martes, 30 de diciembre de 2008

El año de la conciencia (Y)

A mi madre, para cerrar con broche de oro.
Horas antes de que den las doce de la noche del 25 de diciembre, observé en la sala de la casa de unos tíos donde celebraba la noche buena, que su perra Frida andaba aturdida por causa de los benditos “cohetones”. Siempre los he detestado. Un poco por el fastidio explosivo y otro tanto porque jamás los pude dominar. Nunca he reventado una rata blanca, y de la mítica “sarta” de colores navideños no he pasado. Y eso. Pero esta vez trajeron a mi memoria a mis dos perras, Aika y Sara, que si de por sí eran inquietas y ladraban ante cualquier movimiento, por estas fechas vivían atormentadas. Casi como un soldado en guerra que siente los pasos del enemigo. Recién entonces caí en que ya no las tenía. Que ya no vivían más conmigo, y que sus penetrantes ladridos y sus dolorosas manifestaciones de afecto habían desaparecido de mi mundo. Y no me había dado mucha cuenta.

Eso me sirvió para hacer un repaso, y llegué a la conclusión de que el 2008 ha sido un año particularmente de despedidas, de cambios. Me acosté un enero en una gran casa con jardín, cochera amplia y salones que podía no visitar durante varios días; y amanecí un diciembre compartiendo un edificio, en un departamento exacto y ameno, pero que ha destinado mi sitio, para no alterar su función de familia en comodidad, a un espacio extremadamente reducido, donde he tenido que desparecer mis dos mesas de noche, la vieja cómoda que soportaba todo mi ropaje, y la gran cama de dos plazas que albergó los mejores sueños de mi prolongada adolescencia.

Mi familia varió de vivienda, y la cronología indica que mis días están contados. Pero lo más importante es que dejamos atrás los complementos de lo que fue nuestro mundo durante casi diez años. Sara vive hoy con Anita, la empleada de mi hogar de toda la vida, y Aika, su mamá, se murió ahí también, dos meses después de que “les diéramos de baja” por falta de espacio. Dejamos de frecuentar a un personaje imprescindible en mi hogar, el famosísimo tío Yaya, aquel hombre de casi dos metros de estatura que caminaba encorvado y a paso ligero por la avenida Benavides para llegar a cuidar mi casa todos los días. Y que con cuya entrañable vocezaza regó de carcajadas, sabios consejos y apodos varios las visitas de nuestros amigos. Se fue Niaso de mi hogar, la popular “ia”, con un embarazo a cuestas y una tímida sonrisa que despachará sus últimos ratos de disconformidad en mi memoria. Quedamos sólo cinco. Y tal vez de manera egoísta, nos hemos acomodado sin recurrir a las añoranzas.

Es que así es la vida. Lo he podido comprobar este 2008. Las cosas cambian, el tiempo pasa y no perdona. Cada 31 de diciembre se me hace más intolerable. Me coloca irremediablemente cara a cara con la muerte. Con ese impostergable momento que son las despedidas. Fue un año raro. Me mudé, acudí al trabajo con horarios fijos un tiempo prolongado por primera vez en la vida, me gané una mención honrosa en un concurso de cuentos. Extrañé a mi primo Roca, compinche de mi mundo social mis últimos años. Se me fue Constantino. Anduve mal de salud la mayor parte del tiempo. Terminé en la clínica una vez. Le di la espalda a la universidad y ella no se dio cuenta. Me emborraché, le hice daño a mi cuerpo como nunca antes. Me reí un montón. Lloré más que otros años. Escribí más que otros años. Me leyeron más que nunca. Llegué a pensar que mi depresión no era broma, que se hacía crónica, y hasta medité en la posibilidad de medicarme. No fui al psicólogo. Creé un Blog.

He llegado a pensar que la vida es una carrera inacabable, y que somos como ese maratonista que participa por amor al deporte, sin saber cómo ni cuándo llegará a la meta. Cada paso es más complicado. Cada kilómetro es una agonía. Algunos encuentran la fórmula necesaria para contrarrestarla. Yo estoy en la búsqueda. No entiendo a los que festejan y se abrazan por la llegada del nuevo año. Yo sólo festejaría si mañana a las doce me llevan de regreso al 2008. Y si me dan la certeza de que los que aún me acompañan, se quedarán conmigo.

Adiós 2008. En fútbol: un desastre. Alianza una lágrima, la selección un asco. Lo mejor fue el título de la San Martín, porque se lo robó a la U. Un equipo: Boca Juniors. Un jugador: Juan Román Riquelme. ¿Y lo demás? El libro: Tokio Blues. La película: Paranoid Park. El concierto: Andrés Calamaro. La juerga: concierto de Los Fabulosos Cadillacs, el evento del año. La canción: “Bajan”, de Spinetta como Pescado Rabioso, un gratísimo descubrimiento. Un acontecimiento: el offside de mi conciencia.

Un sincerísimo deseo para todo el que me lea: que su 2009 sea bueno. O al menos superior a mi 2008. Que abunde el amor, la salud nunca nos falte, y que los sueños pisen tierra.
Abrazos.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Los Cadillacs tocando para ti (Y)

(Esta vez) "no me importa poner las letras, sólo me importa mi mujer".
Hace un par de años parecía imposible, pero es la realidad. Están a la vuelta de la esquina. A tan sólo horas de su presentación en el mítico Estadio Nacional. Sí. Los Fabulosos Cadillacs llegan al Perú, y este sábado prometen no parar de sonar, rompiendo ritmo en las rodillas, “y su nombre va a estar encendido en un cartel”. Es imposible ser amante de la música en español y no guardar especial cariño por Los Fabulosos. Una banda contagiante, de buena vibra, y sobre todo, humana, real. Desde su ritmo, con una dosis grande de Ska, otra de reggae, un poco de balada, merengue y hasta salsa, pasando por la particular voz de Vicentico y la amorfa figura de varios de sus músicos, generan empatía, una sensación de pertenencia, como si fuera fácil treparse al escenario y ser un Cadillac.

Pese a ser seguidor de la banda, confieso no ser un fiel fanático. De hecho en el concierto me sorprenderán con varios temas cantados a pulmón abierto por la multitud que seguro no conoceré. Pero mi relación con el grupo de mi tocayo Gabriel Fernández Capello (Vicentico) lleva escondida una etapa fundamental en mi vida. Es, sin temor a equivocarme, el único repertorio musical que comparto con mi pareja. Ella podrá aborrecer a veces a Calamaro y yo haber ganado un poco la batalla por alejarla de los grupos en inglés que seguramente le hacían evocar viejos amores, pero basta que aparezca la murga de Los Fabulosos para que compartamos el momento, desafinemos a la par, y movamos los cuerpos instintivamente. Cuando se enteró de que venían a Lima me dijo: voy a ir de todas maneras. Luego de que esbocé una tacañería para acudir al sector más barato del estadio, arremetió: ahí irás tú solito. Después llegamos a un consenso: mi regalo de Navidad será la entrada a “Fabulosos”, señalada como, descontando los sitios VIPS, la mejor tribuna del concierto.

Antes de que Flora llegase a mi vida los Cadillacs ya sonaban en mi entorno. Pero fuera de que “Matador” se impregne en mi mente sobre todo porque así le cantaban a un delantero chileno del River Plate que yo idolatraba pese a problemas de frontera, y que “Vasos Vacíos” haya sido la banda sonora de mi viaje de promoción, no tenía mayor conocimiento. “Mal bicho” no me convencía, y hasta tenía dudas sobre si la mágica “Yo no me sentaría en tu mesa” era de ellos. Recuerdo que mis primeros acercamientos a Flora coincidieron con el posicionamiento del extraordinario disco doble en vivo de los Cadillacs llamado “Hola y Chau”, que marcaba la despedida de la banda. Y cómo días después de darle el primer beso una lejana madrugada en San Bartolo, observé por televisión un extracto de ese concierto que cambiaría mi vida para siempre: la canción “Carnaval toda la vida”.

Carnaval, como la gran mayoría de temas de Los Fabulosos, se presta a distintas interpretaciones. Pero a mí me sabía a Flora. Era yo un adolescente inexperto en el amor, que se creía incapaz de abordar a una mujer más allá de una noche, y repleto de dudas existenciales. Pero mi noche con ella había sido la mejor de mi vida. Y Vicentico me decía así: “Por qué será que todos guardan algo, cosas tan duras que nadie quiere decir… Por qué será que me gusta la noche… Carnaval toda la vida, y una noche junto a vos…”

La vida quiso que esa noche se multiplique, y al ritmo de los Cadillacs encima, es decir, de la manera más humana posible. Entonces los problemas de primerizo romance pasional se arreglaban dedicándole al futuro “Vos sabés”; y cuando el diablito era más fuerte que la calavera podía pedir perdón en silencio con “Siguiendo la luna”, y esa bendita estrofa que dice: “Vamos mi cariño que todo está bien, esta noche cambiaré, te juro que cambiaré”. Cuando me las daba de dramático no podía faltar “Basta de llamarme así”; y si me hacía sufrir, me amparaba borracho en “está lloviendo pero yo no me voy a mojar, mis amigos me cubren cuando voy a llorar”.

Así la fui conquistando, como un Cadillac de alma, de esos panzones, cheleros y hasta cocainómanos, que dicen lisuras en el escenario y que invitan al público a que se caguen “en los políticos de mierda”, con odas a los revolucionarios como Víctor Jara. Como un fabuloso que desafina y se emborracha, y al que los padres catalogan como “no confiable”, pero son auténticos y bonachones, porque “esa noche, esa noche, yo te amé…”

Florita entendió que los príncipes de hadas no existen, y se animó a abordar mi camino “siguiendo la luna y su huella invisible”, y yo la contemplé hasta con temor (“no es que tu mirada me sea imposible, tan solo es la forma como caminas”). Y por vez primera dejé de ser el número dos en la lista. Por eso el concierto del sábado es especial. Lo pasaré saltando festejando que no voy a “morir sin antes haber amado”, al lado de mi más querida Fabulosa, y con la promesa silenciosa de luchar para que nuestro tiempo para ella nunca deje de ser un carnaval. Carnaval toda la vida.

martes, 18 de noviembre de 2008

Simulacro (F)

Este cuento no tiene ninguna dedicatoria en especial. Como siempre que escribo largo, lo dedicaré a todo el que se de el trabajo de leerme hasta el final.
Habían pasado unas semanas desde la última réplica, pero Camila aún no podía dormir en paz. Su cuarto, separado apenas por un pequeño baño del de sus padres, no volvería a tener la puerta cerrada, y la distancia se le tornaba eterna cada vez que su memoria la retrocedía a la noche más espeluznante en sus siete años de existencia. Y volvían el miedo, la angustia, la claustrofobia; la voz de su madre diciéndole “ya vuelvo, no demoro”; los alaridos de Vicky, la empleada del hogar, al borde del desmayo; la ventana del balcón estallando. La hora y media que insistió marcando los números celulares de sus padres hasta que aparecieron, casi en simultáneo, desde rumbos distintos.

Roberto y Luciana tuvieron a Camila tres años después de su casamiento. De los veintiocho no paso, le había advertido Luciana, y Roberto, aceptado como si las fechas no le importasen, pero sabiendo que treinta y dos era un buen número para convertirse en padre, y para dejar por fin, de jugar a la adolescencia. No deseaban un hermano para Camila, y eso había engendrado una dulce niña, hermosa. Pero engreída como pocas y en ocasiones, asustadiza. El día del terremoto la pareja tuvo una fuerte discusión. Olvidarían rápidamente lo que desencadenó la batalla pero ambos intuían de qué lado se producían las balas. Lo último que recordaba Luciana antes de que la tierra jugase al fin del mundo en gran parte del Perú, era su insistencia para ubicar a Roberto mediante el teléfono, y la manera en que aborreció la casilla de voz. Al llegar al hogar, ambos abrazaron un largo rato a su hija, que no cesaba en llanto. Luego se miraron casi con ternura, con complicidad afectiva. Esa noche la pasaron los tres en la habitación de Camila haciendo caso omiso a las noticias. Habían vuelto, al menos en apariencia, a ser una familia.

