los niños.

El mundo de los niños siempre sucumbe ante la codicia de los adultos, y Walt Disney y sus amigos no podían estar ajenos a la globalización o al capitalismo. Se crearon entonces en Estados Unidos los primeros parques temáticos en íntima relación con los personajes que dibujaba el viejo Walt para matar la tarde. Y fue así como salió a la luz el famoso Walt Disney World, llamado también Disneylandia, y todos sus afines. Y fue así como el sueño de los niños tomó nombre propio. Y lugar propio.

Para los que crecimos admirando a Mickey Mouse, y disfrutamos viendo “La noche de las narices frías” en el cine, ir a Disneylandia fue un sueño desde que nos enteramos de su existencia. Si a mí o a muchos de mis colegas de infancia nos preguntaban de pequeños qué lugar quisiéramos conocer, Disney era respuesta segura. El destino y la amabilidad de unos familiares hicieron que mi primer viaje al extranjero fuera hacia allá. Tenía doce años y los objetivos de llegada a los Estados Unidos a esa edad tienen que ver con otro tipo de sueños, pero Disney no podía pasar desapercibido. No lo decía a voz en grito, pero las ganas de pisar ese maravilloso mundo me carcomían la cabeza, y superaban toda posibilidad de enfundarme con un buen par de zapatillas Nike o un jean Levis.

En Disneylandia todo es mágico. Y todo es ficticio. Hasta el dinero. Ahí los dólares se convierten en billetes con las cabezas de los clásicos exponentes de Disney. Las estrellas son muñecos disfrazados, y están dispuestos siempre a regalarte una sonrisa para la foto de rigor. Por ser un lugar inmenso, casi una ciudad, las “calles” tienen también nombres de fantasía. Entonces si uno está en grupo y deciden separarse, quedan en encontrarse en la avenida Peter Pan, o en el sector de estacionamiento llamado Pluto. Hasta perderse en Disneylandia es divertido.

Nuestro viaje tenía reservada la visita a un parque temático por día, no había marcha atrás. Y Disney fue de los primeros. Recuerdo que la noche anterior dibujaba en mi cerebro los escenarios que conocía por revista, como el castillo de la entrada o la inmensa bola de acero que adorna Epcot Center. Y me imaginaba subido en todos los juegos que recrean las fantasías del viejo Walt, que abarcan desde aburridos paseos en un bote por un océano de plástico hasta radicales montañas rusas animadas en el espacio. Tan fuerte fue mi emoción, que mi cerebro confundió climas, y la mañana en que conocería Disneylandia por fin, en vivo y en directo, me agarró una fiebre que amenazó con perjudicar mi viaje. De aquella primera experiencia como “disneyvisitante” conservo un billete de un dólar con el rostro de Mickey Mouse, y el recuerdo de mi alicaída anatomía con la mano sujetándome la cabeza por el dolor, con los ojos pegados en los helados con orejas de chocolate que no pude degustar. Gracias a Dios pude regresar un par de veces más a Disney. Con mayor edad además. Y me divertí como me divertiría incluso hoy.

Si la vida fuera un cuento de hadas, no habría que tener miles de dólares en el bolsillo para viajar hacia allá. Si el mundo fuera un lugar justo, en el que los gobernantes fueran reyes bonachones, los príncipes seres capaces de enamorarse de la criada de una casa, y los villanos torpes y siempre derrotados, todos los niños del planeta tendrían que conocer Disneylandia. Todos los niños del mundo deberían tener unos familiares que los inviten gratis. Y la fiebre se curaría comiendo helados con orejas de chocolate.

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