Luciana no volvió a saber nada de Laura, una antigua amistad, hasta cinco días después del terremoto. En ocasiones, cuando el pesimismo se apoderaba de sus pensamientos, imaginaba cómo sería su reacción, cómo se enteraría, con quién lo haría incluso. No intuyó jamás que sería Laura la intermediaria entre la aparente calma de su mundo y la tormenta de la realidad. No imaginó que una amiga a la que había aceptado casi a imposiciones por gente común, y por la que tenía escondida antipatía, la citaría en un café para comentarle con fechas y datos concretos que su marido la estaba engañando.

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“Mi mami ha estado llorando”, le dijo dos días antes del terremoto Camila a Roberto. Y ese fue el primer indicio de una inminente hecatombe para él. Había llevado hasta el momento con cuidado la relación. Citas en hoteles clandestinos, en cafés pocos concurridos por la gente de su entorno. Llamadas siempre desde el número de la oficina, regalos de cierto lujo cada vez que Claudia dibujaba entre líneas el “hasta cuándo”. Luciana no era ninguna tonta, pero Roberto sabía que la credibilidad y la confianza eran adjetivos profundos en su relación, y que su larguísimo camino como hombre fiel le permitía ciertos privilegios. Llevaba casi nueve meses saliendo con Claudia, una bella mujer que no llegaba a los veinticinco años. Roberto no supo qué decir ante las palabras de su hija. Esbozó un ya se le pasará, o quizás un la llamaré para preguntarle qué tuvo.

Desde la cita con Laura, Luciana no sabía cómo afrontar sus días en el hogar. La rabia y el odio cambiaban sus fichas por una gran incertidumbre. Conocía amigas que habían pasado por lo mismo, y el epílogo en esas situaciones era siempre el divorcio. No tenía ningún ejemplo sobre una mejora en sus vidas. Al contrario, mucho psicoanálisis, uno que otro viaje ineficaz, pérdida del estatus social. Recordaba claramente cómo le sirvió de escudo a su prima Mariela cuando Raúl, su esposo, la abandonó por su secretaria, y se le habían quedado casi tatuadas en la memoria unas palabras que reaparecían en sus pensamientos: no sabes cómo me duele que otra persona, una extraña, sea la que decida a partir de ahora mi futuro, el futuro de mi familia.

Y así sería. Roberto se iría con su amante, y dejaría en el hogar que moldearon juntos tanto física como espiritualmente durante una década, el crecimiento de su hija, acaso la condena hacia la imposibilidad de un alejamiento, y el imán que los llevaría a envejecer juntos pero separados.

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Atando cabos Roberto llegó a la conclusión de que su esposa llevaba más tiempo procesando la noticia. Que el llanto era una secuela de algo duradero. Las últimas semanas las habían surcado con poco sexo, algo fuera de lo común en su relación, y las cotidianas riñas venían cargadas de frases que fuera de ser impulsivas, parecían premeditadas en Luciana. Por otro lado, él había dejado pasar mucho tiempo las preguntas. ¿Aún la amo? ¿Me estoy enamorando de Claudia?

La relación con Luciana se enfrió desde el nacimiento de Camila. Como suele pasar con las buenas personas, la hija era lo más importante. Acaso lo único importante. Y le habían dedicado su vida. Literalmente. Cada vez que tenían una conversación fluida, era por ella, y las veces que homenajeaban su amor con la felicidad de aliada, era para celebrar un destello de su mágica existencia. Una buena libreta, una impecable presentación en una clausura, el hecho de que había sido sin dudas la más linda de un santo infantil.

Pese a ello Roberto jamás contempló la posibilidad del adulterio. Fue en una fiesta de fin de año de la empresa en la que trabajaba con éxito desde siempre, cuando conoció a Claudia. Daniel, un colega suyo, lo había casi obligado a bailar con ella, que venía con el cartel de ser amiga de algunas de las chicas de ventas. Esa noche se desbordó de placer al sentir tan cerca una imagen así. Claudia podía pasar como esas mujeres a las que Roberto volteaba a mirar suspirando para sí mismo la imposibilidad de alcanzarla. Y conforme corrían los tragos y el whisky se apoderaba de su entrepierna, imaginaba esos pechos, apenas protegidos por un atrevido escote negro, cerca de sus labios. Claudia olía delicioso. Un aroma indescifrable. Un aroma que no era de Luciana, ni de su rutina, ni de sus músculos adentrándose cada vez más al mar de los cuarentas.

Un par de años antes, Luciana había decidido, o se había resignado, a una relación para toda la vida. Era de las personas que no creían en los para siempre, y dejaba una luz de duda a todo lo que se le tornaba positivo. Pero observándose al espejo de la vida notó que el tren se le estaba pasando. Que no sería jamás la sensual mujer que conquistó a Roberto y por la que se tuvo que comer incontables escenas de celos. En silencio, Luciana opinaba como la mayoría, “es una mujer mucho más guapa que su marido”, y eso le había permitido algunas licencias en la flor de su relación, cuando enamorados. Roberto siempre babeó por ella. Y Luciana lo aceptó un poco por su inteligencia y su nivel económico, y otro tanto porque era tiernísimo con ella.

Había una evidencia esta vez. Ya jamás podría olvidar a Roberto. Jamás superaría su partida. Jamás aparecería el hombre que babee por ella ni el tierno. Tampoco el millonario capaz de comprarla al menos materialmente, alejando de su cerebro el proscrito dilema de volver a trabajar. Las cosas cambiarían, pero qué más daba, no estaba dispuesta a mostrarse ante el mundo, de la noche a la mañana, como una “cornuda” más.

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Camila andaba preocupada. Le habían dicho en su colegio que habría un simulacro para saber qué hacer y cómo reaccionar ante un posible terremoto. Le dijeron que al día siguiente, a las once de la mañana, se detendrían las clases y todos deberían actuar como si la tierra estuviese sacudiendo sus certezas. No dejaba de pensar en ello, quería tener a sus padres cerca. O al menos que le permitan llevar un celular para marcar sus números desde antes, porque así sí entraría la llamada. “¿Va a haber otro terremoto mami? ¿Cómo es eso del simulacro?”. Luciana le había explicado con la cabeza en otro sitio lo que ocurriría, pero Camila no quería saber nada con terremotos ni temblores ni réplicas. Que se vayan con su simulacro a otra parte.

Luciana tampoco quería más remesones, y decidió enfrentar a su marido. Ese mismo día, cual detective cumplidor con creces de una misión, Laura le mencionó por teléfono que estaba completamente segura. “Se llama Claudia, es una conocida de las hermanas Gutiérrez. El hijo de Marisol trabaja en un casino cerca de un hotel en Angamos, y los ha visto salir varias veces de allí”. No había marcha atrás. Por fin la villana tenía nombre. A partir de eso sería más fácil martirizarse el cerebro averiguando hasta sus notas en la primaria. El blanco en el que depositaría sus nocivos y malintencionados dardos tendría ya una foto.

Desde el terremoto, Roberto había vuelto a ser el esposo preocupado y afectuoso. Algunas tareas reservadas para Luciana, como levantar cada mañana con cariño a Camila o llegar de vez en cuando a la casa con algún postre, las había tomado él. Por primera vez en la vida, el trabajo había dejado de ser lo más importante. La culpabilidad lo abstraía de sus obligaciones. La última noche que pasó con Claudia le dejó un sabor agridulce. Nunca más, llegó a pensar en algún momento. Pero, ¿cómo terminar con el asunto? Nueve meses es una eternidad cuando se esconde el corazón, y las palabras a veces son arpías. Te amo, le llegó a decir a su amante alguna vez.

Como siempre, Camila volvía a apoderarse de su mundo. Era una mala época para noticias de alejamientos. La niña no había vuelto a ser la misma desde el terremoto, y a partir de ello, la toma de decisiones era para Roberto un poema al “stand bye”. Lo que sentía por Luciana no había variado desde la aparición de Claudia, y eso le generaba la sensación de eternidad para su actual estado. Tal vez era el descaro, o los vientos helados de la rutina, pero podía mirar a los ojos a su esposa. Podía bromear con ella de vez en cuando. Y con regular frecuencia, penetrarla por las noches de la manera en que ella más lo disfrutaba.

Una llamada telefónica de Luciana trajo consigo lo evidente. Su voz sonaba áspera e irreverente. ¿Cómo se había enterado? ¿Qué detalle había dejado olvidado? “Necesitamos hablar”, le dijo su esposa. Y Roberto contestó como el que se sabe derrotado, sin pedir adelantos ni insinuaciones. Dejó para otro momento la llamada a Claudia y trató de ensayar su repertorio culposo ante Luciana. ¿Qué decirle? ¿Negar todo? ¿Voltearle la torta? “Cómo puedes desconfiar de mí”. ¿Y Claudia? ¿Aceptaría tan fácil la cosa? “Ya no nos podemos ver más”. Hasta se imaginaba en una película estilo Woody Allen en la que el marido arrepentido decide regresar con su mujer y tiene que lidiar con la obsesión y el chantaje de su amante. “La creo capaz”. Además, no iba a ser tan fácil deshacerse de ella, lo tenía agarrado desde la parte más frágil y menos pensante del hombre. Roberto no llegó a una clara conclusión.

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Luciana se armó de valor y lo esperó en la entrada del hogar. Tenía preparadas de antemano sus palabras. Empezaría probándolo, “¿quién es Claudia? ¿Por qué te ha llamado a la casa? ¿Cómo conoce el número?”. Si notaba cinismo, alzaría un poco la voz, “no te hagas el idiota. Ya sé que te encamas con ella en un hotel en Angamos”. Luego, lo sabía, aparecerían las lágrimas y su voz se resquebrajaría hasta matarlo de la pena, para luego sentenciar: “Quiero el divorcio Roberto. Es lo mejor”. Sus palabras finales tendrían a Camila como protagonista. “Sólo los fines de semana y sin esa perra”.

Roberto, por su diálogo interpersonal, demoró un poco más de lo debido. Y tal vez para alargar la agonía, se apareció con una pizza. Eso desconcertó un momento a Luciana. Camila lo sintió llegar y salió de su cama. “¡Qué rico! ¿Puedo?”, dijo contenta. “Sólo un pedazo porque sino no puedes dormir”, dijo Luciana. “Lo que diga tu mami”, sentenció Roberto. Ya sentados en la mesa y luego de traer los platos, vasos y cubiertos respectivos, la intranquilidad se apoderó de la mujer. Quería expulsar su mierda de una vez por todas. “A dormir Camila”. “Yo la acuesto”, dijo Roberto, y Luciana lo interceptó con seriedad: no, tengo que hablar contigo.

Antes de darle rienda suelta al discurso, una sensación extraña se apoderó de Luciana. Sintió un ligero mareo y sus extremidades empezaron a actuar sin su permiso. Eran los nervios, la rabia, la tristeza. Su mente había estado todo este tiempo preocupada en confirmar una verdad explícita, y su cuerpo recién empezaba a procesar aquello. Ahora tenía enfrente a Roberto, era el mismo pero distinto. El que la conquistó años atrás con una ternura mágica, tan desemejante de la de sus ex hombres, ahora cargaba vacío en sus ojos, ese aura alejado de los prescindibles. Lo observó fijamente y sin saber cómo, sus labios empezaron a actuar: “Estoy embarazada”.

Roberto reaccionó con inusitada alegría. Había escondido los nervios muy bien, pero aquello fue un desahogo. Le acarició la barriga y hasta dio la impresión de acandilar el rostro. “Lo estaba esperando tanto”, le dijo al oído. “Qué buena noticia”. Se abrazaron largo rato y volvieron a besarse como en mucho tiempo. Luego Camila llamó desde su habitación a Roberto. “La duermo al toque mi amor, voy pronto al cuarto”.

“Papi, ¿Qué es un simulacro?”. “Ah hijita, es para saber cómo reaccionar ante un terremoto”. “Pero, ¿va a haber otro terremoto mañana?”. “No hija, un simulacro es un terremoto de mentira. No va a haber un terremoto nunca más”. “¿Me lo prometes?”. “Te lo prometo”, dijo Roberto, y le dio un gran beso a su hija. Se quedó con ella unos segundos acariciándole el cabello. Un alivio profundo acaparó su mente para luego volver a Claudia, y a sus senos, y a su forma de tocarlo, y al aroma de su lengua y de su sexo. Estaba listo para hacerle el amor a su mujer. Para embarazarla incluso. Le dio un último beso a su hija en la frente, y después de muchas lunas, le cerró la puerta.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Semilla amarilla (F)

A los flojos. Para que me lean.
Me arrancaría un instante la mentira, alejaría la soledad. Tus ojos de plata, al girar, han alumbrado el farol, en mi sombra, en mi ropa, en mi río interior. Pequeña fruta prohibida, el enigma, la curiosidad, el egoísmo, derrotan mis convicciones, generan mi huida, y te quiero alcanzar; de tanto seguirlo tu aroma es esencial, de tanto soñarlo, tu sabor me es familiar. ¿Bastará con fingir? ¿Hasta cuándo puede uno actuar? Semillita amarilla, de voz lejana e impía sonrisa. Por ti tampoco podré cambiar.

martes, 4 de noviembre de 2008

D10S es mi DT (Y)

Pese a quien le pese, este texto está dedicado a todos los Maradonianos del mundo. ¿Y los demás? Que aguanten...
En el más recóndito rincón de mi ego, habita un argentino. Lo digo con convicción, huachafería y algo de arrogancia. Todo el que me conoce sabe que, pese a mi manera de ser, tan disímil de la del “che” estándar, soy un confeso seguidor de la cultura albiceleste. Me enamoré de Argentina desde que un lejano día de comienzos de los noventa mi viejo trajo a mi hogar una edición de “El Gráfico”, y a partir de entonces empezó un idilio que incluye mi fanatismo por distintas telenovelas y series argentinas (incluyendo Cebollitas, y sin llegar a Chiquititas); la devoción por las mujeres de ese país, comprobada primero en televisión y luego en vivo y en directo; mi entrada en semana de estreno cada vez que el cine comercial limeño nos trae una película de esas que a menudo protagoniza Ricardo Darín; y por supuesto, mi admiración hacia su fútbol. Hoy en día que Alianza es una lágrima soy mucho más seguidor del Apertura argentino que de nuestro pobre pero siempre querido balompié. Y eso ya es mucho. Soy hincha de Boca Juniors, fan de Juan Román Riquelme, y adicto al programa que conducen el “Pollo” Vignolo y Gustavo López llamado “90 minutos de fútbol”.

Si hay algún personaje que destaca dentro de todo lo que envuelve Argentina en mí, es Diego Armando Maradona. Al Diez lo voy a defender siempre. Hasta cuando me quede sin fundamentos. Es el hombre que mejor ha hecho en la historia de la humanidad lo que más me gusta hacer, que es jugar al fútbol. Y encima se ha dedicado, con subidas y bajadas, con goles y con dopings, de engrandecer al deporte rey, de darle aires de cultura, brillos de la más empática humanidad incluso después de haber sido Dios. Mientras escribo estas líneas está siendo presentado como el nuevo seleccionador del equipo argentino, suplantando al “Coco” Basile y generando todo tipo de controversias en su país y en el mundo. Y todos se preguntan, ¿lo logrará?

Yo soy de los que opino que para ser un entrenador de una selección importante hoy en día, más que tácticas y estrategias, se necesita de un adecuado manejo de grupo y de mucho tino para elegir a los once titulares. Si a cualquier mortal fanático del fútbol le dan la selección argentina para un solo partido, contra, por ejemplo, Rusia, lo gana. ¿Qué tan mal lo puede hacer Maradona? Es muy distinto ser DT de Mandiyú o de Racing (los ex equipos del Diego en su faceta de exfutbolista) que aceptar una escuadra que puede darse el lujo de prescindir de Rodrigo Palacio, Pablo Aimar o Walter Samuel, porque antes están Messi, Agüero o Demichelis. (¿Cuánto daríamos en el Perú por Samuel, Palacio y Aimar? Y acá nos quedamos callados cuando el silbato del entrenador se lo dan al “Chemo”, que a diferencia de Maradona, quien por su país se peleó hasta con la FIFA, y se puso la camiseta aún con los tobillos destrozados, alguna vez renunció a jugar por Perú).

A cualquier otro entrenador argentino lo peor que le puede suceder es quedar eliminado en primera ronda del Mundial (como sucedió con Bielsa en el 2002). Porque las Eliminatorias, pese a la coyuntura actual que los deposita por primera vez fuera del primer lugar, las van a superar con Maradona, Basile o hasta con “Chemo”. Y después la vida continúa. Pero Maradona es Maradona, no es una persona cualquiera, como diría Calamaro. Y no sabe de equilibrios. Así lo demuestra su apoteósica y a veces incomprensible carrera. En mi opinión los fanáticos del fútbol debemos esperar dos posibilidades: o el desastre, traducido en que se pelee con los jugadores o con Bilardo, o que hable incoherencias de Grondona a la primera derrota, o que falte a los entrenamientos y termine vilipendiado e insultado por sus desmemoriados hinchas; o la gloria, que en la filosofía del Diego no es otra que ser campeón del mundo.

Lo que ocurre con Diego, y tal vez es lo único que le juega en contra, lo grafica un periodista de El Comercio en el epílogo de su nota, y dice algo así: “Ahora Maradona no podrá hacer la mano de Dios. Todo el mundo lo estará mirando”. Y es verdad. El protagonismo que perdió Diego el día que se retiró del fútbol lo va a recobrar ahora, y eso significa un peso casi insostenible, que lo supo llevar algún día al infierno mismo. Si en el 94 los gringos se dieron cuenta de que estaban organizando un Mundial fue porque Maradona llevaba la 10 de Argentina. Ya me imagino la cobertura mediática que generará su selección en Sudáfrica 2010. Los flashes recaerán en el petizo que dejará la armadura celeste y blanca que nos hizo emocionar en más de una ocasión, y que a cambio lucirá un terno impecable y unas ganas locas de saltar a la cancha a meter un gol. Eso tal vez aísle la responsabilidad en los Riquelme, Messi o Tévez actuales, quienes al igual que los Caniggia, Batistuta, Ortega y Simeone de antaño, no han sabido cómo convivir con ella.

Pues ha llegado el culpable de esa responsabilidad tan fuerte, de esa condena de los días “DD” (Después de Diego) en el fútbol argentino. Ha llegado en un momento complicado a poner el pecho. A decirle al mundo que está de regreso a un lugar que no fue el mismo desde que partió, allá por el año 94 y luego de un brillante partido contra Nigeria. Ha vuelto para lucir esa corona que para el argentino que respira entusiasmado en un recóndito rincón de mi ego, pase lo que pase, no dejará jamás.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Con el perdón de los poetas (F)

La vieja computadora de mi hogar ha revivido. Ha hallado por fin su sitio en el nuevo departamento de mi familia, y luego de mucho tiempo, hoy me he sentado en ella. Fuera de su imagen tan distante de la moda actual, me ha hecho revivir viejos momentos. Buceando entre sus archivos, he encontrado muchísimos textos míos, de esos que hacía cuando "joven", obteniendo sentido en el alma con las teclas. Hay muchos cuentos inconclusos, y otros terminados que no valen la pena. Y vaya casualidad, hay muchos "poemas" (si es que se le puede llamar poesía a eso, un garabato de palabras en insolente oda a la cursilería). He elegido seis de los 18 que encontré. Debo confesar que disfruté leyéndolos, mucho más por lo que significa el remonto a viejas épocas que por su calidad, es obvio. Y he decidido colocarlos en mi Blog. Quizás por ofrecerles, de alguna manera, inmortalidad. O tal vez porque la inspiración no se viene acordando de mí muy seguido. Da igual. Aquí están. Para que se rían, se burlen; y para que el que me conoce desde hace mucho, descubra mi anatomía en esos "versos" que vienen fechados, y tenga conmigo, a la distancia, una cómplice mueca de melancolía.


1-Enigmas

Al futuro.

Llantos, rabietas, besos, felicidad.
Te imagino corriendo tras la pelota, mirándome a lo lejos, esperando mi aplauso.
Hay que jugar y reír mucho para contrarrestar las tristezas y las derrotas.
Los recuerdos, la indiferencia y los enigmas.
Dibujo en mi mente tu sonrisa.
La belleza de tu madre, sus ojos, sus manos.
Para nada mi insomnio y mi depresión.
Me tocó este sitio de cerros tristes y calles descuidadas.
De desempleo, violencia y oscuro aire.
Donde el que obvia más normas la pasa mejor.
Donde reinan la insolencia de las combis y la capacidad de arreglar por lo bajo con el policía.
De niño conservo el colegio.
Mi timidez, la amistad y la añoranza.
La extrema vagancia y las ganas de ir.
Mi primera ilusión no fue correspondida.
Llegó junto con mi adolescencia y me dejó el complejo y el miedo a la mujer bonita.
Los amigos llenaron mis tiempos de soledad.
Su abrazo, su fútbol, su mar.
Sus sueños.
De buen salario, whiskies, carros y balnearios.
La familia tan presente y tan distante.
El cariño, el festejo, los primos.
El chisme, la envidia, la muerte.
La propina del abuelo.
El primer amor es siempre igual.
Entregar hasta lo último y llorar al final.
Creer eterno el cariño y no coincidir con los tiempos ni los sueños.
Del mío las caminatas, el cine y las tostadas.
Las peleas, los celos y los errores.
No soy parte de ningún gremio.
Quizás estoy cerca de los desconocidos escritores a los que el talento les falta y sus obras son leídas por su fantasma de madrugada.
Alguna vez tuve ilusión.
Pero la vida se encargó a golpes de quitármela.
La felicidad es fugaz y con los años es más escasa.
Sabía antes de crearte que esto era así.
Fue un egoísmo pero me venció una vez más el temor a quedarme solo al fin.
Como herencia te dejo mis lágrimas y mis últimos chispazos de emoción.
La que te engendró alguna vez fue mi mejor compañía.
Me amó y la amé.
Espero entiendas nuestras aberraciones si nos ves de lejos hoy.
Si te causo lástima quiero que sepas que con tu existencia superaste todo lo que alguna vez deseé.
Y si algún día ya de grande me recuerdas dame el abrazo justo, sin hablar.
Ya estaré cansado y solo, esperándote para dar el paso al costado.
Rendido, soñando con algún recuerdo de niñez.
Una tarde de sol.
De San Bartolo, sus calles y su aroma a libertad.

Mayo 2002

2-De Maradonas y zapatos

A los platónicos

Le llamó la atención su blusa rosada.
Su tierno caminar y mirada coqueta.
La vio acercarse.
Él temblaba.
Su pecho veía nacer los primeros golpes de amor en sus cortos diez años.
No entendía.
Ella cada vez más cerca.
La misma edad.
Los mismos sentimientos.
Ella con su madre y él con su padre en una tienda de zapatos miraflorina.

Su conocida timidez se hizo más notoria.
Ahí frente al espejo de pies la observaba un poco.
La niña ni se inmutaba.
Le parecía extraño aquel muchachito con zapatos de fútbol y medias cochinas.
Se probaba los zapatos y no le gustaban.
Se engreía.
Él dejaba de soñar con Maradonas y Chavos del 8.
Había cambiado.
No hacía más que pensar en la niña.

Al acabar la compra la niña se fue.
Se olvidó del muchachito raro.
Fue feliz con sus zapatitos de moda.
El padre del niño le ofreció la comida más deseada y él no aceptó.
Sólo se miraba al espejo y se conocía.
Le interesaba su aspecto.
No se gustaba.
Luego los años pasaron.
La niña linda siempre la más linda del salón.
El muchachito siempre tímido y descontento.

Cada uno por su camino creciendo y enfrentándose al mundo.
A la niña linda el amor se le presentaba siempre.
Después de romper miles, le habían roto el corazón y se decepcionaba.
El muchacho siempre solitario.
Enamorándose en secreto.
Nunca correspondido.
Ella hermosa con su blusa rosada y él con fútbol y música triste.
Se ven a diario.
Ella lo piensa misterioso y le interesa.
En silencio él la ama.

Diciembre 2003


3-Un viejo encuentro

A mi infancia.

Tiene mi memoria un rincón poco visitado.
De oscuro aire, aroma natural y viejos caminantes.
De paisaje repetido y novedoso.
De sol luminoso y negra noche.

Tiene mi memoria un rincón de comienzos de año.
De primeras palabras, gritos y paseos.
De risas y mal humor.
De chocolates y rabietas.

Tiene mi memoria un rincón casi perdido.
De pólvora, abrazo y panetón.
De ligas y figuras duplicadas.
De árboles y museos.

Tiene mi memoria un rincón que renace.
De ausencia, melancolía y olvido.
De 20 y casi 5.
De seguridad y miedo.

Tiene mi memoria un rincón para la quinta.
De automóviles antiguos, malos vecinos y parques incoloros.
De resbaladera y óxido.
De La Romana y Monterrey.

Tiene mi memoria un rincón privilegiado.
De propinas, caramelos y caminatas.
De felicidad y admiración.
De Pueblo Libre y de mi abuelo.

Julio 2002


4-Un día insólito

Fue un día en apariencia común.
El sol despertó a los metódicos habitantes e hizo presagiar el calor y el sudor.
La alegría y las ganas de compartir.
Una mañana mansa a mi entender.
Vestido para nada para la ocasión me ganó el mal humor del pantalón negro en épocas de erisipela.
La tarde rutinaria envolvió mi cansancio.
No quise moverme más.
Me declaré muerto en vida en estas horas de panza llena y series de televisión.
Sin querer llegó la noche.
La intenté sentir de lejos.
No quise involucrarme en su magia.
Había algo en su mirada que me daba mala espina.

Fue un día en apariencia común.
El sonido del despertador a distintas horas fue odiado por cada trabajador descontento.
La mañana silenciosa.
El ruido de los pájaros y las bocinas se detuvo insólitamente.
Apurado emprendí el viaje hacia el malestar de escuchar sin escuchar.
El atardecer me fue llenando de pistas.
Era posible creer que en este día corriente algo distinto iba a suceder.
Me saludó el extraño personaje que vaga por la avenida.
El muchacho que pide limosna me ofreció una porción de su merienda.
La noche se mostró coqueta.
Mis pocas ganas de seguirla se convirtieron de pronto en necesidad.
Olvidé la flojera y quise golpearme con su ruido.

Fue un día en apariencia común.
Pero en mi casa me despidieron con miedo.
Olvidé las fotos de la billetera.
Mi mejor zapatilla no me quiso acompañar.
La tarde llegaba a su fin.
Sin cambios, todo mal.
Mala cara del profesor y absurdas bromas de los estudiantes.
Intrigado esperé que anochezca.
Al llegar al antro aparecieron en mi mente cada uno de mis movimientos durante este insólito día.
Aturdido y desconcertado a lo lejos divisé a la muerte.
Diez metros atrás siguiendo órdenes del demonio.
Disfrazado de mujer.
El día en que el amor murió.

Octubre 2002

5-Conocerte

A la reconciliación

Enamorarme fue encontrarte.
Un amanecer tu imagen.
Un despertar tu voz.

Conquistarte fue luchar.
Un escondite a mi inseguridad.
Un antifaz a mi oscuridad.

Tenerte fue gozar.
Recibir tu alma.
Sorprenderme con tu entrega.
Tus labios un sueño.
Tu anatomía una ilusión.

Mantenerte fue sufrir.
Una constancia mis celos.
Una aberración mi obsesión.

Despedirte fue un impulso.
Un masoquismo mi actitud.
Una equivocación mi auto confianza.

Recordarte fue llorar.
Sufrir mi adicción.
Añorar tu calor.

Nuestro tiempo fue fugaz.
Larga mi soledad.
Irremplazable tu presencia.

Febrero 2003

6-Preludio de un adiós

A la niña de los ojos verdes

Verde y castaño.
Sonrisa celestial.
Rostro incansable.
Majestuosa mirada.
Dulce caminar.
Melodía al hablar.
Eterna luna llena.
Manos de ceda.
Ojos luminosos.
Belleza sobrenatural.

Eterna oscuridad.
Rostro maltratado.
Pasado tormentoso.
Excesiva timidez.
Afligido atardecer.
Nada que ofrecer.
Desafinado al hablar.
Ojos tristes.
Manos de cartón.
Resignado corazón.

Lejanía.
Soledad.
Melancolía.
Preludio de un adiós.
Inminente desconsuelo.
Celos.
Admiración y desprecio.
Luz y sombra.
Imposible.
Tú y yo.

Abril 2003

martes, 7 de octubre de 2008

Resurrección (Y)

A la persona que durante este período de ausencia, ha ingresado una y otra vez en búsqueda de un nuevo texto. Bueno, si acaso existe.
Culpar a la ingratitud por el prolongado tiempo sin contactarnos es una lisura. Me escudo, como siempre, aduciendo a mi más porfiado demonio: la dejadez. Convertida con el correr de días negros, en una especie de depresión. A veces creo que nunca podré superar ese sentimiento. Una hábil mezcla de frustración, miedo, tristeza; con un toque de certezas ineludibles, que se apodera de mi anatomía de vez en cuando. Siempre hay una razón más fuerte, en ocasiones evidente, que esparce su virus contagioso en cada célula de mi alma. Y cuando la enfermedad se expande, la tos es asma, y lo pequeño se agiganta.

Siempre he pensado que todas las etapas, sobre todo las malas, vienen cargadas de un aprendizaje. A veces es bueno tocar fondo. Besar la tierra para levantarnos. Para decir basta. Por eso no puedo catalogar a este tiempo como olvidable. Todo lo contrario. Hoy que he decidido despertar, llevo en mi maleta la pesada carga de mis últimos días, y su semblante cabizbajo, atontado, me inclina a cambiar la frecuencia, a crear un nuevo personaje para el enigmático repertorio de mi vida.

He querido disimular con algunos, ser sarcástico con otros. Un fantasma para varios. Hay momentos en los que no es necesario ser evidente. Los que saben de tus miedos, la que te acepta tal como eres, el juez y parte de tus vicios, entienden. En situaciones así no hay quién te pueda lanzar el flotador, sólo queda, desde la otra perspectiva, dejar que el tiempo pase, que los susurros de la primavera se encarguen de ofrecer la clave para encontrar, dentro de uno mismo, la solución. O acaso, la sana resignación.

Alguna vez leí, o me contaron, o lo escuché por azar, un consejo que decía que cuando una voz interna te susurra al oído que lo que profesas es en vano, que tu arte es insuficiente y carente de valor, lo utilices. Canta, pinta, escribe. Y así, la voz se apagará. Trataré de tomarle la palabra. Que las energías negativas descansen por un buen rato, porque yo esta vez, pese a mi personalidad apegada a la rutina y la quietud, me he cansado de ellas.

He vuelto.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Yo no voy al psicólogo (¿y me siento bien?) (Y)

Alguna vez le escuché a alguien que admiro decir: el mejor homenaje que le podemos hacer a los que se han ido, es seguir viviendo.
Este texto está dedicado a mi actual psicólogo, mi querido Blog.
La psicología está muy cerca en mi vida. Tengo una hermana a punto de graduarse en esas artes, y la he observado romperse el alma los últimos años. He sido testigo de su crecimiento profesional y de su esfuerzo por ir moldeando el ojo (o el oído) que todo psicólogo debe poseer. He visto también a algunas de sus amigas-colegas en lo mismo, y tal vez por sano prejuicio, me dan la impresión de ser distintas, como si estuviesen analizando el mundo en silencio a cada momento. Soy de las personas que creen en la psicología. Que confía en que los problemas del ser humano se pueden resolver o disminuir con la ayuda de otro, y si este está sentado en un despacho prestándote atención, mucho mejor. Pese a eso jamás he ido al psicólogo. Aún en estos tiempos, cuando aquello de “eso es para los locos” es una frase obsoleta y carente de sentido común. Quizás por flojera o falta de dinero. Quizás por esa bendita costumbre de postergar hasta el extremo todo. No lo sé.

Cada vez me convenzo más sobre la urgencia de un psicólogo en mi vida. Alguien externo a mis afectos que me ponga en vereda, y que me de la pauta para resolver mis rollos existenciales. Poco a poco me acerco a ese momento, y para eso, tal vez de manera inconsciente, suelto frases sueltas en las sobremesas familiares del estilo “lo que tengo yo es emocional”, o “no sé si podría soportar un psicólogo”. A todo el que conozco que asista a terapia lo interrogo, y si me entero de alguien que estudió psicología o que la ejerce, me intereso en su vida, lo cuestiono.

En esa línea ando en este, mi último ciclo como universitario (luego de una etapa en extremo duradera que incluye de todo un poco y a la que daré cabida en otro u otros textos de mi Blog), desde el momento de la matrícula, cuando me noté hastiado de los cursos de mi facultad, y quise “parchar” créditos en otra. Apareció entonces la posibilidad de llevar algunos cursos en Psicología, con la excusa de conocer más sobre el ser humano bajo el motivo de escribir historias, pero con la certeza de acercarme en algo al instante en que un psicólogo haga trizas mi vida en una hoja de papel de su cerebro.

La experiencia no ha podido ser más rara. Sólo en una mente atrofiada como la mía se podía pensar en estos cursos ajenos a mi carrera como algo más fácil de afrontar. Todo lo contrario. Carezco de una base mínima y a menudo me pierdo. No están los “vagonetas” como yo que adornamos los salones de la facultad de Comunicaciones. Y se tiene que leer más. Mucho más. Encima me he tenido que enfrentar a tres demonios de mi vida (de esos que resolveré si Dios quiere con un psicólogo): el tormento de ser un “viejo” para la universidad, el recelo hacia un espacio desconocido, y el extraño estado, una mezcla de ignorancia con temor, que generan las mujeres en mí.

Es una sentencia: el grueso de la población que estudia psicología actualmente pertenece al género femenino. Los salones de comunicaciones tienen cierta tendencia a las mujeres, pero podríamos hablar de un 60 a 40 en términos de porcentaje. Entonces siempre se puede hallar al compañero más flojo que uno; al grupo de trabajo repleto de hombres, de esos que dejan todo para el último y que no creen en las reuniones en casas; al amigo con el que estallas en cómplices carcajadas burlándote de algo o al que lo escuchas suspirar con más devoción de la que podrías generar (incluso en épocas austeras) por el paso de una chica bonita. Así es más fácil. Y así he superado el primer demonio que mencioné, por tener siempre más edad que la mayoría, hasta hoy, en mi quinto año en la Universidad de Lima.

El primer error en mi etapa como “psicólogo” fue matricularme en un curso de tercer ciclo. De esos que llevan los muchachos aplicados que hasta hace un año eran colegiales. El nombre me sedujo, Psicología de la Comunicación. Vamos, me dije, estudias eso, debes estar preparado. Ahora no sólo estoy algo confundido (no había prestado tanto reparo académico en la comunicación desde el lado subjetivo, por ejemplo) sino que he estado apunto de cometer uno de los pecados más infames de la vida, de esos que sólo imaginaba para las mujeres en sus cuarentas, que es ocultar la edad. En mi primera clase como estudiante de psicología me tocó hacer un trabajo en grupo entre cuatro personas. Felizmente encontré abrigo en una chica a mi costado, que al notar a la gente buscando a sus amistades para la elaboración del equipo sin prestarle atención, me dijo casi suplicando: ¿puedo ser contigo? En unos minutos encontramos a otros dos desamparados. Felizmente (me dije), un hombre y una mujer. Como suele suceder con los trabajos en grupo, si el profesor ofrece 20 minutos se dedica mínimo la mitad del tiempo a las relaciones humanas. Ahí fui notando la diferencia. Debe haber sido una de las primeras veces en mi vida en las que me sentí cuajado. Observé en los rostros de mis nuevos compañeros la tierna luz de la inexperiencia. La pizca de orgullo que florecía en mi anatomía se apagó cuando preguntaron las edades. Dejé mi respuesta para el final anhelando un ingreso repentino y autoritario del profesor pidiendo silencio. No se me hizo el milagro. Trastabillé y por un momento pensé en la posibilidad de decir 23, 24. Hasta 21 por un microsegundo. Cuando sentencié los arcaicos 26 la sorpresa se apoderó del ambiente, y me mandé con un rollo sobre el término de mi carrera y mis planes a futuro en el que me sentí casi peor de mentiroso.

Todo lo desconocido se demora en ser recibido por mí. Lo proceso cuando es inevitable. Y llegar a un salón de clases siendo un extraño siempre me ha parecido un trámite (pese a que en demasiadas oportunidades he sido el nuevo del aula). Mi técnica consiste en arrinconarme en un sector desapercibido y tratar de interpretar el rol del hombre misterioso, ese que no transmite nada fácilmente. La multitud se olvida de mí rápidamente y poco a poco me da espacio para ir socializando. Pero lo que me sucedió en los siguientes cursos psicológicos a los que estoy condenado fue la hecatombe. No había multitud. Éramos once personas de las cuales nueve ¡eran mujeres!

Al momento de la matrícula, ya habiendo hecho un click para seleccionar el curso Psicología de la Comunicación, yo tenía espacio para cuatro créditos. Así que decidí llevar dos cursos de dos cada uno. Me dije, “si valen un par de créditos nomás, la cosa va a ser papaya”. Tamaña equivocación. Psicología de la Familia es un curso tedioso en el que abundan teorías llenas de datos, y llevar Sexualidad Humana en un salón repleto de féminas, y siendo incluso alumno de otra facultad, es todavía más complicado, y me hace quedar a ojos juzgantes de las chicas mínimo como un degenerado. Y seré con el tiempo, qué duda cabe, un fácil blanco de burlas para cada intervención jocosa.

Mi relación con las mujeres siempre ha sido difícil. No sé a qué trauma obedece aquello pero me cuesta socializar con el sexo opuesto. Tampoco soy un eterno “chuncho”, pero jamás doy el primer paso, y necesito llegar a familiarizarme demasiado para mostrarme tal y como soy. En ese instante quiero creer que me gano cierto cariño, pero casi con ninguna mujer a lo largo de mi vida he podido generar una relación más allá de los cortos diálogos, digamos. No soy de los que tiene una mejor amiga, por ejemplo. Incluso en tiempos pasados era el principal defensor de la postura que afirma que es imposible la amistad entre géneros distintos. “Inevitablemente va a aparecer el deseo”, decía. Siempre que he tenido oportunidad de abordar una cierta dosis de complicidad (para no llegar al extremo de decir amistad) con una chica, me he alejado. He depositado nuestra relación en el limbo de las personas a las que se saluda por compromiso y a los momentos incómodos cuando el encuentro es inevitable.

Debe ser por que a muy temprana edad alcancé todo lo que anhelaba en una mujer, y casi saltando de felicidad tuve que ponerle el stop al proceso por mejorar mi tara. Ya no necesitaba una mujer que me de su cariño, que me bese. Que me ame. Y para mí, si eso no venía incluido en el paquete, el regalo no servía. Antes de hallar a mi novia atravesé por esa durísima y excitante etapa que es la búsqueda de pareja, y en el camino tropecé con mi timidez, con la imposibilidad de sacar a bailar a alguien, con el consuelo de anhelar platónicamente a un imposible. De hecho todas, o la gran mayoría (bueno, es un decir, tampoco fueron muchas) de mujeres que alcanzaron mis labios antes de mi novia dieron el primer paso. Un gesto, una sonrisa. Una certeza de que no me rechazaría. Una “mandada” con todas las de la ley. Dios fue bueno conmigo, y en mi primer “desahuevamiento” para el cortejo, me dieron el sí (aunque ella afirme que eso del primer paso no es del todo mérito mío, en fin).

Hoy he comprendido que las relaciones humanas entre géneros van mucho más allá del sexo. Que mi dificultad al confrontar una mujer puede generarme graves consecuencias incluso en términos laborales, y lo que es peor, al menos en mi caso, no tener “amigas” es colocar una barrera difícil al momento de crear personajes femeninos en mis ratos de ficción. Este ciclo la vida me ha puesto una prueba dura en dos de mis cursos psicológicos. Hasta el momento soy un ente silencioso, un lunar de los que avergüenzan en el compacto rostro del salón. Va a ser difícil, lo sé. No creo que ningún hombre tolere estar sentado dos horas en una clase que gira en torno a preguntas escondidas (del estilo “una amiga me contó”) de las chicas sobre los métodos anticonceptivos, por ejemplo. Pero habrá que hacerlo. Habrá que opinar sobre el aparato reproductor y resolver las dudas que tenga el repertorio (incluyendo a la profesora) sobre los genitales masculinos. Habrá que evitar las risas nerviosas cuando aparezcan términos como la eyaculación, o poner cara de “ya lo sabía” cuando se metan con el condón. Habrá que plasmar la experiencia que no poseo.

Mi problema con las mujeres es uno de los tantos temas que podría tratar con mi inminente psicólogo. Es quizás el más identificable, pero abarca o saca a flote a otros, como la timidez, la antisociabilidad (si vale el término). Acaso el pesimismo. De todas maneras pienso que mi experiencia en la facultad de psicología va a ser provechosa. Lo malo es que hay que aprobar los cursos, y si se inmersa en el camino la dificultad extrema, los terminaré odiando. Algo aprenderé. Alguna ventaja sacaré y, ojalá, podré dar a luz un par de cuentos distintos, un personaje femenino entrañable.

Lo que es una sentencia es que mi trabajo conmigo mismo, mis diálogos y dudas unipersonales, no serán resueltos. No hallaré el motivo por el que mis ojos se escabullen de los de alguna gente. No recibiré pautas para que cuando me agobie el mundo mi estómago no me coloque al borde de la clínica ni me haga pensar en la muerte. No podré superar el temor por perder a mis seres queridos, ni a la mala liturgia que son las despedidas en mí. No sabré con exactitud lo que ocurre con mi alma cuando sin razón aparente me pongo triste. No podré descubrir los demonios que llevo ocultos, los traumas de mi niñez, aquel acontecimiento que te marca para siempre. Todo eso lo trabajaré cuando me anime a visitar a un psicólogo. Y en el peor de los casos, asumo, si no hay remedio, tendré que dejarme de vainas y aprender a vivir así.

Quién sabe, tal vez la terapia produzca otro yo. Un Gabriel distinto. Menos atormentado, más seguro de sí mismo. Quizás aprenda a expulsar las palabras que callo y que desquician a mi novia. Quizás obtenga más fe en mis proyectos. Más optimismo para con el futuro. Quizás encuentre en el fondo de mi corazón, virtudes que desconozco. Tal vez adquiera confianza con mi psicólogo y lo quiera, y así podré compartir experiencias con mi hermana y el resto de sus amigas colegas. Quién sabe, tal vez hasta yo pueda hallar a mi mejor amiga.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Un homenaje reyrojino al rey de todos los colores. Fue un honor, querido Director (RR)

La escritura es para mí la única forma de encontrarle sentido a muchas cosas en la vida. Con este texto me despido del director de mi colegio, y está dedicado a toda la familia de Constantino Carvallo. Con todo el respeto del mundo.
El pasado lunes quedará en la memoria de muchísima gente como un día inexplicable. Injusto. El día en que la vida nos gritó con golpes certeros, aniquilantes, que no siempre el ser una buena persona y desenvolverse de la manera más solidaria posible garantiza un largo camino. A los 55 años, con mucho por ofrecer aún, dejó de existir Constantino Carvallo, el director de mi colegio. Una de las personas más extraordinarias que ha dado el Perú últimamente, y la personalidad más influyente que hemos gozado los que tuvimos el honor de pertenecer a su escuela, alumbrando la calle Cajamarca en Barranco.

Hablar de Constantino en estas difíciles horas es redundante. Un educador genial, filósofo, escritor. Dirigente sin finalidades de lucro del equipo más popular del Perú. Un hombre que con su don de gente y esa bendita virtud de ser certero, de no equivocarse jamás en sus apreciaciones, cambió la existencia de miles. Y le dio forma a una institución como Los Reyes Rojos, luchando contra muchos en un inicio y recibiendo el respeto de todos, tiempo después.

Constantino creó una forma de ser. Una personalidad. Una mística: el ser reyrojino. Esa distinción que llevamos y lucimos orgullosos todos sus alumnos ante el resto. Esa armadura que nos impulsa a creer en la validez de nuestras opiniones. Que nos permite soñar con la igualdad de la gente en un país desigual. Que nos dará la fuerza para educar a nuestros hijos con libertad, sin castraciones ni restricciones absurdas. Ser reyrojino es llevar un pedazo del corazón de Constantino Carvallo, y de eso no nos priva ni la muerte.

Cada uno tiene su propia historia con Constantino. Hoy asomarán de manera inevitable todas esas vivencias en los que como yo, tratamos de hallar sin éxito en el silencio de la noche una respuesta a su partida. Parte de ser reyrojino es permanecer en la escuela incluso después de la graduación y la fiesta de promoción. Mi vínculo con Constantino, vaya paradoja, se hizo más lindo con mi posición de ex alumno. Por una u otra razón, quizás por mis hermanos menores o por el hecho de que mi novia es profesora en Los Reyes desde hace cinco años, siempre he estado presente en las clausuras, bingos o kermeses. Lo mejor de esos momentos era encontrarme con Constantino. Siempre ahí. Oculto. Entre las sombras pero presente. Su sólo saludo era para mí motivo de orgullo. Y cuando había oportunidad de encararlo, vencía la timidez que me atormenta y con la que reaccionaba ante el resto de profesores, y me acercaba a hablarle. Cariñoso a su manera, me daba espacio en ese mundo tan singular que poseía y conversábamos. De fútbol sobre todo, es cierto, pero siempre había lugar para el jolgorio, y para hacerlo estallar en esa risa tan particular que extrañaremos para siempre.

De mis épocas escolares recuerdo el temor que enfundaba. Ese ruido extraño con el que arremetía cuando atrapaba a alguno corriendo por el hall del colegio. Sus asambleas y esa dura manera de tratar a algunas personas que generaban en el resto hasta odios, pero que a la larga servían para cumplir con un fin educativo. Constantino sabía exactamente a quién gritar. A quién humillar incluso. A quién tratar con dulzura. A quién exigirle que se saque veinte y a quién felicitar por un once.

Mi colegio tiene un rito temido llamado las pruebas de sexto grado. Para pasar a la secundaria, hay que vencer una serie de dificultades que muestren que estamos en la capacidad de afrontarla. Una de ellas, la más temida, es enfrentarse a un jurado en un examen oral sobre todo lo aprendido hasta el momento. El jurado, lógicamente, lo encabezaba Constantino. Sexto grado, allá por el año 93, fue un momento clave en mi vida. Me costó mucho desprenderme de mi exagerada introspección y de mi timidez. Fueron básicos en esa tarea Fabián y Cecilia, otros queridísimos profesores, que me moldearon hasta el punto de poder estar cara a cara con el jurado. Recuerdo que al entrar a esa tétrica sala, Constantino me saludó muy amable, y luego empezó con las preguntas. Yo había estudiado como jamás lo volví a hacer en la vida, pero mi delgada personalidad de niño de once años me jugó una mala pasada. Se me borró lo aprendido y no respondí ninguna pregunta. Constantino me dijo, siempre amable, “yo creo que no has estudiado mucho, mejor prepárate bien y vienes mañana”. Me estaba desaprobando. Yo en ese momento era un niño que con las justas hablaba con sus compañeros, pero me armé de valor y le dije a ese “monstruo” que tenía al frente: “No, mejor tómame otra cosa, por ejemplo Historia”. En ese instante Constantino decidió que yo había pasado la prueba. Me dijo: “claro, te tomo lo que quieras”, y me empezó a preguntar sobre historia. Sé que vencer mi miedo y enfrentarlo era mi prueba de fuego, y que en silencio con esos ojos profundos con los que estudiaba al mundo se dijo: “este chico está preparado, lo ha logrado”. Ya de nada importó que mi nervioso cerebro confunda personajes porque tampoco respondí bien las preguntas de historia. Ese gesto era Constantino. Eso es Los Reyes Rojos.

Ya de más grande mi relación con mi director tuvo que ver con mi vagancia y esos benditos y eternos castigos de las tardes o los sábados. Cuando ya no había remedio y él notaba que mis compañeros y yo estábamos en nada, se dedicaba a bromear, o a realizar pequeños concursos soltando preguntas al aire para que el primero en contestar sea liberado. Parece mentira pero esas jornadas interminables son las que más extraño del colegio. Inglés era un martirio para mí y siempre me tenía que quedar con él por las tardes. Cuando estuve en quinto de media me llegó a decir que si salíamos campeones en fútbol de Barranco, me aprobaba. Lo hicimos. Y él siempre cumplía sus promesas. Como cuando retó a mi promoción también en quinto de media a un partido contra los chicos de la categoría 84 del colegio, que por ese entonces contaba con Paolo Guerrero, Alexander Sánchez, Roberto Guizazola y otros chicos del Alianza a los que tanto ayudó. Nos dijo que si perdíamos iríamos el domingo al colegio, pero que si ganábamos nos regalaba diez cajas de cerveza. Ganamos y él cumplió. Aún lo recuerdo, abstemio como era, tomando esas cervezas con alguno de nosotros, los que más lo queríamos.

Recuerdo que cuando estaba en cuarto de media, para variar, me habían dejado castigado por no aprobar un examen de lectura. Ya se estaba haciendo costumbre, y notaba en mis profesores cierta preocupación por mi desidia. Estaba sentado tratando de leer en la biblioteca del colegio cuando me dijeron que Constantino quería hablar conmigo en su oficina, que quedaba unos metros al fondo. Empecé a temblar. Se venía lo peor. Me imaginé sus gritos por primera vez reflejados en mí. Su decepción. Mi inminente llanto. Entré nervioso como jamás lo había estado y me dijo de frente: “He preguntado a los de Alianza que están en quinto y cuarto de media quién es el mejor jugador del colegio sin contarlos a ellos. Y me han dicho que tú”. No lo podía creer. Era un halago que venía con un desahogo. Los de Alianza eran mis amigos, es cierto, pero valían sus palabras. “Te voy a estar chequeando”, me dijo Constantino. En ese entonces me olvidé de los libros y me propuse ser en verdad el mejor jugador del colegio.

Pese a ello creo que nunca le pude demostrar lo bien que jugaba al fútbol. Ya de más grande, el año pasado, acudí junto a mi novia a un paseo que hacían los padres de familia con los alumnos de cuarto de media, el salón de su hermano, cuyo tutor era Constantino. Ahí tuve la oportunidad de jugar por primera vez con él. Y pese a que me esmeré en colocarle incontables pases para que se haga goleador a un jugador difícil como él, que jugó parado en un perímetro del área rival con la particularidad de contar con un sánguche de chorizo en la mano, no pude cumplir una buena labor. Al final del partido lo vacilaban sus alumnos por su escasa fortuna al momento de disparar al arco. Él aceptó las críticas y con una sonrisa dijo al aire mirándome a mí: “sí, pero he visto a otros cracks también fallar hoy ah”. Fue suficiente.

Si como futbolista no le pude demostrar todo lo que sabía, me queda el recuerdo de que con la escritura sí lo logré. Él se enteró de la existencia de mi Blog, y me mandó una invitación con mi novia para participar en un concurso de cuentos organizado por la municipalidad de La Victoria en el que sería jurado. Pasaron los meses y no hace mucho (hace tan poco en realidad) llegaron los resultados. Me adjudiqué una mención honrosa, y vía mail, me mandó felicitaciones. Yo le respondí repleto de agradecimiento. Luego en la premiación me dijo: “estuviste ahí de ganar ah, tienes que seguir así”. Me quedó pese a eso la duda de que si otro hubiese sido mi nombre, tal vez mi cuento hubiese pasado desapercibido. Constantino, perceptivo y acertado, se encargó de comunicarme por intermedio de mi tío Willi y de mi viejo, que mi cuento le había encantado, y que para él merecí ganar incluso.

Hace un par de semanas me lo volví a encontrar. No hablamos del cuento ni del concurso. Preferí evitar ese tema. Hablamos, como siempre, de fútbol. Coincidimos en algunos temas y fiel a su costumbre, con algún comentario me cambió la manera de pensar en otros. Luego nos dimos la mano y me despedí de él con la certeza de volverlo a encontrar veinte años más, por lo menos.

Constantino se ha ido como lo que fue, un grande de verdad. La muerte es imposible de digerir, pero es más llevadera cuando el difunto es un débil, un enfermo terminal o un anciano. Cuando se va una persona joven es más doloroso. Cuando el que se despide es el hombre al que tú considerabas el más fuerte de todos, es intolerable. Parece mentira. Es muy difícil imaginar al colegio sin él. Sin su presencia en las clausuras, sin su mirada autoritaria y genuina. Sin su capacidad para solucionar con una palabra o un gesto, la vida de un ser humano. Constantino se fue enfundado en una bandera de su querido Alianza Lima recibiendo el cariño de miles de sus ex alumnos y de su familia, los deudos más auténticos. Yo acompañé el rito con dolor y respeto. No me asomé a su tumba y preferí esconder mi rostro acongojado.

Hoy lo quiero tener cerca, volverlo a saludar. Devolverle el abrazo paternal con el que nos educó a tantos reyrojinos. Conversar con él de fútbol ¿has visto qué mal está Alianza? Constantino querido, si los dirigentes tuvieran el uno por ciento de tu sapiencia. Si el Perú contaría con más ciudadanos como tú. Te agradezco absolutamente todo. Por formar Los Reyes Rojos y salvarme la vida al hacerlo. ¿Qué hubiese sido de mí en otra escuela? Tú lo sabes. Gracias por permitirme estudiar gratis la mayor parte de mi escolaridad, cuando la economía en mi casa no lo permitía. Gracias por ser tan cariñoso con mis hermanos, tan respetuoso con mis padres. Gracias por hacerme reyrojino de corazón, y por brindarme el plus de estar orgulloso de haberte conocido. De gritarle al mundo que mi director fue un ser increíble, y que cuando se fue lo sentí como si fuese de mi familia, porque eso es Los Reyes Rojos. Tú no eres un rey rojo, eres un rey de todos los colores. Gracias por los últimos momentos que compartimos, por ser tan influyente en mi vida hasta el final. Y por brindarme la fuerza para continuar en mi vocación, por esa promesa silenciosa de seguir remando con la escritura. Si me felicitaste tú que eres un genio, ¿qué más quiero yo? Descansa en paz, querido amigo, la vida se pierde de mucho sin ti. Y ten la certeza de que fuiste un hombre trascendente, y que un pedazo tuyo se quedará en el alma de todos los que pasamos de verdad por Los Reyes Rojos, que te amamos.

Tu alumno, tu amigo, tu hincha.

Gabriel Reaño

jueves, 7 de agosto de 2008

Por más que digan que no es una virtud (Y)

A Rengi, que me vendió la entrada.
Soy fanático de Tierra Sur. Me he ido dando cuenta de eso desde hace unos seis años, cuando reapareció en mi repertorio un disco de esa banda liderada por Pochi Marambio, y noté que me sabía de memoria muchas de sus canciones. Luego los he seguido en distintos conciertos, y me han enganchado hasta situaciones inimaginables, como colocarme en primera fila a cantar y bailar cual ferviente seguidor de la cultura rasta. En cuestiones musicales soy muy patriota, y suelo dedicarle minutos a grupos o cantantes de nuestro país, pero hoy, más cuajado en mis emociones y gustos, puedo decir que Tierra Sur es mi favorito.

Mi cariño por la banda data de mis primeros años escolares, en Los Reyes Rojos. Tierra Sur solía presentarse a ofrecer conciertos en mi colegio. Los recuerdo por el año 90 o 91, siempre con Pochi a la cabeza, cantando “Raíces, Rock y Reggae” o “Mi marimba”, deleitando nuestras clausuras y poniendo a bailar al son del reggae a incontables mocosos, que venerábamos a ese grupo que aún no había alcanzado la fama por “Llaman a la puerta” o “Piraña”.

Por ello, casi subliminalmente, me sabía de memoria muchas de sus canciones, cuando fuera del colegio, redescubrí un disco de ellos. Y ya con un paso a la adultez, he prestado mayor atención a la mística de sus temas. A sus mensajes peace and love. A sus instrumentos y a esa capacidad por predicar el reggae, género musical cuya mayoría de exponentes (abanderados por el eterno Bob Marley), interpreta en inglés, en peruanísimo castellano. El reggae, una cultura, un estilo de vida que tiene un poco de rock, un poco de jazz y mucho de África, y que genera alegría y ganas de moverse entre los mansos oleajes de la paz, no puede ser exclusivo. Y lo sabe Tierra Sur.

Ayer he estado en un concierto de Tierra Sur realizado en “La noche” de Barranco, y que para variar, tuvo relación con Los Reyes Rojos. Uno de los hijos menores de Pochi acaba su escolaridad este año, y con miras a juntar fondos para el viaje de su promoción, logró convocar a la banda para un concierto en el que si se les pagó algo, fueron un par de jarras de cerveza y algunos chots de pisco ofrecidos por uno que otro padre de familia. Fue inevitable acordarme de las clausuras de antaño. Sobre todo cuando Pochi llamó al escenario a sus hijos menores para que lo acompañen en alguna canción. De inmediato volvieron a mí las imágenes de un concierto en el que hizo lo mismo con Alec y Noel, sus hijos mayores, que por ese entonces estaban en quinto de media, y que hoy en día son indispensables en Tierra Sur. Así comprendí por qué soy tan hincha. Mi unión con la banda tiene mucho sabor reyrojino, y mis entrañables épocas en esa escuela son para siempre. Por eso festejé más que el resto cuando Pochi dijo, casi al finalizar el concierto, que ellos estarán con Los Reyes Rojos siempre, por más que sus hijos acaben el colegio.

Hoy en día Tierra Sur ha cambiado. Han ido rotando músicos, y tal vez de aquel primer grupo que observé cuando estaba en cuarto grado de primaria sólo queda Pochi. Pero el ritmo es el mismo. El sentimiento es el mismo. Tierra Sur descansa en el talento de Alec y Noel, con el bajo y la guitarra, y en la potencia de Constantino Álvarez (como los dos anteriores, ex reyrojino) en la batería. Además cuenta con un muy buen tecladista y una saxofonista que no desentona jamás. Y la fruta del postre es su encantadora corista, quien además nos deleita con sus geniales dotes en el cajón.

Si hablamos de canciones me quedo con “Humanidad”, tema sólo algunas veces interpretado en conciertos, y que describe el sentimiento por la humanidad diciendo “tu locura me tortura, me hiere, y aún así te amo”. Después es imposible no mencionar “Reggae mama” (antes de andar quiero yo bailar), “Ella tiene reggae” o “Mi marimba”. “Canto a los santos” está llena de positivismo, y con el negroide floreciendo (no son ideas nomás), se canta a pulmón abierto, “voy a rezar a los santos, pa’ que todo salga bien, que mi país se levante, y el tercer mundo también”. “Raíces, Rock y Reggae” es brutal, y dice algo parecido a “tengo para dar, raíces, rock y reggae, traigo mi música, y te la entrego a ti”. Y bueno, “Hierba mala” es un himno, y hasta al más parroquiano de los monaguillos le provoca escucharla con el aire de la marihuana cerca.

Sólo me queda agradecer a Tierra Sur por enseñarme que con el reggae también puedo disfrutar, y por abrir mi apetito por intérpretes como Don Carlos o Alpha Blondy, geniales dioses rastas que antes de Pochi, los hubiese catalogado (incultamente) como simples viejitos hierberos. También a los muchachos de quinto de media de mi cole que organizaron el concierto, por brindarme la oportunidad de terminar un día particularmente malo en mi vida, saltando adormecido y eufórico pa’ que todo salga bien. Por más que digan que no es una virtud, a mí me gusta Tierra Sur.

Este texto no podría acabar de otra manera: “Tieeerraa, tieerraa sur. Tierra de soooooool, y cielo azuuuul".

viernes, 1 de agosto de 2008

En la playa (F)

El teléfono celular empezó a sonar y a moverse torpemente sobre la mesa de noche. Marisol fue a su encuentro. Notó en la pantalla el nombre de Javier, su esposo. Decidió no contestar apurada como siempre, y esperar hasta la quinta o sexta timbrada. Anticipaba el contenido de la conversación. Y efectivamente, Javier le diría que se le había presentado una reunión imprevista esa noche, y que al día siguiente, muy temprano, tendría otra. No tenía sentido llegar tarde a su casa de playa en el sur para tener que madrugar. Otra promesa incumplida. Era martes, y Marisol tendría que dormir sola. Una vez más.
Al cabo de un rato, Marisol notó que eran las nueve de la noche. Y que en su gran casa de playa sólo chismoseaban sus dos empleadas domésticas en el cuarto de servicio, muy al fondo. Luego de dimitir la bronca por la ausencia de Javier, extrañó a sus hijos. Daniel, el mayor, y el más afectivo, llevaba tres meses viviendo en España. Macarena, la segunda, trabajaba. Y Diego, el menor, alegaba que en la playa no había nadie de su edad, y que prefería pasar los días de semana de sus primeras vacaciones universitarias, en Lima. Marisol sintió ganas de llamar a alguno. Pero no lo hizo. Total, si ellos no me extrañan, no tengo por qué arriesgarme a una voz seca y a frases para inquirir, como sacadas con cucharita.
Su soledad se había convertido en una rutina ese verano. Su gran casa blanca, de terraza con vista al mar y pequeña piscina en el tercer piso era como un refrigerador en el polo norte. Marisol pasaba las mañanas en la playa, con su sombrilla y un libro que le servía de escudo para escapar de las otras mujeres. De la felicidad de aquellas. Con sus hijos pequeños y esas tareas que Marisol extrañaba, como bañarlos en el mar, hacer castillos de arena, comprarles helados con mesura. Las tardes eran para la televisión y la siesta. Tal vez una película en el DVD y la contemplación de su celular. ¿Quién se acordará de mí? Por las noches le daba rienda suelta a un vicio que Javier detestaba en ella. Buscaba entre sus cajones más escondidos una lata que antiguamente había servido de envoltura a unas galletas riquísimas. De su interior extraía un papelito delgadísimo y algunas ramas verdes. El encendedor y a alejarse del mundo.
El fuego en el cuarto, por el viento. Una larga bocanada. Otra pequeña. La tos. Cinco pitadas más. Un incienso. Incrustado en la maseta. La noche. Linda. De lo que se pierde Javier. ¿En qué andará? No hay nadie a esta hora. Sólo se escucha el mar en evidente marea baja. ¿La tele? Alguna película. Me aburro. Silencio. ¿Cómo era? Pérdida de memoria, bochornos, sudor, cambios de humor. ¿Sequedad? Por Dios, no. A todo esto, ¿ya es mucho tiempo sin sexo? Ya se viene abril. ¿Una gran fiesta? ¿Para qué? El tocador. Sí, aún hay mimosas.

Ya no había carcajadas, como antaño. Cuando ese vicio era compartido con Javier o sus amigas. Cuando era la reina de la misma playa que hoy la acogía casi con lástima. Cuando su rubia cabellera era auténtica y no maquillada. Cuando su cuerpo, aún hoy esbelto, era la envidia de todas las mujeres, su rostro en verdad hermoso, y los surcos de sus ojos, cosas para viejas. ¿Qué he hecho con mi vida? Llegaba a decir en el colmo de los malos pensamientos. La palabra resignación parecía creada exclusivamente para ella. De pronto, sonó el teléfono. Era su hijo Diego. Marisol andaba ensimismada, y quizás para su hijo su voz le sonó como a sueño. Lo cierto es que el mensaje fue claro: llegaría al día siguiente como al medio día a la playa, y lo haría con un amigo. Salvador mamá, sí te he hablado de él.

La mañana recibió a Marisol con otro semblante. Después de tiempo, se esmeró en hacer las compras en el mercado, dio indicaciones a la cocinera para la preparación de un buen pescado frito como le gustaba a Diego, y se vistió bonita. Su delgadez le permitía, a diferencia de sus contemporáneas, usar bikini, y complementó el ropaje con una faldita a cuadros oscura que le había obsequiado Javier en Navidad. Siempre hay que verse bien.
Diego la saludó parcamente y Salvador fue muy educado. Marisol le quiso decir que no le dijese señora, que la hacía sentir vieja, pero intuyó que eso incomodaría a su hijo. Los dos chicos se fueron a la playa raudamente, y Marisol llegó algunos minutos después. Se ubicó en el lugar de siempre y deseó en silencio que no se le acercase ninguna de las señoras del balneario. Libro en mano, y anteojos oscuros, resolvió contemplar el mar, que parecía ese día de otro color. Del color de la ropa de baño de Diego. Muy cerca de ella se acomodó un grupo de cuatro mujeres que no llegaban a los cuarenta pero que habían pasado los treinta ya hace rato. No la empelotaron. Marisol las analizaría una por una como lo hacía desde siempre con todas las mujeres. Rolluda, celulítica, atrevida para usar ese bikini, anoréxica. Era miércoles, y fuera de los niños pequeños que correteaban entre la arena y la orilla, no había mucho que observar. Las cuatro mujeres, en apariencia, andaban solas. No habían venido ni con sus hijos ni sus maridos (si acaso los tuviesen) y poco les importaba guardar la cordura. Maquinalmente trasladaron su conversación hacia los únicos cuerpos apetecibles que se podían hallar en la playa: Diego y Salvador.
Marisol escuchaba con vergüenza y algo de fastidio algunas frases. El rubiecito (Diego) tiene el poto rico. Ah no, a mí me gusta el de pelo corto (Salvador), mira la espalda que tiene. Qué edad tendrán (Diego tenía 19 años, y Marisol intuía que Salvador andaba por ahí también). No sé, ¿20? ¿21? Ay no, más mocosos se ven, 17 o 18. “Qué desfachatez, como si estos les darían bola”. Oye ¿y han probado hacerlo con un chibolo? Marisol no quiso escuchar más pero la respuesta en coro del grupo la hizo prestar atención. ¡Claaaaro!!! A esa edad son fogosísimos, y duran tres o cuatro como si nada. Marisol pensó en pararse, gritarle al grupo de viejas arrechas que se estaban pasando, que el rubiecito era su hijito Diego, el menor de todos, y que seguramente no había tenido sexo aún. Pero le ganó el morbo y la chismosería. Una de las mujeres empezó el relato. Es facilísimo conseguir mocosos dispuestos. Yo ya lo he hecho con varios. Hay chicos que se la pasan así. Y son riquísimos ah. Los encuentras sobre todo en el gimnasio. Un par de favores, alguna insinuación, y listo. Ellos creen que son pendejos porque les invitas de comer o les regalas algo pero no saben el favor que nos hacen. Imagínate si tendríamos que esperar a nuestros maridos para tirar. Ellos ya tienen a sus chibolas desde hace tiempo, y no les afecta en nada. Al contrario. ¿Por qué nosotras no? Claaaaro, volvían a decir al unísono.
Diego y Salvador se acercaron hacia Marisol. Llegaban en búsqueda de dinero. Querían matar el tiempo tomando cervezas, como grandes. Conforme se fueron acercando, el rostro de las mujeres fue cambiando. Es la mamá, qué roche. Marisol fingió distracción. Estaba también avergonzada. De pronto observó a Salvador. Le reconoció la espalda perfecta, el cabello corto y exacto, los ojos dulces y su sonrisa de niño malo. Mientras buscaba en su cartera algún billete de cincuenta soles, notó que la mujer que había estado hablando de sus aventuras en el gimnasio miraba a Salvador de una extraña manera. Luego él la observó, y le levantó las cejas en señal de saludo.

Por la tarde y luego de conversar por teléfono con Javier algunos minutos, y que este se ponga cariñoso un instante para después decirle que no llegaría a la playa hasta el viernes, fue inevitable para Marisol pensar en las mujeres de la playa. ¿Estaba bien lo que hacían? ¿Era cierto que todos los hombres tenían su chibola escondida? Javier no viene a dormir hoy, tampoco mañana. Y yo…
Después del almuerzo, Diego y Salvador habían salido rápidamente. Casi no hubo tiempo para conversar. Se habían encontrado con algunos amigos. Iban a beber cerveza y para Marisol eso no estaba muy bien. Es miércoles y están tomando. En fin, no quería preocuparse. Ya saben lo que hacen. Aún no se sacaba de la cabeza la conversación de las mujeres de la playa. Encima, el saludo de Salvador con una de ellas le había parecido sospechoso. ¿Acaso era él uno de los chicos que se acostaba con mayores? ¿Y Diego? ¿También? ¡No!
Quizás era el sol que seguía sofocando, el calor y la ausencia de sexo en semanas, pero Marisol no se podía sacar de la cabeza a Salvador. Mira la espalda que tiene, le decía en su memoria la voz caliente de una de las mujeres de la playa. De pronto sucedió lo que no le ocurría hacía mucho. El bochorno, el sudor. Aún tengo mimosas, no te alteres. Luego, se le mezclaron sensaciones. Lo recordó. Lo imaginó. Sintió humedad en su entrepierna después de tiempo. Esto la llenó de gozo un instante. Entró al baño. Cerró la puerta. En milésimas de segundo estaba desnuda. Qué hacer. ¿Tocarse? Hace tiempo no lo hago. Se miró al espejo. No. Mejor abro la lata de galletas. No. Un baño de agua fría.

Marisol terminó en la piscina. Escuchando algo de música y alternando la lectura de una revista con las argollas de humo de su cigarro. Había cambiado de personaje en sus pensamientos. Ahora era Javier. Siempre, Javier. Su carencia de afectos, su indiferencia. La desidia con la que respondía a sus pedidos de arreglar la casa o la camioneta. ¿Tanta reunión en una semana? En fin. Luego escuchó ruidos en el primer piso. Supo que alguien entraba por el sonido coreográfico de sus móviles. Imaginó que serían Diego y Salvador, pero al asomarse por la escalera con una toalla en el cuerpo, sólo distinguió al segundo.
Rápidamente, Marisol descendió hacia su cuarto. Quizás llegaría Diego en un rato y desearían usar la piscina. Casi se atrevió a decir “Salvador, ¿no quieres bañarte en la piscina?” Pero este había ingresado fugazmente al baño. Volvieron a ella la conversación de las mujeres de la playa y la posible complicidad de alguna con Salvador. Y como por arte de magia, su imaginación recreó las películas que veía algunas noches en un canal prohibido de cable, y que a veces le servían a Javier para incentivar sus deseos. En alguna de ellas, Salvador saldría del baño, la sorprendería en su cuarto y la sometería con su espalda perfecta y su sonrisa de niño malo.
Lo que ocurrió fue la antítesis del erotismo. Marisol se acercó hacia el baño en el que estaba Salvador y lo escuchó expulsar literalmente toda la cerveza que había consumido, y de pasada, el pescado frito del almuerzo. Sintió asco. No se alejó mucho. En minutos lo escuchó de nuevo. Intuyó que se ahogaba. Se preocupó. ¿Estás bien? Salvador no respondió. ¿Estás bien? Nada. Voy a entrar. Nada. Marisol entró. Salvador estaba adormilado sentado a los pies de la ducha. Despierta, despierta, ¿estás bien? Salvador reaccionó. Sí señora, no se preocupe.
Al rato Marisol lo acompañaría a su cuarto. Le pondría una sábana extra por el frío. El chico temblaba, pobrecillo. Gracias señora, le diría Salvador. Y Marisol se guardaría una vez más aquello de “no me digas así por que me haces sentir vieja”. Luego volvería a su cuarto. Revisaría en su tocador las toallas higiénicas. Y la cantaleta de siempre. Pérdida de memoria, bochornos, sudor, cambios de humor. Puede ser ¿Sequedad? Jamás. Esperaría a Diego. Quizás lo retaría. Cómo es posible que tomen así un miércoles. Volvería a ser madre y estaría contenta. Sería una noche sin lata de galletas. Y a esperar con ansias el viernes, que llegaba Javier.

jueves, 17 de julio de 2008

Sobre la ciencia de estar solo (Y)

A Paloma, para que no le de "penita".
Mi hermana siempre me dice que le da “penita” cuando por casualidades de la vida me encuentra por la calle, ya sea en el auto o caminando, sin más compañía que la atormentada luz de mi sombra. Siempre le contesto con varonil autosuficiencia, y le digo que no me importa estar solo. Que incluso a veces, me gusta. Hace unos días me puse a pensar en aquello cuando me sorprendí a mí mismo en esas estresantes horas libres para el almuerzo en los trabajos, ingresando a mi frecuentado supermercado, el Wong de Benavides, realizando la más análoga oda al individualismo. Entre las dos y las tres de la tarde la sección de comidas preparadas en Wong, revienta. Se forma una larga cola en la que destacan mujeres de oficina uniformadas, tríos o cuartetos de hombres enternados, uno que otro grupo de trabajadores de construcción. Hasta amas de casa acompañadas por sus hijos. Yo había elegido dos panes y un jugo de naranja natural, y me disponía a comprar una porción de lomo saltado. Luego de pagar, y observando a los grupos o parejas desfilar hacia un lugar cómodo para alimentarse, fui a parar a mi carro, ubicado en el rincón más alejado del estacionamiento privado del lugar, dispuesto a devorar el par de sánguches que fungirían de almuerzo.

No sé por qué razón las palabras de mi hermana reaparecieron. “Qué penita”, hubiese dicho sin dudas al verme tratando de parar el hambre en un asiento estorbado por un timón, abriendo panes y colocando un alimento que destaca por su hediondez sin siquiera haber pedido por compasión un tenedor o un cuchillo (ni hablar de la servilleta, partes de “El Bocón” recién comprado terminaron con dibujos fusiformes de colores rojizos y encebollados). Confieso que sentí “autopenita”.

Antes de compartir con el viento un eructo desvergonzado, medité sobre mis ratos de soledad. Todo el que me conoce pensará que por el hecho de estar inmerso en una larga relación de pareja, si hablo de soledad suena a broma. Pero no es así. Suelo ser un solitario. Esto se debe quizás a que me llevo bien conmigo mismo. Conozco gente que no tolera estar sola. Que le abruma el aburrimiento ni bien se sorprende sin compañía. Yo no. Qué raro. Siempre se me ha catalogado como un hombre que no se quiere mucho a sí mismo. ¿El problema no será tal vez que me quiero demasiado? Al menos quiero mucho al ente que se queda conmigo cada vez que me abandona el mundo.

Mi hermana ni lo sospecha, pero quizás ella tiene mucho que ver en mi situación. Desde que llegó al mundo, tres meses antes de que yo cumpla tres años, compartimos vivienda. Y cuando uno es pequeño y el tiempo sobra, hay que ingeniársela para no desfallecer de sopor. Nunca me gustó jugar a la comidita o a las barbies, y pese a que me esmeré en moldear a mi hermana en las artes del fútbol o las peleas, rápidamente perdí la batalla ante sus histéricos gritos, pese a que en el fondo se moría por contentar a su entonces abusivo hermano mayor. Así, me las fui arreglando solo. Mal no me fue. Heredé y modernicé un juego de mi padre que consistía en realizar partidos de fútbol con chapitas desempeñando roles de jugadores. Yo convertí a todos mis muñecos en los “amigos” que me acompañaron tardes y tardes antes de que aparezca el Winning Eleven. Al mismo tiempo, cuando mi cuerpo me pedía movimiento, cualquier espacio se convertía en estadio, y hasta las pequeñas salas de los departamentos de mi niñez soportaban los pelotazos que daba mientras narraba en silencio la carrera entera de un crack del deporte rey: un tal Gabriel Reaño.

Me iba mejor solo que acompañado, es la verdad. Incluso en los veranos, cuando compartía tres meses una gran casa con todos mis primos hermanos en San Bartolo, no había mayor placer que encerrarme en un cuarto a jugar solo (no estoy hablando de las periferias que cada uno desempeñaba en los baños cuando llegó la adolescencia, por si acaso). Cuando llegó a mi vida mi hermano menor, la cosa varió un poco. Jugaba con él casi todas las tardes al fútbol o a las peleas. Aunque a veces, cuando me aburría y quería volver a la soledad de mis juegos, lo llenaba de taponazos hasta que no le quedaba otra que abandonar la partida (en el caso de las peleas estilo Dragon Ball Z con las que nos vacilábamos, abandoné yo el ring cuando noté que crecía, y que me era cada vez más difícil tumbarlo y someterlo a mis torturas).

Hoy en día pues, he heredado esa tendencia a la soledad. No me desagrada, por ejemplo, manejar solo, y salvo excepciones, como alguna noche entre las seis y las siete por la Javier Prado, suelo andar contento entre mis maniobras “caña monses” y mis contados y repetidísimos discos. Caminar es un tanto más difícil. A veces hasta yo no logro tolerar mis pasos acelerados que tanto le disgustan a mi enamorada. Pero una vez que llego a mi destino, todo es felicidad. Así me paseo, si es el caso, por Wong en búsqueda de insumos que van desde alguna revista hasta un pequeño frasco de leche condensada que degusto golosamente íntegro a escondidas. Cuando hay billete, un paquete de salames es básico. Y me encargo de que llegue a mi hogar únicamente para botar el envase vacío.

También me gusta ir al cine solo. Es más, admiro a la gente que descubro sin compañía en la penumbra de la sala. Cada vez que tengo tiempo, lo primero que quiero es entrar a un cine. Cuando la economía no me lo permite, me cuelo entre el mar de desconocidos que es a veces mi facultad y me meto al cine que tenemos en el tercer piso del pabellón colindante. Así me he ganado con películas que no escogería jamás así me dieran una tarde entera en los huecos de DVDs piratas de Polvos Azules, pero que me han gustado mucho.

En el fútbol también soy solitario. Prefiero ver un partido importante sin compañía. No soporto las reuniones que se hacen a propósito de un partido de Perú por ejemplo, que terminan con excesos de cervezas y el abandono del interés a los 23 minutos del primer tiempo (casi siempre el resultado negativo ayuda en ello). Yo prefiero verlo en mi casa. Y si es solo, mejor. En otro cuarto se ubican mi viejo con mi hermano, y si quiero comentar algo, simplemente les grito.

Otra de las actividades que puedo realizar solo es la visita a las librerías. Tengo una preferida, Crisol del Jockey Plaza. Me puedo pasar, sin exagerar, una o dos horas ahí. Incluso ideé la estrategia perfecta para leer un libro de un japonés, Haruki Murakami, que me había recomendado un primo, cuyo precio, 90 soles, me generaba un absurdo reparo. Sabía exactamente dónde estaba ubicado, y había logrado abrir una edición y esconderla en la tercera fila de esa columna de ejemplares de color negro. Un día, tal vez al notar que un tacañazo como yo le estaba ganando al sistema, me lo desaparecieron. Y no logré concluir la historia del protagonista de Tokio Blues (pongo el nombre para ver si desencadeno el instinto solidario de algún lector y me lo regala).

Estar solo me sirve, sobre todo, para pensar. Yo pienso mucho (y eso a veces no es muy bueno). Cuestiono harto las cosas. Les doy vueltas. También me sirve para observar a la gente. Me encanta sentirme un desconocido. Analizar miradas, ritmos al caminar, cuchicheos. De hecho todas las cosas que escribo tienen un borrador en mi memoria realizado cuando estoy solo. Algunas historias nunca llegan al papel. Otras se transforman y mejoran, otras nunca llegan a la perfección con las que las ideé en mi cabeza mientras paseaba por el mundo.

¿Seré un maldito egoísta? ¿Acaso un narcisista? Claro que no. Sólo puedo decir que mi tendencia antisocial tiene una razón. Eso sí, afirmo con la convicción que me brinda ser a menudo un “compañero sentimental”, que no he conocido mejor sentimiento que la compañía de una persona que te ame. Que sólo su presencia me puede sacar con gusto de mis casillas solitarias. Estoy seguro de que sin ella, no podría disfrutar como lo hago de mi soledad. Y no me quedaría otra que agachar la cabeza cuando mi hermana me encuentre por la calle cual pinche loco solitario, y me diga llena de ternura y sinceridad: “qué penita”.

lunes, 23 de junio de 2008

Euro 2008: nostalgia por el 10 (Y)

Con artimañas y jugando un poco a Houdini, me desligué de las “obligaciones” sentimentales del domingo y separé casi tres horas de mi tiempo para ver el partido por cuartos de final entre Italia y España. La ocasión lo ameritaba. La previa nos señalaba una especie de “clásico”, y teniendo en cuenta lo que habían hecho ambos equipos en la Eurocopa, se podía imaginar un partidazo, con una Italia reconfortada por su “milagrosa” clasificación, enfrentando a la España demoledora de David Villa y el “Niño” Torres. Pasados los primeros minutos deduje que lo más factible hubiese sido sospechar el verdadero desenlace del encuentro. Una Italia despojada de sus dos mejores hombres, el batallador Gattuso (que vale por dos en la marca) y el elegante Pirlo, núcleo de los esporádicos momentos de buen fútbol de la “Azurra”, se dedicó, con más ahínco que el habitual (que es extremo) al famoso “catenaccio”. Y España, siguiendo las leyes no escritas pero establecidas del fútbol, no pudo ser ese equipo grande capaz de superar las adversidades en el momento exacto. El cero a cero estaba cantado desde que el “Niño” Torres era anulado por la experiencia de la zaga italiana y Villa abusaba de lo individual con esfuerzos que terminaban mansitos en las manos de Buffon.
Fuera de una atropellada de Luca Toni que desencadenó en un disparo mediocre de Camoranessi y uno que otro remate desde lejos de David Silva o Marcos Senna, fueron los penales los que suscitaron la mayor emoción. Aunque el brote de sentimientos apareció en mí en una imagen ajena al partido, cuando las cámaras poncharon al público y encontraron, sentado al costado de Arsene Wenger, al maestro Zinedine Zidane. Qué nostalgia verlo en ropajes distintos a su camiseta número diez, a sus medias siempre hasta arriba, a sus botines, que aún en épocas marketeras de colores y formas llamativas, siempre fueron los Predator más simples de Adidas. La simpleza, pese a ello, es el adjetivo que menos calza en Zidane. Aquel elegantísimo volante francés de metro ochenta y cinco de exquisita técnica y dueño de jugadas dignas de un mago.
La presente Eurocopa me deja el buen juego de Holanda (ya había presagiado que no sería campeón, pero lo imaginé mínimo en semifinales); la sorprendente “mano” de Guus Hiddink, que hizo de Rusia un equipo jodido; la confirmación del mito (¿o realidad?) de que Alemania siempre está; el amor propio de Turquía, superando un partido ya perdido; el colofón del maleficio de los cuartos de final para España. En las individualidades, me quedo con los arqueros. Qué arquerazos hay en Europa. Creo que es en lo único que nos superan (hablando como sudamericano, obvio). También con Ballack, que siempre está; David Villa, goleadorzote; y el ruso Arshavin, dueño de la mejor actuación individual del torneo frente a Holanda (yo le hubiese puesto 10 si se me pedía una calificación).
Y hablando de sistemas, todos los equipos medianamente protagonistas respondieron con capacidad ofensiva y muchas variantes. Lo de Holanda fue superlativo, pero por momentos Portugal destacó, España confirmó que con jugadores de buen pie (los verdaderos, no Donny Neyra ni esas cagadas que pone Chemo en la primera línea de la selección) se puede llegar lejos, Alemania ha tenido lo suyo; Rusia, Turquía, Croacia…Pero lo principal en esta Euro versión 2008 es la certeza de que el número diez, aquel volante armador, elegante, de buena técnica y el ancla de un equipo, ha desaparecido. Ya nadie lo utiliza.
¿Cómo pensar en una Francia protagonista sin Zinedine Zidane? ¿Es concebible que su camiseta (la 10) sea utilizada ahora por Govou? Dejando la modestia de lado, mi condición de eficiente delantero a nivel amateur me permite criticar con dureza a los atacantes. No concibo, por ejemplo, un delantero al que se le pague plata que no pueda pegarle con las dos piernas. Sí rescato al que tiene buen juego aéreo, condición de la que carezco rotundamente, y hablando de carencias, por ello admiro siempre al número 10. Aquel hombre capaz de inventar lo que no me permite el talento en mis "pichangas". Por eso hoy añoro a Zidane, y más que una Eurocopa sin Inglaterra, esta para mí fue rarísima porque no estuvo Zizou. Y por ende, no estuvo Francia.
Crecí con las últimas caricias de los números diez. Me enamoré del fútbol con Valderrama, Leo Rodríguez, Aguinaga, Raí, Bengochea, los enganches de mis primeras aproximaciones al fútbol internacional. Admiré a Laudrup, Gascoigne, Hagi y Roberto Baggio cuando mi romance florecía, y ya en el apogeo de mi relación, me conquistó Zidane. Por eso hoy lo extraño, y por eso seré el principal defensor de Riquelme, el único sobreviviente de esa bendita especie de jugadores diferentes.
La Euro 2008 se va a clausurar el domingo próximo. El rey fútbol coronará a un nuevo campeón. Si no hay sorpresas, será Alemania. No descarto a Rusia en la final. ¿España? No creo (y no quiero). Pero al menos para mí, este torneo pasará al recuerdo como el primero sin Zinedine. El primero con la camiseta número 10 definitivamente extraviada entre volantes de primera línea y centrodelanteros. La ley del fútbol dice que así será de hoy en adelante. Y con el tiempo no habrá mayor drama. Me aclimataré a ello. Y pasaré domingos sentado frente al televisor esquivando a mis afectos con ilusionismos estilo Houdini. Ilusionismos, porque si hablamos de magia, sólo Zidane.